En un plano panorámico, en blanco y negro,
contemplamos un desierto. Quizá nuestra mirada deambula por la imagen seca,
ascética, las suaves curvas de sus dunas, las tonalidades grisáceas. Estamos
ante un paisaje del que, sin embargo, sabemos no es el protagonista principal
del plano. En él hay tres personas. Una relación fondo/figura, en su
articulación más mínima, está establecida: un paisaje, tres personas; un
escenario, conteniendo a tres figuras móviles. La relación más simple puede ser
esta: la figura, distinguida por su cercanía a nosotros en tanto ser humano, o
por su relación de movilidad o inmovilidad respecto al otro elemento del plano.
Se trata aquí de seres humanos, como nosotros que les contemplamos, frente al
desierto que les enmarca, y que se mueven de forma perceptible, caminan,
hablan, o sabemos al menos que pueden hacerlo.
La articulación, no obstante, quizá no es tan
mínima, puesto que no se trata de tres simples figuras, sino de nada más y nada
menos que los tres Reyes Magos. Además, cuando se pierden al fondo del plano,
en el horizonte, y al rato los vemos aparecer de nuevo, como tres minúsculos
puntos blancos perdidos en la lejanía, el cine se ríe (el mío lo hizo), porque
se hace evidente que Albert Serra, director de la película, nos está vacilando,
sabe que tenemos los ojos fijos en esos puntos y amenaza no soltarlos, o
soltarnos, nunca. Sabe que sabemos que todo depende de las figuras, y nos hace
saber también que las controla él. Una figura más acaba de sumarse al plano:
Serra, por unos momentos, se convierte en el protagonista principal de su
película.
Los largometrajes de Lisandro Alonso son algo así
como un paso adelante (o atrás o a los lados, ¿por qué decir “adelante”?) el uno respecto al otro, y los tres primeros de Serra, como otro en
relación a ellos. La libertad plantea
una relación fondo/figura armónico, donde las relaciones entre ambos son
amistosas, si bien mediadas por el trabajo (y la soledad, constante obsesiva de todas
las obras de Alonso). Armónico también porque la atención concedida a ambos es
similar, ni Misael, el protagonista, la absorbe toda aunque la cámara le sigue
claramente a él, ni el bosque queda reducido a mero continente de la figura
puesto que su presencia es absorbente (a lo cual no es ajeno el diseño sonoro
del filme) y todas las acciones de Misael le implican de forma necesaria. El
bosque no es un mero fondo sino algo que se trabaja y vive tanto como la
figura, que a pesar de ser el centro de nuestra atención es inferior al fondo,
más pequeño, dependiente de él. Cuando Misael abandona el bosque, su hogar, la
relación fondo/figura se tensa porque los nuevos espacios son desconocidos para
nosotros, y porque no sabemos adónde vamos ni qué nos espera. Sin embargo, el
equilibrio entre fondo y figura se mantiene intacto, pues ambos incrementan su
intensidad al tiempo: el fondo por desconocido (y por crecientemente inhóspito,
si bien de forma sutil y mediada por nuevas figuras, como la del hombre que
compra la madera, y nuevos escenarios como la casa misteriosamente vacía), la
figura por su silencio, por convertirse, merced al cambio de fondo, en objeto
de nuestras preguntas sobre qué supone éste para él: el cambio de fondo conlleva,
de este modo, la aparición (“activación”, quizás, sería mejor término) de la
interioridad de la figura.
En Los
muertos el fondo es en gran medida irrelevante, pues el enigma y el destino
del viaje centran todo el recorrido. Lo más importante del camino aquí es su
final, su destino. Si el primer plano de la película se destaca formalmente del
resto, es sin embargo su perfecto resumen: el movimiento por un bosque de
poderosa vida sensorial es sin embargo la vestimenta que recubre la muerte, un
acontecimiento que marca (podemos bien decir: de muerte) la imagen desde el
mismo instante de su aparición. El espacio no sobrevive a este acontecimiento,
sobre todo desde el momento en que el retorno al hogar de Vargas gira en torno
a una evidente pregunta: ¿matará a la familia que le queda? Los muertos es como un remake
minimalista de Apocalypse Now, sin
guerra, sin voz en off, y si solo supiésemos que Sheen es un asesino a sueldo que viaja en busca de un hombre; sería central entonces dirimir si quiere
encontrarlo para matarlo, o para qué. Si alrededor solo hay bosque, todo el
espacio sucumbe a esta pregunta. Los muertos pueden con todo. Esta fatalidad
que no es solo argumental, sino formal, constituye el pathos último (es decir, primero) de la
película.
