miércoles, 3 de abril de 2013

Mi Punto de Vista (crónicas de un cineasta "paralelo" en Pamplona)


Querida Valeria:

    Recibí tu 2º mail pidiendo noticias sobre la proyección de mi película en Punto de Vista. Se nota que no has perdido tu olfato lacaniano y sabes dónde está la buena carnaza. La vida va pasando cada vez más loca o con peor idea, así que es difícil que falles el tiro, pero tu puntería conmigo no deja por ello de ser menos elogiable. Estos últimos meses han sido imposibles, no por malos, pero lo han sido. Algo sabes, pero para lo que te voy a contar hay que precisar que soy mal viajero, los viajes siempre me dejan una resaca extraña, suelo necesitar varios días para recuperarme de ellos, pero sin embargo en esta ocasión fui a Pamplona inmediatamente después de estar en Cádiz (por otros asuntos), y poco después de Pamplona marché a Santander para proyectar la película en la Filmoteca, y ahora estoy otra vez en Madrid, intentando hacer pie. Tanta vuelta me marea más que el mal vino, pero espero ahora unos días tranquilos así que aprovecho para rematar esta… carta, o informe, o crónica, o como prefieras llamarla. En Satán fue bien, les di una charla de una hora después de la proyección (¡en la que me cortaron los créditos!), aunque yo mido el éxito por el número de desconocidos entre los asistentes, y había pocos. En cualquier caso me reencontré con algunos viejos amigos, entre los que hubo muy buenos espectadores, que te dicen cosas interesantes y que son los que al final te hacen feliz, los que te dan la impresión de que la cosa sirvió para algo. Pero hay algo odioso, amén de agotador, en esto de salir al aire, después de 11 años haciendo películas en secreto, cómodamente escondido en tu cajón. De repente, el que digan o qué digan de ti se convierte en algo importante, que puede no quitarte el sueño, pero sí perturbártelo un poco. Te descubres preocupado por el hecho de que no se haya escrito una sola palabra sobre tu película a pesar de que se hiciesen dos pases en el festival, y te jode que el único que haya dicho algo sea un sórdido mutante santanderino (llamarle “freak”, me temo, sería ennoblecerlo) que se sale del cine a los 10 minutos y luego se dedica a insultarte llamándote timador. Me recuerda que la timidez denota en gran parte miedo al rechazo, y me hace soñar con volver a las siempre seguras catacumbas, aunque deseando secretamente que no sean los demás, los que deciden, los que me manden allá. Pero no sería buena idea, la verdad, porque nos perderíamos simpáticas y pintorescas historias, ¿verdad?...
    Querida Valeria, tú que me acompañaste a la caza de ascensores por los infinitos cerros de Valparaíso, que me fotografiaste grabándolos, que tuviste el arrojo de hacerme una foto junto a la estatua de Huidobro (¡y pedirme perdón después!) y te arriesgaste a ser devorada por furibundos perros encadenados, tú no sabes lo que es ir a un festival de cine en una gélida ciudad invernal justo después de volver de un rodaje en los carnavales de Cádiz con un resfriado que amenaza empeorar y, para rematar, discutir con tu novia por motivos absurdos e infames la noche antes de la marcha en la más pura (y, repito, gélida) madrugada madrileña, en vez de irte a dormir temprano, como era tu intención, para cuidar la garganta y descansar tus buenas horas porque encima hay que levantarse temprano. No sabes lo que es estar frente a esta chica queriendo morirte y sabiendo que esa sesión absurda entre silencios, lágrimas y mentas poleo en medio de un frío desatado te va a costar la enfermedad, y luego ir con esta misma chica a Pamplona, aún temblando por la discusión, aún dirimiendo si el homicidio es una opción aceptable pero no por ello dejando de besarla, y no habiendo dormido además ni 5 horas, con la garganta gestando la gripe de tu vida, y luego equivocarte con el autobús que te lleva hasta el fin de línea, pero a pesar de ello, por supuesto, ponerte a follar como loco en el hotel (porque pillaste hotel estrictamente para follar, si no ¿de qué?, ¡hay poco dinero pero hay que gastarlo con buenos motivos!). Follar es siempre genial y con Alba, que así se llama la chica en cuestión, acostumbra a ser algo cercano a la epifanía, pero no convienen este tipo de prácticas cuando se rifa una pulmonía, porque impiden que el cuerpo se centre en lo que debe: mejorar. Paseé después mi cuerpo maltrecho por las calles pamplonicas, Valeria, debilitado por la enfermedad y el sexo, en busca de mi modesta acreditación de cineasta “paralelo”. A ti no te ha tocado presentar tu propia película en este estado. Y mucho menos, verla. Allí sentado, hecho mierda ante aquella obra grabada y montada con todo el amor del mundo, odié cada plano, cada corte, cada segundo, y por supuesto a mí mismo. Me sentía devastado, en ese momento hubiese preferido con mucho ver La jungla 5. Quería una calefacción y muchas mantas y dormir en una cama durante una semana, pero estaba en Pamplona, proyectaban mi película y ponían muchas más que quería ver, estaba en un festival al que siempre había querido ir, el único del que siempre seguía las crónicas (bueno, y de Cannes, pero eso lo hago por ánimo sociológico, porque allí los críticos siempre escriben como si estuviesen enfarlopados), y acompañado por una chica que exigía y exige una disposición física y psicológica similar a la requerida para el bando aliado en el desembarco de Normandía.
