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Raúl Ruiz lo llamaba “teoría del conflicto central”, o también “postulado Ibsen-Shaw”: la narración, o la obra al completo, debe estar ordenada en cada uno de sus aspectos en torno a un conflicto, central por esto mismo. Era para Ruiz el paradigma reinante en el cine de Hollywood, formado alrededor suyo, aun cuando no sean raras las excepciones y estas, precisamente, acaben siendo las que más fascinación suelen generar. La mejor broma del cine americano, nos decía Ruiz, es que están obsesionados por la verosimilitud cuando precisamente sus películas son las más inverosímiles y encima 1/ es eso lo que nos gusta de ellas, y 2/ es su obsesión por la verosimilitud la que más inverosimilitud genera, pues nada más lejos de la realidad que las reglas de lo verosímil creadas por tal paradigma. Pero verosimilitudes aparte, la clave de este planteamiento es lograr que cada elemento de la obra guarde una coherencia con esta y, sobre todo, que sirva para algo, tenga alguna utilidad en el conjunto de la construcción narrativa.
Raúl Ruiz lo llamaba “teoría del conflicto central”, o también “postulado Ibsen-Shaw”: la narración, o la obra al completo, debe estar ordenada en cada uno de sus aspectos en torno a un conflicto, central por esto mismo. Era para Ruiz el paradigma reinante en el cine de Hollywood, formado alrededor suyo, aun cuando no sean raras las excepciones y estas, precisamente, acaben siendo las que más fascinación suelen generar. La mejor broma del cine americano, nos decía Ruiz, es que están obsesionados por la verosimilitud cuando precisamente sus películas son las más inverosímiles y encima 1/ es eso lo que nos gusta de ellas, y 2/ es su obsesión por la verosimilitud la que más inverosimilitud genera, pues nada más lejos de la realidad que las reglas de lo verosímil creadas por tal paradigma. Pero verosimilitudes aparte, la clave de este planteamiento es lograr que cada elemento de la obra guarde una coherencia con esta y, sobre todo, que sirva para algo, tenga alguna utilidad en el conjunto de la construcción narrativa.
Uno de mis ejemplos
favoritos, y más intensos, se encuentra en el comic, concretamente en la obra
de Alan Moore, llena de elementos de todo tipo que siempre acaban teniendo
algún tipo de relevancia o jugando algún papel (y hablamos incluso de
elementos del fondo de las viñetas, como los nombres de las tiendas o de las bebidas tiradas por la calle). Posiblemente la muestra más excesiva de
esto se encuentra en V de Vendetta,
donde V llega a ser un personaje casi demiúrgico, ya que su plan prácticamente acaba
implicando una milagrosa previsión del azar. La obsesión de Moore por las
maquinarias narrativas perfectamente engrasadas y coherentes le llevaba en esta obra a
prácticamente cargarse su contenido anarquista, sustentado como estaba sobre un
superhéroe heterodoxo (como todos los suyos) que trataba de empoderar, como se
dice ahora, a los ciudadanos, pero enmarcando todo en una planificación que por
su carácter a todas luces imposible, devenía casi divina, es decir
trascendental. Esta tendencia de Moore será llevada a la hipertrofia en la
clásica Watchmen, donde ni un solo
rincón de la viñeta es ajeno a la narración y todo acaba cumpliendo una misión.
Si Watchmen es una obra central en
Moore es entre otras cosas (también es una magnífica obra teórica sobre la
naturaleza del comic, pero eso para otro día) porque muestra el corazón de su
narrativa y su mundo, ese comic considerado como un gran reloj, un mecanismo
perfecto donde ninguna pieza debe sobrar o faltar a su función, donde cada elemento
tiene su necesidad propia.
A esto me gusta llamarlo
“narración demiúrgica”, aunque podríamos llamarla también “narración
leibniziana”, tal como en algún otro sitio yo proponía una distinción entre cine
leibniziano y spinozista. Todo en la obra está conformado en torno a un plan,
ningún elemento queda ajeno a él. El reloj era también un modelo de la creación
divina para Leibniz, donde cada mónada, cada ser, cada acontecimiento estaba
engarzado con los demás por Dios en atención a construir el mejor de los mundos
posibles. Ni el más mínimo de los acontecimientos en Watchmen carece de trascendentales consecuencias o de un engarce
singular con algún otro de los elementos de la obra (la narración del
protagonista del comic de piratas se convierte en la de una escena “real” y
además está escrito por uno de los creadores del extraterrestre que habrá de
matar tanto a los lectores como a los vendedores del quiosco, en esa esquina de
Nueva York que servirá a Moore para dar a sentir toda la dimensión individual de
la catástrofe final). La relación de este modelo narrativo con lo divino o trascendental se
acaba explicitando además en Moore en obras tan ricas, tan reveladoras, como la
monumental Promethea, donde el
sistema es llevado al universo al completo, aunque proponiendo una suerte de
revolución cósmica donde todos los órdenes trascendentes, todas las dimensiones
físicas y espirituales, los planos reales e imaginarios son unificados en un
solo orden inmanente. Más revolucionario imposible.
Tampoco es por ello extraño
que sea este modelo el que sirva para que M. Night Shyamalan consiga que al
final de Señales el personaje
interpretado por Mel Gibson decida volver al sacerdocio. Señales (Signs), junto a las obras de Moore, es una de las películas
(ahora no caigo en otra, acepto sugerencias) que mejor permite ver el fondo
teológico de este paradigma narrativo (al que Ruiz, tal vez por ser también
estudiante de teología, fue muy sensible; hay que decir que Ruiz fue siempre un
cineasta leibniziano, muy conflictivo y díscolo eso sí, que aspiraba a ser del tipo spinozista y que casi lo consiguió en obras cumbre como Cofralandes; pero esto también lo dejamos para otro día).