Fantasma
invierte la relación y el fondo deviene ahora figura principal:
significativamente, un complejo de salas de cine en pleno Buenos Aires. De ello
es signo que Alonso dedique varios planos a espacios vacíos y que los
personajes, alejados de trabajo o búsquedas, se dediquen a vagar por el lugar. Cada
uno está tan solo como en su película de origen, pero su relación con el
espacio ya no está mediada ni por el trabajo ni por el camino: uno espera para
verse a sí mismo en pantalla y vaga de un lado a otro sin rumbo, el otro vaga tan solo, igualmente sin rumbo y sin razón aparente. Inmersos en un espacio
inmenso (inmerso a la vez en otro, ese Buenos Aires vislumbrado a través de
cristales), la única acción de las figuras es recorrer lo que ya no más es su
fondo. Con Liverpool, al ser el
recorrido de Farrel una pregunta postergada no ya en su respuesta sino en su
formulación misma, nuevamente el fondo, el espacio, casi desaparece ante el
poder atrayente, enigmático de la figura (los 20 años de ausencia, el alcohol,
el cambio de bolsa…). El fondo es un mero espacio a recorrer, que cambia a lo
largo de la película de un barco de carga a un pequeño pueblo cercano a
Ushuaia, y el hombre una figura móvil a la que atendemos, aún no sabemos muy
bien por qué. Ciertamente, la transformación antedicha conlleva una mayor
importancia del fondo de la que existía en Los
muertos, pero la diferencia capital radica en el final de la película: llegado
a destino, emerge el pasado no ya como auténtica figura de la ficción sino como,
de hecho, la ficción propiamente dicha: aquello que se introduce en la realidad
de un mundo para dirigirlo hacia un territorio otro, transformarlo incluso sin
la necesidad de alterar en nada su apariencia. Todas las figuras son soportes
de un pasado que pesa por su carácter enigmático, nunca desvelado. Consecuentemente,
en el acto final Farrel se marcha y Alonso cambia de figura, centrándose en la
que, no sabemos del todo bien por qué (pero podemos sospecharlo, y eso
incrementa su carácter de figura), simboliza mejor ese pasado. Pero entonces, en
un implacable remate final, esa figura, esa chica, se esconde para mirar lo que
Farrel la dio, un llavero consistente en la palabra “Liverpool”. Y por este
objeto abandonamos el pasado de Farrel por el de la propia chica, cifrado en el
de aquel de maneras que ignoramos, y con ello entramos a la más extrema exterioridad
del filme, que acaba tras este plano. Una figura, un simple llavero, una
palabra, acaba convertida en el fondo de toda la película, el símbolo del
secreto que la constituye o, mejor dicho, la anima.
¿En qué sentido Serra es otro paso respecto a
Alonso? En que la figura es, ahora, Figura. Con mayúscula. No es una figura
cualquiera, sino Quijote y Sancho Panza, o los tres Reyes Magos. La suerte de
“naturalización” efectuada sobre ellos, limpiada de las historias por todos
conocidas, del anecdotario oficial, y poderosamente prosificada,
desmitologizada por el vestuario, respetuoso de las características que
significan al mito pero también lo suficientemente simple y reducido como para
dejar ver al hombre, además por supuesto del uso del catalán, los acerca al
fondo convencional que los alberga y que, sin embargo, se ve de manera inversa
mitologizado por su trato con esos seres singulares. El fondo reduce la
mitificación de la figura (no siempre: véase la insistencia en encuadrar a las
figuras en contrapicado recortadas contra el cielo, recurso central en Honor de cavallería), pero la figura
mitifica al fondo. De ahí la singular relación entre ambos elementos en Honor de cavalleria. La estetización de El cant del ocells, la plasticidad de su
blanco y negro, busca sin embargo una mitificación de base que es rebajada por
el elemento central de todas las películas de Serra que conozco: el tiempo. Si
bien ha de señalarse que el tiempo en Serra tiende, como de todo lo perecedero
decía Aristóteles (y, en el fondo, casi toda la filosofía hasta hace bien poco,
y mis dudas tengo de esto último), a su cancelación, pues lo móvil se mueve
solo por amor a lo inmóvil: Serra es un peculiar caso de cantor a la belleza, y
eso siempre implica un cierto grado de horror ante la materia, el tiempo y el
movimiento. El cant del ocells es el
mejor ejemplo de esto.