    Es terrible ver tu película queriendo morir, Valeria. Sabes que es buena, pero tu cerebro ya no alcanza a recordar por qué. La sangre se te ha ido de vacaciones, los músculos están en huelga, el sistema nervioso está erizado como un gato ante un niño de 3 años que se le acerca sonriente con un cubo de agua. Cada cambio de plano te ofende en lo más hondo: ¿cuándo coño va a acabar esto? Odias esa mirada turista, esa vida turista, te sientes turista en Chile, en el cine, en la política, en tu propia vida. Te quieres morir, no hay nada bueno que pueda salir de ti, eres una tortura para ti mismo. Después, al menos, a tu película le sigue otra, porque la hiciste corta: Mitote, de Eugenio Polgovski, es loca, espectacular, incluso suena Yngwee Malmsteen a toda pastilla sobre imágenes de ruinas aztecas. Además, su primer plano es el último de tu película (el suelo agrietado) y eso te emociona un poco.
    Luego las luces se encienden y te toca hablar. Y lo haces. Sabes que hablar no me cuesta, pero a pesar de las fuerzas recuperadas gracias a Mitote, sigo a medio caer. El presentador te hace una pregunta y respondes durante 10 minutos. Todos te miran sonrientes, acogedores, dios les bendiga. Hablas por ellos, al fin y al cabo es la primera vez que presentas una película en un festival, ante una audiencia formada exclusivamente de desconocidos. 13 películas, 11 años de cineasta secreto, y ésta es por fin la posibilidad de dejar de serlo, pero estás resfriado, febril, débil y medio mareado porque eres un tipo enfermizo en todos los sentidos, pero también porque no supiste decir “no” a una discusión inoportuna y porque tampoco sabes decir “no” a una mamada, y así, ante un número de espectadores que apenas supera los 20, te hinchas a hacer chistes sobre tu película (aunque no solo, preciso). Después, no hay más preguntas. No insisto y me largo. El hotel me espera y qué cojones, por supuesto que seguimos follando. Que le jodan al cuerpo, que le jodan a la mente, al resfriado, a las defensas. No sé cómo, pero soy capaz de follar hasta con la luz apagada. La habitación es bonita, una buhardilla a la que no llega el ascensor, un picadero. Hacemos aquello para lo que ese sitio fue construido, le damos sentido, razón, contribuimos a su felicidad. Me siento morir, me siento feliz: la piel de Alba brilla en la oscuridad, el Sol se ha ido y solo quedamos nosotros para dar luz. Nuestra carne es el aire, el mundo. Respiro su piel, y lo pierdo todo, y me parece bien. Mátame.
    Duermo como un tronco pero al día siguiente hay que levantarse temprano para cambiar de sitio, no hay dinero para más de un día de hotel. Hay que caminar con un mochilón cargado del todo hasta el hostal del otro lado de la ciudad, al que vamos porque Alba no quiere ir a la pensión Eslava, porque escuchamos que no tiene calefacción. Yo aún no sé hasta qué punto tiene razón.
    Tardamos lo que parecen horas en llegar al hostal. La habitación es inverosímil de buena. Terraza con amplias vistas, el Sol entrando a riadas, el sonido de los coches (me encanta escuchar los coches), y la cama tiene cabecero. Es evidente que, de toda la habitación, lo que más nos interesa es ese último elemento. Saco la funda de la almohada y ato a Alba al cabecero. La torturo todo lo que puedo, pero luego ella se venga, y nada más correrme se abalanza sobre mí y no sé cómo me folla de nuevo como una puta amazonas. Es un súcubo. Me están violando y lo adoro. Estoy encerrado en el sexo de Alba: no tengo fuerzas para correrme pero sí para follar, algo que no entiendo porque mis dos décadas de experiencias onanistas me habían enseñado que un orgasmo precisa menos energías que una erección. Pero ya ves que no. Ella me cabalga durante lo que parecen horas mientras se mira en un largo espejo vertical que se encuentra al lado de la cama y yo me dejo hacer, feliz pero muerto, muerto pero feliz. Intento de veras correrme para poner fin a esa cabalgata de las walkirias pero no lo consigo, así que ella sigue, sigue y sigue, encantada de verse en el espejo. Solo falta que me infle a ostias, y por dios que me gustaría. Me doy cuenta de que podría mostrar de algún modo ese momento, solidificarlo como a un souvenir para poner en la repisa, y llamarlo “amor”. Los problemas que siempre tuve con esa palabra parecen solucionarse momentáneamente al volver a una idea lejana, casi olvidada aunque te das cuenta de que no hacía tanto de ella: no era un sentimiento, un pensamiento, una idea, una ilusión, una sensación, no: era esto. Un verbo; nunca un sustantivo.