En Señales, Gibson es un sacerdote, supongo que protestante, que al
perder a su esposa en un terrible accidente pierde también la fe en Dios. Un
día, unas extrañas y enormes señales aparecen en su maizal; acaban siendo de
extraterrestres que se disponen a invadir el planeta. Las señales, que además
dan título a la película con toda justeza, son por tanto signo de algo, y este
hecho es el central de la obra. En cierto momento, Gibson plantea a su hermano (Joaquin
Phoenix, que junto a Gibson forman aquí la mejor pareja cómica de la década
pasada... ¡y lo digo sin choteo!) que hay dos tipos de personas: los que creen que todo se debe a algo o
los que piensan que simplemente existe la suerte, la casualidad, en suma la
fortuna. En una película hollywoodiense no creer en la necesidad de las señales siempre implicará la desesperanza, porque no se
considera ni de broma la existencia del análisis racional de las situaciones
concretas (lo racional es en el cine de Hollywood y generalmente en el de
terror siempre una explicación absurda señal del miedo a asumir la realidad, es
decir que al final uno acaba encontrándose siempre en medio de un conflicto
entre irracionalidades). Gibson, que por su rechazo de Dios ya no está entre
los del primer grupo, carece por tanto de esperanza cuando se evidencia que los
extraterrestres son hostiles. Sin embargo, en el momento final descubrirá que todo
cumplía su función: las últimas e incomprensibles palabras de su mujer antes de
morir, ejemplo para él de la falta de sentido del mundo, del reinado del azar y el caos,
estaban allí para permitirle saber qué hacer cuando se tope con el alienígena
en su salón, amenazando a su hijo; los récords bateando de su hermano
llevan al bate colgado en la pared y su capacidad para derribar al extraño, y
su récord en eliminaciones a que no se encuentre en ese momento en otra ciudad como jugador de la
liga profesional sino en la casa de su hermano; y que su hijo padezca una
crisis de asma acaba sirviendo para que no muera víctima del gas del
extraterrestre. Todo tiene sentido. Todo estaba ahí dispuesto para algo, con
una finalidad.
La explicación por las
causas finales, el “para”, el pensamiento teleológico, constituía para Spinoza
la raíz de esa antropomorfización de Dios a la que se oponía con saña, la idea de Dios como el tranquilizador fin del inevitablemente infinito camino de la pregunta por la causa (me remito al apéndice del libro I de la Etica, que todo el mundo debiera leer al menos una vez en la vida). Pero los ojos no
se hicieron para ver, sino que vemos porque tenemos ojos. El pensamiento
teleológico es una mistificación que nos hace creer que el mundo ha sido hecho
para algo (y por lo tanto, por alguien, además con voluntad y entendimiento), cuando no es sino una concatenación
infinita y eterna de redes causales que hemos de analizar para entenderlo, para saber vivir
en él, y por supuesto para transformarlo, si queremos. El modelo demiúrgico nos
dice que todo está ahí por una razón, dispuesto con un objetivo muy concreto,
que aparecerá en el momento adecuado. Ese modelo es el de “el cine de todos los
días”, el de tantos manuales de guión, y el de Señales, nada novedosa en ello salvo en que hace que esta ordenación narrativa sea la que lleve
precisamente a Gibson a volver a creer. Señales
evidencia el fondo demostrativo, discursivo, del modelo, pues Shyamalan
cumple con su misión de guionista ordenando todo en torno al conflicto central,
ordenación que será la que acabe resolviendo la crisis de fe que posee el
protagonista. Es el modelo de narración de Señales,
el modelo de narración de Hollywood, el que demuestra que existe Dios.
Que el cineasta es bien
consciente de esto nada lo prueba tan bien como que decidiera interpretar él
mismo al hombre que pone en marcha todo, el que mata a la mujer del sacerdote
al dormirse conduciendo, y enunciar con la mayor explicitud posible el
“mensaje” de la película en su único parlamento: “it was like it´s meant to be”
(fue como si estuviese predestinado, o escrito). En efecto, él mismo lo escribió.
Después se disculpa del sufrimiento infligido a sus criaturas (supongo que a
muchos de esos cinéfilos obsesionados con que un cineasta, no sé por qué, debe
querer a sus personajes, esto les agradará mucho), y al final se marcha
diciéndole que le ha dejado su segundo regalo encerrado en la despensa: el
extraterrestre al que Gibson asustado cortará los dedos y que será por ello abandonado en la retirada por sus congéneres, pasando a atacar al niño. Y es
que Dios, no lo olvidemos, escribe recto, pero con renglones torcidos…
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La teoría del conflicto central está expuesta por Raúl Ruiz en muchos textos y entrevistas, pero sobre todo en el primer volumen de su Poética del cine, cuya primera traducción al castellano es descargable aquí. Otra interesante referencia, donde se nombra al postulado Ibsen-Shaw, además de a David Bordwell y hasta a George Bush, se puede leer aquí. Dicho sea de paso, sobre el postulado Ibsen-Shaw no logro encontrar información aparte de Ruiz, pero no creo que se lo haya inventado e imagino referirá algo establecido en el libro de George Bernard Shaw sobre Ibsen. Si alguien tiene información sobre el tema le agradeceré que me saque de mi ignorancia.