El
senyor ha fet en mi meravelles tiene un fondo segmentado y ambiguo, una
colección de fragmentos inconexos que sabemos tienen relación con una película
que nunca veremos y que se rueda en esos momentos. ¿La película que vemos es el
fondo de una película inexistente que es su figura? Porque también existe el
cine de la figura oculta. En el plano más mínimo, El senyor ha fet en mi meravelles es la película en la que Serra
filma figuras en vez de Figuras: los actores, el equipo técnico... y es por
ello la película donde mejor podemos advertir que la tendencia a la Figura de
Serra es natural porque a ello tiende más poderosamente que nunca: a pesar de
tratar a personas normales en tanto tales, éstas son elevadas y el fondo perece
ante ellas, se fragmenta, se disgrega, pierde toda entidad, es tan solo el mero
espacio que les enmarca. El fueracampo no sirve sino para decirnos que lo
importante está dentro de campo. El tiempo, en vez de disolver lo legendario,
lo crea. Confirmamos que el fondo, en el cine de Serra, es siempre el síntoma
de sus figuras.
(Desconozco las restantes películas de Serra. Sé
que Els tres porquets gira en torno a
Goethe, Hitler y Fassbinder, pero nada más. Por lo que he oído de Historia de la meva mort, sus dos
Figuras, Casanova y Drácula, son símbolos de sus siglos respectivos, XVII y
XIX. Como siempre, habrá que ver.)
Me trajo a la mente todo esto la visión de dos
célebres cortometrajes de Chema García Ibarra: El ataque de los robots de Nebulosa-5 y Protopartículas. En el primer plano de Protopartículas, suerte de remake retórico de El ataque…, un plano de una calle con portal al fondo y contenedor
en primer término se ve cotidianamente ocupado por la presencia de una figura
sumamente heterogénea, que caminando desde el portal al contenedor se va
descubriendo como un hombre con un traje similar al de un astronauta,
escafandra incluida. Si digo que Protopartículas
es un remake retórico de El ataque…
es no solo porque la idea generadora de ambas sea la misma (aunque por supuesto
hay que señalar que el protagonista de El
ataque… odia su entorno y ansía el apocalipsis porque quiere estar solo,
mientras que el de Protopartículas teme
al envejecimiento y la muerte y el consiguiente fracaso de su misión) sino
porque el traje del protagonista es la conversión en figura visual de la figura
real de El ataque…, que era la voz en
off. Cuando en un plano de El ataque…
aparece por fin un extraterrestre, la voz en off nos dice que en realidad se
trata de un tipo del barrio, que como muchos otros se burla de él de vez en
cuando. El “acontecimiento” de la película, el auténtico protagonista, está en
la narración que se superpone a las imágenes, extrañas pero cotidianas, soporte
de la narración como el fondo suele ser de la figura (procedimiento que ha sido
recientemete recuperado, y radicalizado, en Uranes).
En Protopartículas, manteniendo el
mismo planteamiento, García Ibarra crea una figura ya en sí fantástica por su
apariencia, a la que coloca en situaciones cotidianas. La fuerte relación
fondo/figura así establecida repite la planteada entre la narración y las
imágenes, constituyendo una fuerte redundancia, eje de la película. Si la voz y
el rostro del protagonista de El ataque…
nos llegaban por separado y su unión constituía una poderosa fuente de emoción,
la ausencia del rostro en Protopartículas
termina por constituir su propio método en el tema mismo del filme. Lo triste
de Protopartículas es cómo, contada
la historia en El ataque…, ya solo
queda repetir su método y erigirlo en protagonista. Con lo cual el dispositivo
(odio usar esta palabra que me parece casi siempre tomada a la ligera, pero
valga para terminar) se convierte en la auténtica figura principal y la
película, toda ella, en el fondo. Y viéndola, no dejé de sentir que al que se
añadía más sufrimiento aún en el cambio era al triste protagonista de El ataque de los robots de Nebulosa-5…