    Ella se corre y cae sobre mi. Siento el peso del cuerpo vencido por el placer, su agotamiento, su sudor, su abandono. Al poco se levanta, fresca de nuevo como una rosa, que se dice. Yo sin embargo no me puedo mover, estoy tendido en la cama como si estuviese hecho de hormigón armado. Podría morir ahí, en ese momento; en cierto modo, me gustaría. Estoy tan quieto que Alba se saca fotos en el espejo, posando junto a mi como un cazador ante un cervatillo abatido. Los coches afuera suenan como un mar, en un pequeño fragmento de verano creado por nosotros dos. Pero lo cierto es que tenemos una hora para comer y llegar al cine a la sesión de las cinco. No sabes cómo pero lo conseguís, aunque entráis en la sala sin tiempo ni para tomar un te. No te lo tomas pero te ves la sesión de las cinco, la de las ocho y la de las diez y media, todas seguidas, sin comer ni beber, una tras otra. 17h: Vers Madrid, de Sylvain George, es el enésimo spot publicitario sobre el 15M, mostrado una vez más como una suerte de Torre de Babel o parque temático de los movimientos sociales donde cada loco va con su tema e importa más la fotogenia de los participantes que lo que dicen o, sobre todo, hacen. O bueno, en realidad es mejor que esto pero mi cerebro está absorbido por los mocos de mi resfriado ya totalmente desatado, los músculos me tiemblan, y el momento álgido de la tarde lo estoy pasando en una sala oscura: no doy para más. Supongo que está bien pero no puedo evitar la frialdad: la película empieza visibilizando discursos, debates y rostros, muchos rostros, escuchando lo que dicen, pero para ir pasando, poco a poco, a la mera acumulación dispersa, banal, y en cierto modo al mismo tono de celebración fetichista de muchos materiales sobre el 15M, agravado por la espectacularización del blanco y negro, que no me recuerda a los viejos documentales sobre Mayo del 68 sino, más bien, a La lista de Schindler. Vers Madrid me parece el mejor de todos los docus sobre el 15M hasta ahora, pero estoy lejos de considerarlo logrado (además de que eso no es un gran elogio, la verdad). 
    Luego, a las ocho, un joven navarro se obsesiona con Emak Bakia (“Déjame en paz”, en euskera), una vieja película de Man Ray, y empieza a retomar ideas de ésta y, sobre todo, a buscar la casa donde se rodó, que encuentra para entrar a continuación en un psicótico baile con su presente y su pasado. La casa Emak Bakia, de  Oskar Alegría, es una película fallida pero sintomática: acude a algo ya existente (una película, una casa), repite gestos, ideas, busca variaciones a partir de ellas tomándolas como partitura para nuevas imágenes, pero sin conseguir salir de un imponente aire a cerrado, la imaginación presa de unas paredes y una pantalla convertidos en cárcel de algo bastante contrario al azar: la demostración. El ansia de ligar todo a una narración en primera persona en carteles escritos que puntúan pesadamente la película desgranando cada acontecimiento sorprendente, acaba convirtiendo cada imagen, cada azar, cada hallazgo, en un nuevo capítulo de una mera demostración de la magia y belleza del azar, el material que propiamente Alegría quiere como el de su película, sin considerar que la magia no se demuestra sino que se ejerce. La casa Emak Bakia, a pesar de algunos momentos excelentes, al final no es una película mágica; el azar lo cuenta, no lo muestra; queda solo la exhibición de un recorrido, perturbador por claustrofóbico.  
    Gracias al Cid Campeador, el día lo salvó José María Berzosa, por la noche, con Espagnes I: Comment se debarraser des restes du Cid. Su recorrido por tierras castellanas siguiendo los rastros de Rodrigo Díaz de Vivar, de la mano de un francés hispanófilo y un enigmático sacerdote que parece habitar en todos los rincones del país, tiene el don del buen registro, el buen documento (de ropas, gestos, voces, rostros, espacios, paisajes…), y de la buena sátira. La irreverencia solo se vuelve infame en el último plano, un innoble insulto a una anciana que se sabe de memoria el Romance de Mío Cid, pero ni siquiera esto consigue silenciar la grandeza de su imaginación, del inicio en una habitación digna del Dario Argento de Profondo Rosso que resulta ser el despacho del alcalde de Burgos, que nos muestra orgulloso un fragmento de la tibia del Cid, o el soldado mutilado que intenta responder al documentalista mientras su hijo se empeña en arrancarle las medallas, o el imponente retro-zoom que presenta a tres miembros de la Real Academia de la Lengua Española….
    Es de noche, hace frío. Alba y yo caminamos agarrados por un parque oscuro de vuelta a casa, compartimos una hamburguesa vegetal en un local vacío y caro poco antes de encontrarnos otro lleno y con cubatas a 4 euros. Hubiese entrado bien un vodka. La miré fumar en la terraza mientras destrozaba un kleenex por cada vez que me sonaba las narices. Me dolía la garganta, me dolía el cuerpo, estornudaba sin parar, tenía mocos suficientes para rodar por fin Cazafantasmas 3, pero por supuesto volvimos a follar. O qué. Al menos, esta vez podía dormir después.
    Y nos levantamos temprano de nuevo. Había que abandonar el hostal y, ahora sí, marchar a la célebre pensión Eslava. Ir allí, dejar mis cosas, pasear un poco por la ciudad y después dejar a Alba en el tren, porque solo podía quedarse dos días. Sabía que la iba a echar de menos, pero esperaba que dejar de follar me permitiese emplear mis fuerzas en recuperarme. Nos fuimos, atravesamos la ciudad de nuevo con nuestras mochilas, nos perdimos, y al final llegamos a la pensión. Alguien entró antes de nosotros y subimos las escaleras. Allí, apoyada en la barandilla del primer piso, estaba una anciana con ese tipo de pose tranquila propia de los mafiosos rusos que se sientan al fondo de la barra en restaurantes misteriosamente vacíos.
    - Hola. Había reservado una habitación para hoy, a nombre de Rubén García López.
    Aquí siguen aproximadamente 45 segundos de silencio. Olvídate de Satie, de Cage, de Feldman: esta mujer eleva el uso del silencio a insospechadas alturas expresivas. Intentas descifrar ese silencio, la extraña sonrisa de la anciana, si se está cachondeando de ti, si está gagá, si es una hija de puta… no hay modo.
    - ¿Una habitación?- responde, al fin.
    - Sí. La reservé a nombre mío, Rubén García.
    Otros 45 segundos.
    -  ¿Quién?
    - Rubén. Rubén García López.
     45 segundos.
    -  ¿Y habías reservado una habitación?
    -  Sí. Hace dos días, desde hoy hasta el domingo, incluido.
    Aquí el silencio se prolonga más allá de los 45 segundos y yo, tal vez, empiezo a entrar en pánico. Ya había hablado dos veces con esta mujer por teléfono y en ambas me dio la impresión de que no sabía de qué le hablaba y que no anotaba nada de aquello en lo que quedábamos. Comprobaba ahora, estupefacto, que así era. Alba y yo nos explicamos, pero ella nos mira sin mover una ceja, un músculo, una vena, un alma.
    -¿La habitación es para los dos?
    - No, ella se va ahora, solo venimos para dejar mis cosas y luego la acompaño al tren.
    45 segundos. Esto fue mucho más largo, es imposible de transcribir en toda su infernal extensión. Por ejemplo, nos preguntó varias veces si Alba se quedaba. Cada una de mis respuestas, además, va acompañada por una también de Alba, que intenta añadir más datos. Como si el problema fuese la memoria. La señora mueve la cabeza, mira a los lados, aparenta que piensa pero yo creo que no, que es otra cosa.
    -Pues no sé… lo único que hay es esto…
    Nos lleva a una puerta en ese mismo piso, el primero. Abre con una llave y entramos a un pasillo angosto y oscuro. La primera a la izquierda es una puerta corredera cerrada con un candado como el que usaba el director de mi colegio para encerrar a los perros. Lo abre y me enseña la habitación. Es un cuarto de apenas 2 metros de largo y uno de ancho, con una cama de sábanas a todas luces finísimas y por supuesto sin colcha, manta o similares, a su pie una silla y a su lado una mesita, casi encajadas contra la pared. En el muro a los pies de la cama hay unas contraventanas blancas, y detrás de ellas ninguna ventana, es decir, un miserable hueco de ventana en la pared pero sin cristal alguno que lo separe del suelo de patio maloliente que hay al otro lado. Como puedes imaginar, nada de calefacción, y el baño es común (hay unas chicas guapas pululando en toalla por el piso, así que por supuesto eso me molesta menos). Alba no dice nada pero está pensando la suerte infinita que ha tenido por no acabar ahí el día anterior. Reconozco que estoy tan sonado que la cosa me hace gracia, me encuentro en ese estado semi-alucinógeno en el que vas por la vida con un alegre “¡lo que sea!”. A Alba y a mi, pues, nos da por reírnos, aunque a mi más que a ella, aunque parezca increíble. Y aquí viene lo bueno:
    - ¿Y las llaves?
    - No hay llaves. Llamas abajo, alguien baja y te abre.
    - Pero puedo llegar muy tarde.
    - No hay problema.
    - ¿Entonces llamo y ya está?
    - Sí. Bueno… tienes que llamar y te preguntarán quién es.
    - Sí.
    - Entonces tienes que responder… “soy el cero”.
    Creo que llegados a este punto Alba estaba tirada en la cama al borde de un ataque de risa. Yo encontraba encantadora la idea de ser el cero (lo que sea, ya te digo). Era el lugar lógico: a base de resfriados, infecciones, polvos y largas sesiones de cine al borde de la resistencia, a eso había llegado. Al cero. Yeah.
    En estas aparece una pareja en la puerta del piso. Chico y chica.
    - ¡Hola, veníamos por una habitación!
    45 segundos, por supuesto.
    - ¿Sí?
    Poco a poco Alba y yo vimos algo que poca gente ha visto: la repetición casi exacta del diálogo que acabábamos de sufrir en nuestras carnes, con la sola excepción de que esta pareja sí se quedaban juntos.
    - ¿Y habíais llamado?...
    Alba y yo veíamos aparecer el pánico en los rostros de los dos incautos, que empezaban a verse en la calle a la búsqueda de otro hostal. Alba parecía estar en la escena de Pijus Magnificus de La vida de Brian, ya no podía más. La vieja pareció caer en algo.
    -Bueno, arriba quizás hay algo…
    ¿Qué hay algo? ¡Pero sí había dicho que no! Sea por lo que sea, no caí en eso, o pensé que les llevaba a una doble. Antes de irse, arreglamos el precio, 15 euros por noche.
    - ¿Hasta cuándo te quedas?
    - Hasta el domingo, incluido. ¿Le pago todo ahora?
    - Mejor, ¿no?
    No sé por qué, un escalofrío me recorrió la espalda ante su sonrisa al decir esto último. Finalmente salimos. Dimos un paseo por Pamplona, que entre cine y sexo apenas habíamos visto; acompañé a Alba a comer algo y luego a la estación. Nos besábamos en el autobús y todo el mundo nos miraba, no sé si por eso o por sus medias. Después, ella se fue y me quedé allí solo, comiendo falafel en un kebap cercano al cine porque el dinero escaseaba. Ahora estaba solo, e implacablemente el resfriado se iba poniendo más y más feo. Y el escalofrío empeoraba, según avanzaba la tarde y yo me iba encontrando peor, volver a la pensión Eslava me deprimía cada vez más, pensar en esa ventana sin cristal, ese patio, el rollo de papel higiénico sobre la mesita, el baño colectivo y su bañera sin lugar donde colocar siquiera en alto el bastón de la ducha. Las sábanas de verano (me dejaron dos mantas, pero de las que vendían a los indios en las películas, más o menos). Empezaba a pensar que podía morir esa noche. Esa tarde vi Hoof, tooth & claw, donde mataban a los animales de la granja de una anciana porque se supone que no los tenía en buenas condiciones. Los preferían muertos a cojos. A mi la vieja de la Eslava me trataba mucho peor que a esos animales, ¿me buscarían también las fuerzas vivas de la ciudad para matarme? Después vi El jurado, primeros planos forzados con zoom digital de cinco miembros de un jurado popular que asisten a un delirante juicio por asesinato. Estos cinco jóvenes son espectadores de un espectáculo, como nosotros, pero ellos podrán decidir su final, mientras que nosotros ni siquiera lograremos asistir a él. El jurado, en cierto modo, nos sitúa ante un espejo, mayor en virtud de su disimilitud respecto a nosotros: todos estamos asistiendo a lo mismo, pero por una vez podemos observar a los otros observadores; contemplamos la contemplación, pero esta podrá decidir sobre el futuro (y el pasado) de alguien. El jurado parece de repente como un sueño, el de la venganza del espectador espectacular, que ahora puede por fin decidir algo sobre aquello que ve, sobre las vidas mismas de los protagonistas de esas ficciones a cuya contemplación está sometido por razones oscuras y desentrañables. Quizá, El jurado identifica a esta institución con lo que el videojuego es respecto al cine-espectáculo: la posibilidad de intervenir. Esta sesión se sincronizó bien con lo mal que estaba, con el pulso lento y mortuorio de mi cuerpo, que vibraba como el grano espeso de aquellas imágenes. Después tocó una película de Alan Berliner sobre su primo enfermo de Alzheimer, el poeta y traductor Edwin Honig. Honig es un tipo maravilloso, poeta incluso mientras pierde todos sus recuerdos; con su memoria no desaparece su imaginación, que parece algo más potente que la de Berliner: al poco de comenzar, a ciertas ideas sobre la pérdida y el derrumbamiento de la memoria, vemos imágenes de un puente que se cae. Me cabreo sobremanera y ya no me recupero. Valeria, si un festival es pura histeria, ¿cómo no va a serlo asistir en estas condiciones? Todo lo que digo está filtrado por la niebla que reinaba en mi carne, mi respiración, mi pulso. Terminé el día con Invisible, de Víctor Iriarte, una película sin apenas imágenes, que cuenta o sugiere una historia, pero utilizando sobre todo palabras escritas, pantalla negra e imágenes de una chica que interpreta lo que podría ser la banda sonora de la historia, pero tal como se hace en un estudio de grabación, parte a parte, repitiendo una y otra vez, etc. Confieso que ahí ya no pude más: me parecía que la película debía ser buena, que debía gustarme, pero me encontraba incapaz no ya de alcanzarla, sino de alcanzarme a mí mismo para atenderla como debía. Le estaba estropeando la película a Iriarte. Me retiré hundido. Hablé con un amigo que aprecio sobre su vida reciente y una película que estaba montando, pero entramos en un bar y me encontré solo, no conocía a nadie, los vodkas estaban a 6 euros… Me fui, como cuando tenía 18 años. O 28, también. O 32, en Chile. Me quejé con unos amigos de la pensión, del dinero, del resfriado…. Me puse agrio y me disgusté de mi mismo. Una chica me recomendó tomar Frenadol para el resfriado. Caminé hacia la pensión, me perdí varias veces, encontré la calle, llegué a la puerta, llamé:
    - ¿Quién es?
    - ¡Soy el cero!
    Pasa la noche. Cada una de sus horas pesa sobre mis huesos helados y despiertos: apenas duermo. Todas las catástrofes de mi vida pasan por mi mente a lo largo de esa noche, tanto que comienzo a pensar en algunas futuras. Amanece en Pamplona, o eso creo, porque yo no veo nada. El frío está celebrando carnaval en mis huesos, mi ánimo está aún peor que en mi proyección y decido poner fin a todo: me vuelvo a Madrid. Humillado, llamo a Silvia, una amiga de la que te hablé alguna vez, para decirle que me cambie el billete de vuelta porque ni siquiera sé dónde hay ordenadores en esta ciudad, pero ella dice que no cree que se pueda. Quiero evitar la posibilidad de que no me devuelvan el dinero en la pensión, así que decido mentir. Subo un piso y llamo a la puerta de la vieja. Al abrir, una ola de calor me clava en el sitio. Se afianza en mí un odio puro y perfecto.
    - Me acaban de llamar. Un familiar ha muerto, tengo que irme.
    45 segundos.
    - ¿No quieres otra habitación? Arriba hay 15 libres, con calefacción.
    Un cuarto de hora más tarde estoy caminando por Pamplona. Silvia me dice que si me quiero ir ya tengo que perder el billete que tenía y pagar 60 euros. Estoy hundido, Valeria. Caminando, finalmente decido que hay que luchar. No puedo admitir verme esa noche en Madrid, lo veo como la peor derrota. Hay que pelear. Pregunto a una amable chica de la organización por pensiones, subrayando que ni se atreva a mencionarme la Eslava (a la que llegué por recomendación del festival). Me habla de una calle cercana. Me pierdo pero llego. Entro en una, llevada por una amable señora. La entrada me recuerda a la de un extinto sex-shop santanderino, y además hay calefacción, baño propio y me dan llave, puedo entrar y salir como un chico mayor. Es diez euros más cara, pero esto ya es una cuestión de amor propio, y puestos a arruinarse…
    Así pues, me mudo. Compro Frenadol. Me ducho. Y llego a tiempo a la sesión de las 12:30. Nada como la voluntad, me siento mejor, pero aún no lo estoy. La prueba es que no recuerdo casi nada de las películas de este día. 12:30, Vaterland, de Thomas Heise, documentalista de la RDA (aunque decir “de” suena raro). Recuerdo que me gustó mucho, pero no soy capaz de decirte nada. A las cinco, después de comer en el mismo kebap del día anterior, vi películas de Bill Brown, un freak yanqui miembro del jurado, que te encantaría conocer. Solo verle hablando ya vale una película. Se me ha quedado en la cabeza Roswell, donde divaga sobre los célebres OVNIs de allá, aventurando que eran adolescentes de juerga con el coche de su padre, porque si no no se le ocurre qué se le puede haber perdido a unos alienígenas en un sitio como ese. Le dije que esa idea la tuvo 20 años antes Alan Moore en D.R. & Quinch, un comic de su época en la 2000A.D., pero no lo dije con ánimo crítico, el uso de la idea era muy distinta en uno y otro. A él le divirtió mucho saber aquello y apuntó el dato. Brown era bueno, pero se me pierde entre la catástrofe de aquel día. No estar en sección oficial te lleva a tener que pagarte la estancia, y eso a no tener mucho dinero, y eso a no poder mantener el ritmo de los “oficiales”, y eso a no poder hacer muchos amigos (eso sí, el festival paga las proyecciones, cosa justa amén de poco usual; sin eso, ni siquiera hubiese podido ir). Alba se fue y yo me sentía enfermo y solo, y además me jodía no poder follar en ese nuevo hostal. La aparición sobre todo de dos amigos, Julius y Marcos, palió esta soledad (aclaro por si queda confuso: no me los follé en el hostal. Ni en otro lugar). A las ocho vimos dos puntos álgidos del festival: El modelo, de un argentino emigrado a Barcelona, Germán Scelso (¿el cachondeo que seguro debe haber sufrido toda su vida por su apellido será responsable de las características de su obra?), y Un mito antropológico televisivo, de tres personas que remontaban material de televisiones italianas de los 90, y que me pareció de lo mejor de esos días. Sin embargo, puedo hablar más de El modelo, porque generó polémica y las discusiones te permiten retener mejor la obra en condiciones como las mías. La otra es además una obra compleja, muy rica, que pude apreciar pero difícilmente agarrarme a ella, por mi debilidad de esos momentos. Sí recuerdo un portentoso plano en una discoteca: el cámara graba obsesivamente a una mujer que baila, primero a Pino D´Angio, luego el “Billie Jean” de Michael Jackson. Da la impresión de que esté ligando con ella. Adoro ver bailar, y por eso recuerdo tan bien aquello, el plano era muy largo, era otra época, otras formas de moverse, y encima era muy enigmático; todo junto, una maravilla.
    Pero en fin, sobre El modelo: es algo así como una película sobre un sinvergüenza hecha por otro. Una película valiosa, vaya. Hay mucho petimetre escandalizado porque Scelso paga al tipo que filma (un tullido malhablado, una especie de Ubú Rey a la española, guarro, soez, racista, obseso sexual, timador...), pero es que es éste, Jordi, el que le pide un euro para dejarse filmar, y es que ¿es mejor no pagar? ¿Se supone que es mejor grabar al tipo y no darle un duro? En este momento de mi vida, en el que escribo artículos, edito libros, participo en rodajes de películas y varias cosas más pero nadie me paga un céntimo por ello, y encima no lo pagan con la mayor naturalidad del mundo, la sola sugerencia de algo así me puede poner hecho un basilisco. A mi modo de ver, el comportamiento de Scelso en este aspecto es honrado y hasta modélico, y de hecho poco después vi una película de Eduardo Coutinho donde graba a gente de las favelas de Río y se ve cómo les pagan. Es lo honrado, joder. Pero hay que matizar que es el propio Scelso el primero en presentar este hecho como algo dudoso, poniendo el euro en primer plano mostrando cómo Jordi camina hasta él para tomarlo, y cosas así. Es Scelso, por tanto, el que se quiere mostrar como una especie de sinvergüenza. Nada le obliga a enseñar cómo filma ocultamente a los clientes del locutorio donde trabaja (para el recuerdo un impresionante escote con un tatuaje consistente en una enorme cruz gamada, robado zoom mediante de la imagen de un chat: ¿a quién le importa si la chica sabía o no que estaba siendo grabada?, ¡tetas y cruces gamadas, esa imagen tiene que registrarse para la posteridad!), tan solo la necesidad de ponerse a la altura de la desvergüenza, la sordidez y la jeta de su “modelo”. Jordi lleva, o así parece mostrarlo Scelso, a que éste corra el riesgo de perder su trabajo, y no oculta sus peleas con él, esos momentos tensos que a veces se viven con personajes así, ni siquiera evita mostrar cómo le amenaza físicamente si vuelve a entrar en el locutorio. Creo que la polémica se refiere más al propio Scelso que a la película. Pero era la más sucia, la más caradura del festival. Me despertó. Así de triste es, en realidad la recuerdo bien por eso. Todo lo contrario de la siguiente, Inori. No era el día para atmósferas rurales japonesas, lo siento. Solo se me ocurre decir que a veces el documental parece un género de cazadores. Van a un lugar lejano, matan un elefante, vuelven y cuelgan los colmillos en la pared. Y ni siquiera pagamos un duro al pobre animal.
     Esa noche dormí calentito, y sintiendo que el Frenadol funcionaba. Al día siguiente mis narices no me daban la lata y me sentía en forma, la sangre corría con normalidad, de nuevo. ¡Y nevaba! Las películas de la mañana fueron todas un placer y culminaron con un must: A ll´ombra della croce, un documental sobre la vida en el Valle de los Caídos, escalofriante en su retrato parsimonioso de un lavado de cerebros. Yo insisto en que el retrato es deliberadamente contrario a los curas, pero el director subraya su neutralidad, que fue la que le permitió de hecho entrar allí. La cuestión es interesante: Jonas Mekas decía que una película como El triunfo de la voluntad te podía ayudar a comprender el nazismo, pero que a la vez, si eras nazi, te ayudaría a ser uno mejor. Tal vez se puede decir lo mismo de A ll´ombra della croce: si estás de acuerdo con lo que los curas dicen y enseñan, posiblemente ese documental te parezca una representación magnífica de ese mundo y hasta se lo pongas encantado a tus hijos. Pero si no… Si yo creo que el director es un agente doble, es por ejemplo debido a su enorme interés no ya en la educación, sino en la atención paralela a la formación de los niños y al ordenamiento de un joven ex-alumno del centro, en la cual puede advertirse una preocupación por los modos de transmisión de una ideología, la reproducción de un modo de vivir y de pensar, al tiempo que se presta gran atención a los rostros de los niños, sus juegos, dibujos, etc., como los grandes enigmas del film, como lo son de la vida, en tanto nos preguntamos cómo acabarán integrando todo eso en su experiencia. De ahí la importancia de una escena cercana al final, donde un sacerdote intenta hacer aparecer en la cabeza de un niño la idea del futuro sacerdocio (no sé en Chile, pero España anda muy mal de seminaristas). Un señor sentado detrás de mí gritó: “¡No le escuches!”. No estaba solo en ese grito.
    La prueba de que estaba mejor fue esa tarde: en The island of St. Matthews, de Kevin J. Everson, un larguísimo plano muestra cómo el agua de un embalse va creciendo, hasta que este se abre. Pude con él, contemplé ese poder del agua, sentí la fuerza de esas corrientes capaces de arrasar periódicamente con aquella isla. En ese plano no solo se veían las fuerzas de esa agua, sino también del cine. Y pude con ambas.
    Reconversao, lo último de Thom Andersen, era una joya maltratada por una equivocada manipulación del tiempo de la filmación, que transcurre acelerado mientras los edificios permanecen inmóviles. El problema es que el tiempo no avanzaba sin más, sino a molestos saltos uniformes, como a golpes de un metrónomo, y que los planos en sí ya daban esa impresión de inmovilidad del edificio frente al movimiento de los árboles o la gente, por poner dos ejemplos, lo que convertía al recurso en retórico y redundante. Como ejemplo de una idea idéntica utilizada de forma inteligente, sugerente y poética, remito a Seis vigías y una torre, de Manuel Asín, sobre una serie de esculturas públicas de Oteiza.
    El día se cerró con dos excelentes películas de Heise, sobre todo la primera, sobre adolescentes y no tanto en la RDA de inicios de los 80, emocionante, conmovedora. Su visión del futuro es la misma que la mía hoy, eso sí: ninguna. Era la primera película del director, e iba seguida por la última: Gegenwart era un docu observacional sobre un crematorio de cadáveres. Antes de que yo me atreviese a hacerle a Heise un comentario sobre las singulares asociaciones que le vienen a uno a la mente al ver a alemanes incinerando personas, descubrimos que en el crematorio, de hecho, trabajaban ¡auténticos neonazis! ¡Y que la empresa fue nazi! Creo que ese día todos dormimos con una sonrisa en nuestros rostros, aunque es decepcionante que Heise no decidiera sacar partido a algo tan genial. El decía que mostrar aquello hubiera desviado la atención de lo que le interesaba, y es cierto, pero es que la suya no dejaba de ser la eterna preocupación humanista por la frialdad con que la sociedad moderna trata al ser humano, mientras que esto era mucho más interesante. Además, lo siento, pero un crematorio no me parece el lugar adecuado para poner en escena tales preocupaciones, porque ¿qué se supone que puede parecer humano en relación a unos cadáveres, después de llorarlos? Yo diría que follárselos, pero dudo que Heise vaya a estar de acuerdo conmigo. Buena idea, mala metáfora, 80 minutos perdidos, pero fue un muy buen día. Cené con bastante gente, ¿o fue el día anterior? Las escenas se me cruzan, se mezclan: aunque mejorase, un ligero atontamiento no se iría de mi cabeza hasta bien finalizado el festival. Esa noche todos salían de fiesta, a mi no me llegaba el dinero. El día siguiente Punto de Vista 2013 acababa. Algunos ya se habían ido. Proyectaban mi película a las 10 de la mañana en la sala grande, y ya veía que no iba a ir nadie. Algunos me lo decían con franqueza: tío, vamos a estar durmiéndola…
    Pero yo sí fui. Dudé, pero mi cuerpo volvía a ser dueño de sí mismo y yo quería reconciliarme con mi película. Llegué justo en la aparición del título, y comprobé que sí había gente, 43 personas en concreto, y dos más que llegaron tarde. Me senté en la última fila, despierto, atento, viendo allí el resultado de nuestros paseos, Valeria, de los paseos con Guille y su hermana, del aviso de Rosario de que fuese a la marcha que salía de Playa Ancha, del ciclo de Aldo Francia en el Gimper. Me sigue emocionando ver esos espacios, esa gente, escuchar esos sonidos, ver los graffitis, los echo de menos y me alegra haberlos vivido. Me gustó cómo pensé la película, me gustó la imagen maltrecha del móvil y en el plano final, ese día, no sentí que era un turista que se iba corriendo. Era, como me decía hace poco una amiga, el turista arrastrado por un “devenir manifestación”. Hubo más películas aquel día, risas con amigos, nuevas amistades, etc. Pero yo ya había ganado, así que dejémoslo ahí, esta carta ya ha batido el record de longitud entre las mías. Espero que la respuesta te haya sido satisfactoria: ahora, responde algún día. Te manda muchos besos, desde Madrid,

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PD: