viernes, 21 de diciembre de 2007


Rubén dice :

Ved:

La hipótesis del cuadro robado (Raoul Ruiz)
Back and forth (Michael Snow)
WVLNT ("Wavelenght for those who not have the time") (Michael Snow)
A study in choreography for camera (Maya Deren)
La influencia (Pedro Aguilera)
Más allá del valle de las ultravixens (Russ Meyer)
Las vampiras (Jesús Franco)
El vengador tóxico (Michael Herz, Samuel Weil)
En la ciudad de Sylvia (José Luis Guerín)
Unas fotos en la ciudad de Sylvia (José Luis Guerín)
El silencio antes de Bach (Pere Portabella)
Ex Drummer (Koen Mortier)
Empire (Andy Warhol)
La legión invencible (John Ford)
Henry Geldzahler (Andy Warhol)
Vinyl (Andy Warhol)

Escuchad:

Merzbow- Electro magnetic unit
Anthony Braxton- Creative orchestra (Köln) 1978
Anthony Braxton- Dortmund (quartet) 1976
Peter Brötzmann, Fred van Hove, Han Bennink- Balls
The Peter Brötzmann sextet/quartet- Nipples

Leed:

Antonin Artaud- El teatro y su doble (Pocket Edhasa)
Richard Matheson- Soy leyenda (Minotauro)

domingo, 11 de noviembre de 2007

De Bresson, dramaturgia y arte dramático

Como mi verano ha sido bastante desordenado, y encima después de él vienen los exámenes (y después...), este blog ha quedado bastante dormido. No será la última vez, pero creo que habrá que poner algo para que las multitudes no dejen de visitar este modesto lugar, a ver qué cuenta el bueno de Rubén, y me den por muerto al no encontrar nada. Y los cuentecillos supongo que no valen, ¿no? Así, como ando un poco corto de ideas y de concentración últimamente, vayan aquí estas reflexiones que tuve hace unos días, mientras me preparaba las tostadas del desayuno, antes de marchar, fatalmente, a la primera clase del curso. El sujeto es: Robert Bresson.
Hace ya unos años, en la época del estreno de En construcción, José Luis Guerín, en una entrevista, decía sentir un interés especial por los cineastas “dogmáticos”. Nunca había pensado en algo tal como unos cineastas dogmáticos, pero inmediatamente, como la expresión no me parece desacertada, identifiqué algunos nombres, aparte de los que da Guerín (Bresson y Ozu) ¡Ah, encontré la revista! Letras de cine, nº 6, 2002, pags. 72-73: “los grandes cineastas, los que más admiro, son precisamente los que tienen una práctica fundamentalista y absolutamente dogmática, sin la necesidad de escribir y hacer públicos esos dogmas con la excepción del propio Bresson”. Evidentemente, para cineasta dogmático, fundamentalista, nadie como él: ya todos parecemos haber tomado felizmente la expresión “sistema Bresson” desde su uso por parte de Zunzunegui en su monográfico, y es lógico: se percibe en sus películas por un lado, y se reconstruye perfectamente en sus tan poéticas y amplias Notas sobre el cinematógrafo. El adjetivo “fundamentalista” tampoco le es ajeno en tanto hacía de menos a todo el resto de la producción cinematográfica (o a casi toda: tengo entendido que por ejemplo le gustaba Flesh, de Paul Morrisey), pero es un fundamentalista interesante y simpático por sus razones: porque lo es, básicamente, debido a su proyecto de realizar cine y solo cine, al entender que los demás no lo hacen, o que hacen uno bastardo, enfangado en la influencia de las demás artes, que no se ha buscado cuáles son los medios y el lenguaje propios del cine, que es lo que hay que hacer, y realizar cine con ellos y solo con ellos. Su sistema, por tanto, proviene de su reflexión sobre lo que es específico del arte que practica. En la búsqueda de esta especificidad, advierte la invasión de las otras artes y, para alcanzar la pureza, decide eliminar su influencia absolutamente, lo que supone reducir considerablemente, o prescindir del todo, de medios a los que sus colegas de profesión recurren de forma sistemática, siendo particularmente llamativos dos: música e interpretación.
Respecto a la música, poco que decir. Estoy absolutamente de acuerdo, pero ya sabemos que, de todos sus principios, la eliminación de la música fue la que más tardó en llegar. Yo, haciéndome las tostadas, encontré una posible razón: no existe otra manera de hacer presente a Dios en el cine. Si crees en Dios, lo verás en todas partes, de los árboles a (sí) las tostadas, pero, si no, o filmas a un señor con barba echando a Eva y Adán del paraíso o pones música. Así tiene que hacer Tarkovski, por ejemplo, en el último plano de Sacrificio: es infame que luego hable de la ambigüedad de la película, que no lo es tanto toda vez que el árbol desnudo recortado frente a las aguas es visto mientras se escucha la Pasión según San Mateo, nada menos (no recuerdo ahora si era esa la obra, pero sí que era Bach). Vamos, si pusiese a Megadeth, o nada, acordaremos que sería otra cosa. Así pasa a Bresson, sobre todo en Pickpocket: lo profano del tema, bastante novedoso en ese momento de su obra, le empuja a usar un montón de música (en comparación, claro está, con el resto de esta obra, no con lo acostumbrado en el cine convencional), que dignifique el material, que lo eleve, por así decirlo. Si encontráis otra justificación para tanta música, decídmelo (de verdad, decídmelo, este asunto me interesa mucho). En El proceso de Juana de Arco no hay una sola nota de música hasta el final, en cambio: no es necesario, ¡es Juana de Arco, por Dios! Yo aventuraría, de hecho, que ese interesante paso de un mundo lleno de gracia a otro donde el que manda es, probablemente, el diablo, viene marcado por el abandono de la música. Perdida esa dimensión sagrada que tan bien permitía dar al mundo su uso, quedan solo el ruido y el silencio, y eso, para una mente religiosa como la de Bresson (me da igual si creía en Dios, era católico o lo que sea, porque no hace falta para ser religioso), da vía libre a todo lo terrible, a su expresión ahora libre e imparable. La música, en cambio, aun cuando no elimine la ambigüedad, la dirige hacia un lado más que otro: pensad en el vaso que se mueve al final de Stalker, y cómo sería con Bach en la banda sonora en vez del ruido del tren, o, sin ir más lejos, pensad Pickpocket sin música en absoluto (tomadlo como unos deberes, y contadme el resultado en los comentarios).
Respecto a la interpretación, Bresson la toma como intrusión del teatro. Pero hay que precisar, porque esto no me parece correcto: si hay actor, hay teatro, pero si hay teatro no tiene obligatoriamente que haber actor. Lo específico del teatro es la realización de una acción en un espacio tridimensional (digo lo de acción algo rápido, me parece: ¿hay teatro sin acción?, ¿un teatro sin acción no sería una instalación?, ¿es una instalación teatro?, ¿importa?). Pero las acciones las pueden realizar actores, o no. En el escenario, de hecho, no tiene por qué haber un solo ser humano. Los actores aparecen en el teatro, de acuerdo, pero eso es mera contingencia histórica, el arte dramático es más bien un arte cuyo objeto es el cuerpo de una persona, cuerpo que, al ser tridimensional y ocupar un espacio, se hace automáticamente arte teatral. Pero es evidente que hacer arte dramático, estudiarlo, por ejemplo, no es estudiar teatro. Así, no creo que sea invasión del teatro utilizar actores. Lo que sí es es invasión del arte dramático, por lo que la conclusión de no usar actores me sigue pareciendo correcta, de acuerdo con los principios establecidos: no aceptar intrusiones de otras artes (porque el arte dramático es un arte y, como he dicho, uno con medios propios, pero que se solapan frecuentemente al teatro).
Además, si se observan las películas y se leen los textos, se observa que Bresson elimina también con el actor otra intrusión, no de un arte, sino de la psicología, o, como matizaría Rohmer, del psicologismo, concretamente la construcción de personajes mediante el enlace de mecanismos psicológicos causales y lineales, que permitan la eliminación de lo enigmático, la sorpresa, el azar..., lo cual afecta enormemente, claro está, a la dramaturgia de los guiones, al carecer de la presencia de las tan clásicas motivaciones, antecedentes emocionales, etc. Como ya advirtió Artaud principalmente respecto del teatro, la psicología ha invadido el arte, convirtiendo todas las formas en meros aledaños de un discurso sobre la interioridad de los seres humanos (una interioridad, por cierto, infame). Bresson, ante todo, no quiere vender: no quiere vendernos la complejidad de x personaje sino mostrarla, que la advirtamos a través únicamente de los medios de su arte, es decir, no sirviéndose del arte dramático para ello. Porque, cuando una cámara filma a un actor, no filma al personaje, ni su sufrimiento ni su alegría: filma la performance de ese actor encarnando la reacción de un personaje, o lo que corresponda. En cine, el actor no es el lugar de la emoción, sino su muerte.
Pero a mi juicio hay algo que sí es un fallo grave en la reflexión bressoniana, y que inhabilita a Bresson como el cineasta “puro” que creo él se pretende (dejo para otro momento la reflexión sobre la pertinencia e implicaciones de la búsqueda de la pureza, tan denostada, por ejemplo, por Enrique Morente con frases como “la pureza, pa los nazis”): la eliminación de la influencia de otras artes no es completa. Esto acaso sea polémico, pero Bresson nunca se plantea no contar historias, y en eso se deja dominar por un arte que nunca oigo tener en cuenta como tal, y eso porque es, a mi juicio, lo que yo llamo un arte parasitario: la dramaturgia.
La dramaturgia es el arte de contar historias. Acaso su objeto inicial fuese la narración oral, pero el caso es que con el tiempo este arte ha ido invadiendo los objetos de otras artes (por ello lo llamo parasitario): teatro, literatura, cómic, cine, y haciéndolo de una forma tan violenta que para muchos no hay ninguna de estas artes si sus objetos no cuentan una historia, esto es: se pliegan al objeto dramatúrgico, la narración. Pero contar una historia es como componer música o pintar un cuadro, tiene sus reglas, sus técnicas, sus leyes, como las demás artes, y prácticamente no varían, ya hablemos de películas, novelas o lo que sea. Pues bien, Bresson ha dado por hecho que el cine puro tiene que contar una historia. ¿Por qué? ¿En base a qué argumento la narración de una historia es consustancial a la práctica cinematográfica, en virtud de qué le es específica? Para mí, está claro que en base a nada (retadme). Por eso el camino a la pureza de Bresson está cortado de raíz, porque solo le habría hecho falta prescindir también de la dramaturgia. Y no es que le faltasen en la época ejemplos de autores que lo hicieron. Muchos abstractos, experimentales o vanguardistas, o como queráis llamarlos, precisamente toda esa otra tradición ignorada o insultada por casi toda la cinefilia.
Pero concentrémonos en la dramaturgia. Este arte es la guía y norte de occidente, creadora de una visión y concepción del mundo tenida como verdadera en virtud de su coherencia, armonía y equilibrio ya desde tiempos de Aristóteles: dicta las normas de verosimilitud, los principios de normalidad, de ordenamiento correcto de los acontecimientos, enlaces psicológicos, emocionales, etc. La psicología es de hecho heredera de la dramaturgia, es posterior a ella y su aparición la rescata de las revoluciones vanguardistas: concibe al ser humano como una narración en sí mismo, aplica a la vida y no ya al arte las reglas narrativas. La dramaturgia concibe el mundo como un continuo, trae orden y armonía al campo imprevisible del acontecimiento permitiendo ubicarlo en líneas adecuadas para su comprensión. Afirma un mundo coherente donde determinadas acciones se siguen de forma lineal y lógica, desde un planteamiento inicial hasta una conclusión coherente con éste. Ciertas normas pueden cambiar según las épocas, pero este espíritu no lo hace nunca. Bresson, por su lado, es un heterodoxo leve en la historia de la dramaturgia, pues la opacidad de sus personajes nos deja desnudos ante todo posible cambio (como el que tan impactantemente acontece en el protagonista de El dinero), afirmando un mundo que es fundamentalmente enigmático y misterioso, mientras que la dramaturgia habilita reglas para la normalización de toda historia, de todo universo posible, ya sea “realista” o “fantástico”; y en esto curiosamente se une con alguien tan ajeno como Cassavettes (en cierto modo, otro cineasta dogmático): rompe con la dramaturgia más común, más habitual, a fuerza de mantenerse fiel a los dictados de su convencimiento de cómo debe ejecutarse su arte (una de las diferencias es que para Cassavettes lo importante es para qué debe servir el cine; para Bresson, esto no puede saberse hasta que no se haga, de hecho, cine, es decir, hasta que se haga cine y no cine-música, cine-teatro, etc.; es entonces que veremos qué es lo que puede), y tiene gran parte del centro de esa ruptura (por eso traigo aquí a Cassavettes en vez de a otro) en la concepción de cuál ha de ser el lugar del actor en el film, su concepto de trabajo y método actoral (en los dos casos tan distintos, pero en los dos tan fundamentales). Porque, en una época en que el arte empezaba a pelearse con la dramaturgia, retorcerla hasta casi destruirla, el arte dramático vino a rescatarla, con la asistencia militar de la psiquiatría: contra el azar, contra la sorpresa, contra la disonancia, contra lo desconocido. Prescindir del arte dramático obliga a Bresson a hacerlo del principal elemento en el que todo director se apoya para hacer comprensibles las sutilezas del comportamiento de sus personajes, y dar con ello un orden legible a los acontecimientos. Eliminada la gestualidad, la mímica como él la llama, Bresson hubiera debido acudir al texto si quiere hacer transparente la interioridad de sus personajes. Pero hay que procurar agotar todo lo decible mediante la imagen y el silencio, si establecemos que el cine se produce poniendo en relación sonidos e imágenes. Y Bresson encuentra que lo que logra decir con esos elementos es bastante. Por esto es tan acertado que Zunzunegui le llame materialista: solo existe lo visible y audible, y lo que estos, y solo estos, convocan. Pero también hay que recordar que el materialismo (pensemos en Spinoza, Marx, Deleuze) es enemigo no tanto del idealismo (que también) como del humanismo. Queda ante nosotros un lugar donde la vida no es el resultado (solo) de las acciones y motivaciones de los hombres, hermanadas en Bresson al mundo de los objetos, los acontecimientos sociales, históricos, naturales... Un mundo movilizado únicamente mediante el rigor de una puesta en escena, donde el núcleo de la emoción no es el rostro de un actor (Guerín señala acertadamente esto en los extras de Lancelot du Lac).
El arte dramático fue, en el siglo XX, el gran defensor de la teoría clásica del libre albedrío, de la libertad de la voluntad: a través de su exigencia de buscar siempre la coherencia psicológica en el personaje para construirlo (precisamente una de las cosas más evitadas por Cassavettes, que no quería ni oír hablar de las sacrosantas motivaciones), la coherencia interior lograda a través de un encadenamiento lógico de motivaciones que conducen a acciones determinadas, que a su vez expliquen por qué ante ciertos estímulos suceden ciertas respuestas (así, la identificación en la dramaturgia funciona como la prueba de una teoría en ciencia, comprobando si podemos pronosticar resultados; el público se identifica con un personaje si puede prever sus comportamientos, por eso inicialmente el star system se basaba en estrellas que, a más fama, procuraban mantener una identidad constante no ya dentro de una película, sino en todas: esto aseguraba la identificación necesaria para el éxito de taquilla en una serie completa de películas), lo que se defiende es una cierta idea del ser humano y de la personalidad, como una unidad coherente y bastante cerrada en su funcionamiento, amén de previsible. Por muy torturado que esté el sujeto, hay sujeto, uno fuerte, claro, unívoco. Si no, es que es esquizofrénico, neurótico... La exigencia de tantos actores, sobre todo a partir del triunfo del Actor´s Studio, de tener un papel cada vez más importante en las películas, en su producción tanto como en la creación de caracteres cada vez más diabólicamente complejos en su psicología, siempre expuesta al aire en todos sus costados, conllevaba también la atribución a los hombres de una posición central en el universo: así como Artaud denunciaba que el texto había invadido el teatro eliminando la importancia fundamental de la puesta en escena, aquí podemos hablar no de la literatura contra el teatro, sino del arte dramático contra el cine: el actor, centro del plano, eje del montaje, línea del discurso. Todos los que han tratado en cambio de mostrar que el hombre y la mujer son unos elementos más en un mundo que no depende de su existencia para continuar (y eso como mínimo y por hablar rápido, porque el asunto es mucho más gordo), han tenido que tratar al arte dramático de una forma contraria a los métodos habituales: Brecht, Godard, Bresson... En las Notas sobre el cinematógrafo de este último, es factible leer no solo uno de los mejores textos escritos sobre el cine, sino una riquísima reflexión sobre el arte dramático, su funcionamiento, su relación con la psicología y la sociedad, y las implicaciones artísticas, intelectuales y espirituales de su abandono, para Bresson a todas luces positivas.

miércoles, 3 de octubre de 2007


RUBEN DICE:

Escuchad:


Kylie Minogue- Light years
Kylie Minogue- Fever
Tomahawk- Mit gas
Whale- We care
Iron Maiden- Killers
Appaloosa
Rammstein- Mutter
Transportes Hernández y Sanjurjo- Vista Alegre
El columpio asesino- De mi sangre a tus cuchillas

Ved:

Planet Terror (Robert Rodríguez)
Robot Monster (Phil Tucker)
Blood dolls. La venganza de los muñecos (Charles Band)
Invasores de Marte (Tobe Hooper)
Angst. La angustia del miedo (Gerald Kargl)
En la ciudad de Sylvia (José Luis Guerín)
El increíble hombre menguante (Jack Arnold)
Más allá del espejo (Joaquín Jordá)
Impresiones en la alta atmósfera (José Antonio Sistiaga)
Paisaje inquietante- Nocturno (José Antonio Sistiaga)

viernes, 24 de agosto de 2007

(escrito el 8-VII-04)

La acompañé a tomar el autobús y, como vivía cerca, la invité a casa. En mi habitación, nos besamos por primera vez. Después, en el parque, nuestros siguientes besos coincidieron con el atardecer. Mientras comenzaba apenas a aprender su sabor, acariciaba sus hombros desnudos sintiendo casi en los dedos su color dorado. El templo de Debod, el Palacio de Bailén y la Casa de Campo, formando un triángulo, cerraban una trampa funesta que imperceptiblemente nos digería, tiñendo nuestras salivas de un negro ponzoñoso que habría de pudrirnos, lentamente, por dentro.

martes, 14 de agosto de 2007

Más acerca del pulso y la cámara en mano

Como desde la publicación de la anterior entrada he recibido cientos de cartas, mails y llamadas telefónicas a las cuatro de la madrugada instándome a escribir algo más sobre aquel tema, quisiera proseguir algunas de las cosas dichas más abajo acerca de la cámara en mano y el pulso, hablando de su presencia en la película Arrebato y en cierto cine pornográfico (particularmente, el gonzo).

Fue pretendiendo escribir un texto sobre la película de Zulueta, intentando poner en orden impresiones, sentimientos y reflexiones, que me encontré con el pulso. Pedro P. hace significativa referencia a él tras el regalo de José Sirgado (“ya no tenía que confiar en mi pulso”), y se opone a la pausa, “el talón de Aquiles, el punto de fuga, nuestra única oportunidad”. Hace muchos años, cuando descubrí esta película, tengo que reconocer que la adoraba a pesar de no entender gran cosa en ella. Años más tarde, empecé a abrirme camino en sus problemas. Por ejemplo, yo no entendía qué provocaba los espasmos de Pedro P. al ver sus filmaciones en Super-8, y ahora lo veo tan claro... Basta observar el contraste con las imágenes que obtiene tras el regalo del personaje de Eusebio Poncela, Sirgado. El problema es el pulso, precisamente. Las imágenes que filma Pedro P. no le devuelven otra cosa que su propio cuerpo, precisamente lo que él quiere olvidar, perder (introduzcan aquí, si lo desean, el tema de la fantasía y el complejo de Peter Pan): árboles y cielos que se mueven, temblor, un continuo latir del cuerpo que hace imposible mirar fijamente algo, que imposibilita la contemplación (imágenes muy similares a las de los films de J. Mekas, donde los ojos apenas pueden detenerse en nada). El trabajo como cineasta de Pedro P. consiste precisamente en querer hacer, realmente, cine, esto es, cine y nada más, la máquina y nada más que la máquina, su mirada y ninguna más. Pero he aquí que filma y solo se ve a sí mismo, el imperfecto movimiento de su cuerpo. Para lograr sus objetivos, debe librarse del pulso, para quedar al fin “colgado en la pausa... arrebatado”.

El regalo de Sirgado le posibilita dar el paso necesario hacia la separación entre la cámara y su cuerpo, y relegar el papel del director a la del seleccionador de objetos a filmar, Renfield del cinematógrafo. La liberación del pulso es absoluta: parte lo hace el trípode, evidentemente, pero el nuevo aparato permite que la cámara cree su propia temporalidad y produzca las imágenes que solo ella puede producir. Solo el cine, esto es fundamental. Pedro P. es un auténtico amante del cine: quiere el mundo que solo él puede mostrar. El nuevo aparato permite un ritmo constante, uniforme, de filmación, que no depende del dedo del cámara (hay que recordar que el único fallo que Pedro P. reconoce en su “obra maestra” es un plano en el que la cámara trastabilla y produce una imagen zarandeada). La cámara, sola, filma a ese ritmo, y el resultado es una naturaleza que fluye a un ritmo imposible de captar a un ojo humano (en el sentido de que nuestros ojos no ven de esa manera). El resultado es un nuevo mundo, nuevos ritmos, una manifestación de lo otro. Así, Pedro P. sale por fin de su casa y viaja en busca de nuevos objetos que sean tocados y transformados por ese instrumento mágico. El cine por fin le ofrece la pretensión largamente ansiada de poder ver el mundo por segunda vez, a través de otros ojos.

Es curioso, a este respecto, que es al recibir el regalo que vemos imágenes filmadas con trípode. El regalo, sin embargo, no es el trípode: es como si Pedro P. lo hubiese descubierto o le hubiese servido solo en el momento en que el problema se resuelve del todo, es decir, que el movimiento de la cámara en sus manos era solo un síntoma del problema, y no el problema mismo. El problema no es la cámara en mano, sino propiamente el pulso, que puede estar presente aun filmando con una cámara fija. La cámara montada en el trípode solamente registraría una parcela del mundo tal como tiene lugar ante ella, seguiría siendo un mero apéndice de la realidad, cuando se trata en cambio de la realidad que la cámara puede crear, producir. Cierto tipo de cineasta espiritual, como Tarkovski, procuran generalmente huir del pulso: piensen en sus travellings ceremoniosos, que buscan más bien sumarse a la tierra, el agua, el cielo, el fuego, más que imponerles su mirada, adaptarse a su ritmo en vez de añadirles otro. Pienso también en los cineastas mayores del fantástico, Fisher, Browning, Mario Bava. Con frecuencia, en ellos el travelling tiene una suerte de autonomía que hace sensible lo invisible, y lo logra porque procede abstrayendo la imagen de su origen humano, de la mano, del cuerpo del hombre que filma (podríamos decir: hacen sensible lo invisible porque producen un invisible: el hombre invisible). Cuando la cámara comienza a moverse, no se sabe qué se mueve, se mueve algo, pero no alguien.

Las imágenes de las primeras “películas” de Pedro P. son, sin embargo, iguales a él, que filma. No es solo que sean imágenes de su vida, lo cual no tiene apenas importancia, sino que esas imágenes huelen, saben a él, solo le denotan a él. Podemos sumarle la alteración química inevitable en el proceso de registro, pero no es algo que le baste. Por ello, entenderá que su investigación ha triunfado en el momento en que es la cámara misma la que decide el inicio de la filmación, el ángulo y duración de la toma, y que la imagen comienza a absorber su propio cuerpo. Para Pedro P., el auténtico cineasta habrá triunfado en el momento en que él sea obra del cine, y no el cine obra de él. Es un amante del cine desaforado: no quiere hacerse grande gracias al cine, sino colaborar en lo posible a que el cine sea algo más grande. Y esto, sin duda, lo logra. Aunque haya que entregar el cuerpo para ello; el cuerpo, no la vida: vivirá la vida del cine mismo, dentro de él, parte de él (si el final de Arrebato es en cierto modo trágico, es porque esa vida cinematográfica final se da en un solo fotograma; uno solo, inmóviles en lo móvil; vivos en un fotograma, pero no en el cine, que para existir precisa, como mínimo, de dos).

El porno, obviamente, es otra historia. Además, quiero aquí referirme al porno “sin historia”, sin ficción dramática, esto es, al gonzo. Al porno dedicado a la simple filmación del sexo (¿quieren una justificación de la enorme dignidad del porno? Radica en que se enfrenta a un único objeto, de filmación más que complicada. Un único objeto, y difícil hasta la extenuación. No es extraño que las películas pornográficas sean usualmente malas: la extrema dificultad de su proyecto, máxime si encima carece de elementos dramáticos, como en el caso del gonzo, precisaría de un gran talento, un gran cerebro cinematográfico para conseguir el éxito). Mi problema es que no he visto demasiado aún, así que seré más bien general, y os remitiré, por ejemplo, a los vídeos de Asstrafic, Give me pink, etc. Simplemente vídeos de actrices, solas o acompañadas (de mayores). En estos vídeos el movimiento de cámara es continuo, y frecuentemente brusco. Ignoro si el director es el operador, pero es muy posible que sí. En cualquier caso, el protagonismo de la cámara es absoluto. Uno piensa en la calma y la atención con la que Gerard Damiano filmaba a Georgina Spelvin en su iniciación sexual en El diablo en la señorita Jones, o la primera felación de Linda Lovelace a Harry Reems en Garganta profunda (para mí, uno de los planos más importantes de la historia del cine, un día os cuento por qué), y se da cuenta de la distancia a este otro cine en el que no hay nada que contar de esa persona, solo que mirar, y en el que casi toda toma, todo ángulo, dura bastante poco, y la inmovilidad es para la mirada una ambición siempre irrealizada. También piensa en las filmaciones de un director que arranca, para mí, de la deriva final de la señorita Jones, Gregory Dark, cuyo modo de filmar se aproxima más a este cine, muy nervioso, ya bastante alejado de intereses narrativos, pero con unas mujeres voraces, ansiosas, exigentes, que hacen justo el nervio, la tensión, el movimiento de la filmación, y se da cuenta de que aquí, en el gonzo, el movimiento no viene del cuerpo filmado sino impuesto por otro lugar.

En este punto se hacen obligatorias unas breves consideraciones sobre el gonzo, que precisen un poco algo de lo dicho antes. ¿Cuál es la novedad, y la ambición, del gonzo, lo que hace de su proyecto uno de los más difíciles, y casi irrealizables, de la historia del cine? Pues esto: podríamos decir que el gonzo nace de un cuestionamiento de lo que venía siendo la historia del porno, sobre todo el norteamericano, en los años 80: sexo con esqueletos de historias, que ni contaba historias ni mostraba bien el sexo. Cine entregado, en realidad, a las performances de sus protagonistas: la calidad de una película porno era directamente proporcional a la de sus actrices. Si Ginger Lynn o Traci Lords son las actrices, la peli es buena, porque ellas lo son. Pues bien, ¿por qué no hacer esto de verdad, sin coartadas? Al porno se viene a ver sexo. ¿Para qué queremos estas historias, que por lo general ni son historias ni son nada? Si la novedad y lo específico del porno es ofrecer sexo explícito, ofrezcamos solo sexo explícito, y por fin sin coartadas, sin excusas: ofrezcamos sexo por el simple hecho de que queremos ver sexo, porque eso es lo que nos gusta, lo único que buscamos aquí. El gonzo es fruto de una industria y unos profesionales que se replantean su función y su historia, y deciden reescribirlo todo. Y, puede verse bien, y además ya lo he dicho antes, un proyecto extremadamente complicado: filmar sexo, y solo sexo. Otro día hablaré más del gonzo, del por qué de este giro y de sus consecuencias, pero aquí se trataba del pulso y la cámara en mano. Una vez eliminada la narración, el director quiere ver y solo ver, y el actor/actriz follar, y solo follar (y con frecuencia uno y otro son el mismo). Por tanto, se trata de ver follar. El problema: el interés es por el sexo, y no por el cine, lo que implica que el gusto por el sexo elimina las consideraciones cinematográficas, y el trabajo de articulación cinematográfica (que, habida cuenta la dificultad del material, debiera ser enormemente exhaustivo) es malo o inexistente. Como lo que me gusta no es el cine, es decir, la articulación cinematográfica de x elementos (el doble sentido ha sido involuntario, lo juro), sino el cuerpo de esta mujer, y por tanto lo que quiero es mirarlo, desde todos los ángulos y en todas las posturas, lo que haré será moverme alrededor de ella, filmarla desde todas partes, de lejos, de cerca, arriba, abajo, etc. Y esto, sin atenerme a organización cinematográfica alguna, sin articulación cinematográfica del cuerpo. De verdad: mirar, y solo mirar.

Pero la falta de un tipo de articulación no es la de todo tipo de articulación. Lo que tenemos es la obvia presencia de un cámara que filma, y que en no pocas ocasiones ordena desde su posición, manda desnudarse, colocarse de x manera, o toca a las actrices, o incluso participa sexualmente en las escenas (lo que ha terminado derivando en los POV). El pulso no solo delata al cámara, sino que manifiesta un poder. En un gonzo como por ejemplo los que he citado (hay otros en los que no es así: en los que he podido ver de Stagliano, Leslie o Jordan no sucede, o, al menos, no tanto) la cámara se mueve incansable y se hace complicado detener demasiado los ojos en alguna interesante composición, porque los ángulos se suceden con gran velocidad. Pero no se suceden por corte en la mesa de montaje, sino por movimiento incesante del cámara. Si en determinado momento en la historia del género las actrices comienzan a mirar a cámara, aunque la película cuente una ficción, obteniendo una interesante ruptura de la distancia con el espectador (y digo “interesante” porque no es realmente una ruptura, sino algo bastante más complicado y retorcido), la cámara refunda la distancia, la separación, dice: tú no estás aquí con ella, estoy yo. No es que la mirada entre la mía y la actriz se delate, es que se manifiesta afirmándose, esto es, afirmando su poder, el de decidir qué ver, cómo ver, cuánto (esa violencia cinematográfica fundamental tan bien utilizada por Haneke enFunny games y Código desconocido, antes de traicionarlo todo en una basura como Caché). Lo brusco del movimiento afirma la presencia del cámara; lo arbitrario de ese mismo movimiento, su poder. La falta de articulación cinematográfica pone así al desnudo otro tipo de articulación: la masculina. O: cierta articulación masculina. Convierte los gonzos en documentales antropológicos sobre las prácticas sexuales en boga en determinada época dentro del grupo de los actores porno, cuando les ponen una cámara y les posibilitan unas ventas comerciales. Observad si no la uniformidad en las prácticas, y, sobre todo, en los tipos masculinos: el supuesto parecido físico entre las actrices porno es un mito de ignorantes, basta ver un solo porno gonzo para observar su falsedad; sin embargo, los actores se dirían clonados, moldeados por un mismo cirujano plástico, lo que muestra hasta qué punto el poder es masculino en este cine, por la imagen unívoca de poder que se quiere dar, y de constituir un único frente (no hay hombres, solo el hombre). En suma, el pulso, la cámara en mano, manifiesta deliberadamente en muchos gonzos el poder del cámara sobre la actriz y sobre el espectador. El poder sobre lo que se hace, y sobre cómo darlo a ver. Es una forma particular de firmar la obra, de pintarse dentro del cuadro, sin la necesidad de filmarse en un espejo: delatar tu presencia en cada milímetro del cuerpo de la actriz, trazando recorridos arbitrarios e inconexos a través de su cuerpo, regidos por la sola razón de tu deseo y tu autoridad. Cuerpos construidos por el poder mismo.

lunes, 16 de julio de 2007

RUBEN DICE:

Ved:

Objetivo 40º (Javier Aguirre, 1970)
Impulsos ópticos en progresión geométrica (Javier Aguirre, 1970)
Continuum (Javier Aguirre, 1987)
Uts cero (Javier Aguirre, 1970)
Zero / Infinito (Javier Aguirre, 2002)
Variaciones 1 / 113 (Javier Aguirre, 2003)
Syndromes and a century (Apichatpong Weerasethakul, 2006)
Profils paysans: Le quotidien (Raymond Depardon, 2004)
Afriques, comment ça va avec le douleur? (R. Depardon, 1996)

Leed:

Louis Althusser, Para un materialismo aleatorio (Arena)
S. M. Eisenstein, El montaje escénico (Grupo Editorial Gaceta)

Escuchad:

Buena Vista Social Club
Elíades Ochoa y el Cuarteto Patria- Sublime ilusión
Dick el Demasiado- Al perdido ganado
Dick el Demasiado- Pero peinamos gratis
Iron Maiden- Brave new world
Iron Maiden- Seventh son of a seventh son

lunes, 25 de junio de 2007

Textos sobre una práctica (I): Cámara en mano

El año pasado rodé una película (que empezaré a montar en un par de semanas, espero, en cuanto acabe los exámenes), y allí observé una cosa: que la cámara en mano no reproduce en nada la forma de ver humana mientras se camina. Sentí que incluso un travelling se acercaría más, a pesar de la maquinalidad que usualmente se le atribuye. Pero tendría que ser un movimiento de travelling no muy firme, más bien algo desajustado. Con no poca frecuencia he sentido, caminando, un deslizamiento torpe de mi alrededor, que ese tipo de travelling, creo, reproduciría bien. La cámara en mano es en cambio demasiado brusca, los pasos o el pulso producen unas sacudidas que nosotros no advertimos en nada al andar. Al menos, yo no.
La cámara en mano trae en cambio otra cosa, que no puede traer el travelling, y que no tiene nada que ver con la mirada subjetiva, sino más bien con la subjetividad, sí, pero del cuerpo. El movimiento de una cámara en mano (más aún si se trata de una pequeña cámara doméstica, como es mi caso) traduce en imágenes el pulso de la mano y las sacudidas del cuerpo, y ese es su cometido, no reproducir una mirada. Así, la cámara en mano comporta la opacidad de una vida, la opacidad de un cuerpo.
Se observa bien en los films de Jonas Mekas. En una entrevista publicada en el nº 2 de la ya desaparecida Cabeza borradora, afirma haber usado el trípode en 1950, y haberlo tirado a la basura después. Es lógico, si se miran otras declaraciones suyas en esa misma entrevista: “estoy totalmente desinteresado en la expresión personal” (recordemos que este hombre realiza diarios filmados), “la comunicación es mierda. El arte y el cine nada tienen que ver con la comunicación”. El concepto fundamental en las películas de Mekas es el pulso (compárese con los imperturbables y etéreos travellings de Tarkovski). Es lo que ganas si tiras el trípode y filmas con una Bolex, que es como las mini-DV de ahora, en lo que a ligereza respecta. Tienes a una cámara que sigue al cuerpo, que no le impone nada (todo lo contrario, por ejemplo, de Johan van der Keuken, del que Serge Daney recuerda que, en una ocasión, le contó: “Tener que llevar la cámara me obliga a estar en forma. Tengo que mantener un buen ritmo físico. La cámara es pesada, al menos para mí. Pesa 11 kilos y medio, con una batería de 4 y medio. En total, 16 kilos. Es un peso con el que hay que contar, y que hace que los movimientos del aparato no puedan tener lugar gratuitamente. Cada movimiento cuenta, pesa.” De todos modos, se da el pulso, y cómo, en van der Keuken: recuerdo, por ejemplo, la extraordinaria- y estremecedora, si uno cuenta con las declaraciones anteriores y la enfermedad que padecía- secuencia de Las largas vacaciones, donde el cineasta, cámara al hombro, sube hasta lo alto de una montaña: las oscilaciones de la cámara, el jadeo, el ruido de los pasos...). Si realizas un movimiento brusco, la cámara lo realizará también, y se hará sensible, dará una imagen brusca, sacudidas... La cámara acompañará el movimiento del que la lleva, pero acusará cada traspiés, cada respiración, cada jadeo, cada temblor, todo eso que nuestros ojos a su vez no acusan nunca. Por tanto, la cámara ve lo que nuestros ojos, pero como lo vería el cuerpo. Los diarios de Mekas, así- y creo que también la película que yo rodé el verano pasado- son los diarios de unos ojos y un cuerpo. Más aún: de unos ojos, de un cuerpo... y de una cámara. Porque, junto al trípode, Mekas tiró el fotómetro, y es la cámara solita la que tiene que arreglárselas con la luz, las distancias focales, etc. Así: vemos los objetos que ven mis ojos, pero de una manera que une el modo de ser del cuerpo y el de la cámara.
Vida, pulso, opacidad. El pulso es la vida: vida de un cuerpo, sus movimientos, sus dudas, su palpitar. Opacidad: la transparencia es siempre la de una conciencia, que limpia todo lo que se interpone entre ella y lo que quiere comunicar. Por ello, la transparencia de los clásicos (la conciencia, el alma, el yo, tienen mucho que ver con la narración, con las leyes de la dramaturgia, que siempre se han querido tan eternas y verdaderas como las de la física). Por ello, como dice Mekas en un momento de Walden, esto son solo imágenes, es decir, acontecimientos, seres vivos, su función no es decir, sino vivir, en los fotogramas, pero vivir. Es opaco porque no nos dice nada de la interioridad del que filma (y es por ello que Mekas usa la voz en off, y yo la usaré en mi película, aunque de otra forma, creo), de lo que él siente o piensa sobre esos seres (amigos, bosques, coches...) que filma, es decir: de lo que nosotros deberíamos pensar sobre esos seres que él filma. La cámara en mano, de esta manera, cambia el Sujeto por el Cuerpo, o lo interfiere, si lo prefieren así. Si se habla tanto de la mirada del cineasta, aquí hay que hablar también de su pulso y dejar de pensar en el cineasta como unos ojos- esto es, una conciencia- suspendidos en el mundo, y una voz que dice, y comunica.
Resumo: la cámara en mano supone pulso, y el pulso implica opacidad, pues remite al comportamiento de algo que no está regido por una conciencia, a saber, el cuerpo y sus automatismos varios, y la cámara y sus reacciones incontroladas ante lo que se filma. Es, así, un bloqueo en un proceso comunicativo-expresivo siempre dado por hecho. Es índice de la incomunicabilidad última de toda experiencia, y de la naturaleza, por tanto, experiencial del cine. Como pedía Rohmer, en “El cine, arte del espacio”, ya no se trata de descifrar, sino de ver (a esta fórmula hay que ponerle algunos peros, pero vale por ahora).
Será así en la película que espero empezar a montar dentro de unas semanas. Con el añadido de que, en principio, la voz en off no irá dirigida al espectador, sino a personas desconocidas en la forma de cartas. A ver qué tal sale. Será así en los diarios filmados que he empezado a montar la semana pasada, que por no tener no tienen ni sonido y se ven mal (los filmo con el vídeo de una cámara fotográfica digital, así que imaginen). Serán meras imágenes, eso sí, seleccionadas y montadas, de modo que será en ese espacio donde todo se juegue. Serán imágenes sin explicación, sin teoría, sin siquiera óptima visibilidad. Que la realidad se redima ella solita.

miércoles, 6 de junio de 2007

Georges Méliès y el espacio cinematográfico


La Filmoteca Española ha proyectado recientemente tres programas repletos de películas de Georges Méliès. Ha sido para mí una oportunidad de, primero, ver muchas películas de este autor que me eran desconocidas y, segundo, de verlas, esas y las conocidas, en pantalla grande. La impresión ha sido enorme e importante. Aparte de la imaginación inagotable y la inventiva ilimitada, la comicidad, el desparpajo, la brutalidad en ocasiones (¡el médico desmembrando a su paciente y hundiéndole una boca de riego en el pecho abierto a cuchilladas para hacerle una sangría!), hay una cosa que me gustaría comentar aquí (todo lo que restaría por decir, o, mejor dicho, lo que me gustaría decir, debo posponerlo hasta, por lo menos- y dejando a un lado, evidentemente, la documentación de la que carezco- la edición en DVD de las aproximadamente 200 películas que la familia del cineasta ha ido recogiendo desde poco después de la II Guerra Mundial: no estaría bien ponerse a hablar más de la cuenta habiendo visto apenas un 5% de la obra completa).
    Se trata del espacio. Hace años, un servidor colocaba en el mismo campo a Méliès y a los Lumière, y eso por considerarlos lo que llamaba cineastas de registro, esto es, cineastas para los que el cine es mero registro de algo que se coloca frente a la cámara, sin que ésta tome parte alguna en esa realidad (no digo ya que se mueva, sino por lo menos que se acerque, que se aleje, que corte, etc.), sin que lo modifique de manera alguna. Ya sé que la cámara, como mínimo, recorta, secciona, pero eso no es muy importante para lo que digo, puesto que, una vez seleccionado un espacio, a este no se le altera en absoluto, simplemente se le filma, de forma inmóvil e impertérrita, con la cámara como un testigo mudo. La cámara realizaría un primer movimiento irrenunciable, la selección del espacio; una vez hecho esto, tan solo filmaría, nada más. Los Lumière deciden un espacio, una acción, colocan su cámara; a partir de ahí, el único trabajo que hace ésta es filmar, esto es, aquí, registrar el espacio y los acontecimientos que en él tienen lugar. A Méliès, veo ahora que equivocadamente, lo incluí en el mismo grupo, pero había realmente razones para ello: él realiza una puesta en escena determinada (teatral) que la cámara registra después frontalmente, inmóvil, sin realizar acción alguna, sin moverse, sin acercarse a nadie para observar mejor un gesto, sin desplazarse para recoger mejor a esa persona que queda algo fuera del marco, o acompañar más expresivamente un cierto movimiento de algún actor, el bamboleo de algún pintoresco monstruo maligno. La cámara no hace nada, solo filma lo que se quiere que se vea. Registra: un espacio y lo que en él tiene lugar.
    Pero no es lo mismo. Y no lo es no porque Méliès cree ficciones y los Lumière registren acontecimientos que tienen lugar independientemente de que esté ahí la cámara. Hay que ir un poco más lejos de la ficción para ver la diferencia (además, los Lumière sí rodaron ficciones, como El regador regado, por muy mínima que sea), ir al espacio que se crea en ese acto de registro, y de puesta en escena pensando en ese registro.
    Para un cineasta de registro, el cine es un continuo como lo es la vida. Podríamos decir que la vida transcurre en un interminable plano-secuencia, y que el cine registra ese movimiento continuo con su movimiento a su vez continuo. El cine registra móvil una realidad también móvil (es por ello que los cineastas de registro, noción que, la verdad, aún tengo que aclararme a mí mismo, porque a lo mejor resulta que no existen, serían los cineastas del plano secuencia, como Tarkovski, Rivette o Warhol, por poner tres ejemplos), con la diferencia de que puede cortar ese registro, mientras que, en cambio, no se puede detener la vida. Pero el corte tendría dos razones: una, la necesidad dramática; otra, la limitación técnica (menor ahora en el caso del vídeo, que puede permitirse tomas continuas del tamaño de largometrajes enteros; de hecho, es al llegar el vídeo que alguien como Jonas Mekas se hace cineasta de registro- por lo menos, en la única de sus películas de vídeo que he podido ver, Scenes from Allen´s last three days on earth as a spirit). En cualquier caso, por no perdernos, el cine es una herramienta privilegiada para captar la realidad, por fin, de forma fiel, esto es: móvil, atendiendo a su movilidad perpetua, imposible de abolir. El cine sería el primer arte cuyos objetos tendrían una similitud esencial con la vida: ser un continuo espacio-temporal.
    Parecería que Méliès entra aquí. Su cámara filma de seguido escenas sin cambio alguno de enfoque, ángulo, fotografía, etc. Cuando empieza a hacer “grandes” narraciones, sigue igual, pero con cortes para los cambios de escena, igual que en el teatro. Sucede algo, y la cámara se limita a registrarlo, sin interferir de manera alguna.
    Pero esto es falso. Al haber pensado así, he obviado algo fundamental en Méliès: el trucaje. No he pensado lo que suponen los efectos especiales, ciertos efectos: la ruptura del registro y el espacio cinematográfico como continuos, su primer desvelamiento como discontinuidades de una ductilidad asombrosa.
    Georges Méliès es, además de cineasta, un descubridor: es el primero en descubrir el espacio cinematográfico. Por “espacio cinematográfico”, claro está, hemos de entender el espacio propio del arte cinematográfico, y que por tanto está presente en cualquier obra cinematográfica. Por tanto, también lo está en la obra de los Lumière; pero es Méliès quien lo descubre. Decir esto supone preguntarse: ¿qué es descubrir, en cine? Está claro que Méliès no escribió textos sobre el espacio cinematográfico, al estilo en que por ejemplo Eisenstein lo hizo sobre el montaje intelectual. No: descubrir algo en cine quiere decir usar, utilizar algo de esa manera en que solo puede ser utilizado en ese campo específico. Así, lo que digo es que Méliès fue el primero en usar el espacio cinematográfico en tanto tal, y por ello lo descubrió. Aquí puedo continuar ya la caracterización de ese espacio: radicalmente discontinuo. Méliès se da cuenta de que el espacio cinematográfico no es un continuo como el que experimentamos a diario, sino una discontinuidad (otra cosa es si lo que experimentamos a diario es un continuo, asunto en el que no pienso meterme aquí; valga decir que posiblemente ser un cineasta de registro supone creer en la vida como continuo, al contrario que alguien como Vertov o Eisenstein, que son cineastas de montaje porque, sobre todo en el primer caso, consideran que la vida misma ya realiza un proceso similar, es decir, se mueve mediante el encuentro discontinuo de elementos heterogéneos (por eso Godard y Gorin decían que el descubrimiento del montaje solo podía darse en un país que hubiese conocido la revolución); por otro lado, cuando digo aquí que la vida es un continuo quiero decir más bien, como creo se verá enseguida, que en mi vida no puedo, por ejemplo, parar nada para introducir o quitar algo y luego seguir). Es el primero, por tanto, en pensar lo que la especificidad técnica del soporte cinematográfico supone en la representación: en darse cuenta de que, si bien lo que vemos en la pantalla aparenta ser una continuidad pareja a la vital, el material que se coloca en el proyector o en la cámara es en cambio un rollo continuo que sin embargo está dividido en fotogramas, cuadros individuales separados los unos de los otros por una pequeña franja negra que no es impresionada por la realidad a que se abre la cámara, que permanece en cambio cobijada de la luz, escondida entre dos imágenes y sin embargo conectando la una y la otra dando así la ilusión de una radiante unidad. A la hora de la proyección, nosotros vemos la continuidad, las imágenes que se suceden, nunca ese negro entre fotograma y fotograma.
    Méliès, mago, se da cuenta de lo que esto supone. Y no es poca cosa que sea mago. El fueracampo en el teatro, arte que en principio emula Méliès, está fuera del escenario, o en las zonas de este que quedan fuera de la vista (el interior de un armario, por ejemplo). La magia es el arte que, teniendo estos mismos espacios del teatro, incluye también el fueracampo dentro de campo. El truco de cartas, por ejemplo, oculta algo a la mirada, pero no menos frecuentemente precisa para su consecución de algún elemento que distraiga la visión del espectador para que, aún realizándose dentro del espacio perceptible, éste no sea advertido. En principio, el espacio cinematográfico parece como el del teatro, en el sentido de que, aparte de ser un espacio continuo como él, conoce el mismo tipo de espacio fueracampo. Méliès, mago o, como sería más correcto decir, ilusionista, advierte lo ilusorio de la continuidad proyectada y acude a ver cuál es el truco. Descubre, así, el off fundamental del cine: el espacio entre los fotogramas. Cada segundo del espacio que se ve en la pantalla está hecho de 16 imágenes separadas las unas de las otras. El espacio que se ve en la pantalla está perpetuamente parpadeando, y nada impide que algo se cambie entre parpadeo y parpadeo, esto es, entre fotograma y fotograma. No es ya que pueda montar una secuencia después de otra, de modo que puedo ver un interior y después un exterior, es que puedo hacer aparecer un árbol en medio de una habitación si me apetece, y sin la parafernalia que precisaría para conseguir eso en un teatro. Basta parar el rodaje, no mover ningún elemento para que luego no se note el corte, colocar el árbol y volver a rodar después. En la pantalla, parecerá que un árbol se materializó en medio del cuarto. Magia, en efecto: el cine es la continuación de la magia por otros medios: en la magia, yo, que pertenezco a un universo continuo, en el que cada instante sucede naturalmente a otro sin que haya nada entre ellos (sin que haya, de hecho, instantes más que en mis recuerdos que seleccionan y cortan), intento usar las reglas de este espacio para realizar algo que en principio es imposible: que el seis de corazones se convierta en el as de picas, que una persona se divida en dos, etc. En el cine, creo directamente mi propio espacio donde, dando siempre la apariencia de una continuidad solidaria de la que experimentamos en nuestra vida natural, todo puede sin embargo ser modificado a cada instante, 16 veces por segundo, de hecho.
    Más aún: el cine permite incluso la fusión de varios espacios resultando en uno solo: sobreimpresiones, recortes de fotogramas… Un hombre puede separar su cabeza de su propio cuerpo, ensartarla en una espada y caminar con esta en la mano sin ningún problema, con total naturalidad. Aparecen fantasmas, se vuela por las estrellas, etc. Todo es sorprendente, pero a la vez natural, porque el espacio parece tan continuo como el del teatro, como el de la vida.
    Méliès escribió, pero no le hacía falta: él es teórico de su propia práctica en sus películas. Es algo que puede apreciarse en las obras en las que hace de mago, como La sirena, donde empieza pescando peces en un sombrero y convirtiendo poco a poco la habitación donde se encuentra en un gran escenario submarino. Méliès lo hace de forma que no oculta los principios del trucaje. Por ejemplo, coloca en una pecera un pequeño decorado por arriba y por debajo que simularía un fondo marino. Después, mueve la pecera hasta ocupar toda la pantalla y he ahí que la ilusión de estar viendo un auténtico fondo marino se realiza. Méliès muta el espacio manteniendo la toma, sin ocultar el truco. Evidentemente, oculta otros, pero escenas como estas le muestran, teórico de sí mismo, afirmándose demiurgo absoluto de un mundo que solo de su voluntad (y las limitaciones materiales) depende. Méliès es en sus películas el científico que decide ir a la Luna, el mago que saca personas de las cartas, el diablo que aparece y desaparece en cuestión de segundos, que convierte celdas en grandes comedores. Es, en definitiva, demiurgo en sus ficciones como lo es en su creación. La primera gran afirmación de la politique des auteurs en cine... ¡y en las propias películas, sin necesidad de escribir! Al hacer de mago, Méliès no solo continúa su labor de ilusionista en otro medio, sino que muestra el principio de la puesta en escena de sus films (ya explicada más arriba). Algunas películas, como Le roi du maquillage, son casi muestras pedagógicas de su hacer, pues dibuja un rostro en una pizarra y, después, se queda quieto mientras su rostro se caracteriza, mediante sobreimpresión, como el dibujado. Como Velázquez se pinta a sí mismo, así hace Méliès, haciendo lo que sabe hacer. El papel de diablo o Mefistófeles le permite poner de manifiesto el grado de su poder, mucho más grande que el de mero mago, cómo su labor va más allá de la del que hace trucos en un espacio, pues tiene también el poder para crear su propio espacio. Demiurgo maligno, pues su finalidad es el encanto, la ilusión, la magia, la diversión, el baile frenético de formas (véase la tremebunda Cake-walk infernal). No es un demiurgo bondadoso que quiere mostrarnos la verdad, la belleza neutral, el bien, sino un mago loco que a sus 50 años da unas piruetas endiabladas y pone en marcha unas películas de imaginación desbocada y, lo que es más importante, muchas veces gratuita.

lunes, 14 de mayo de 2007


R U B E N

D I C E:

Leed:

Max Horkheimer, Crítica de la razón instrumental (Trotta)
Paulino Viota, Jean-Luc Cinéma Godard (Fundación Marcelino Botín)

Ved:

Tideland (Terry Gilliam)
Octubre (S. M. Eisenstein)
Iván el Terrible (S. M. Eisenstein)
La sirena (Georges Méliès)
El hombre de la cámara (Dziga Vertov)
Regen (Joris Ivens)
Last days (Gus van Sant)

Escuchad:

Ike & Tina Turner, River deep - Mountain high
Pantera, Reinventing the steel
Carolyn Yarnell, Sonic vision
Nektar, Remember the future
Metallica, St. Anger

sábado, 28 de abril de 2007

Inland Empire, de nuevo

Volvamos a Inland Empire (ya sé que no hablo de mucho más, pero, eh, dadme tiempo). Al final, más o menos. Laura Dern, tras matar al “fantasma”, entra en la casa de los conejos. La “chica perdida”, hace ya bastante, hacia la mitad de la película, le ha preguntado “¿quieres ver la luz?”. La ve aquí. Observa la habitación vacía, y se vuelve lentamente hacia el frente, hacia aquello que no vemos nunca, lo que está enfrente de los conejos, lo que en teatro se conoce como “cuarta pared”. Lo que ve es una luz. Se distingue un patio de butacas, el del cine donde antes ha podido ver varias escenas de la película (de la misma película que nosotros hemos visto, hay que decir). Es un momento de clausura, porque es entonces que ella ve a través de la televisión y mira a la chica perdida, y aparece en su habitación y la besa, desapareciendo en ese beso, como si la chica la absorbiese, a ella y todo lo que ha pasado, y todos sus descubrimientos. Sin duda, la misión de su personaje ha sido cumplida: la chica sale de la habitación, del hotel, y por un entramado de puertas y pasillos (que hacen sensible la máxima lynchiana (y no lynchiana) “todo está conectado”) llega a la que podemos suponer su casa, encontrándose con los que, también suponemos, son su marido o novio y su hijo.

Volvemos a Laura Dern. Está sola en la habitación y mira la luz. Lynch hace en este momento un plano similar a uno de Iván Zulueta en A malgam a, solo que filmando un foco (Zulueta lo hacía con el Sol): con la cámara fija, hace un lento zoom hacia el centro de la luz, de modo que esta ocupa toda la pantalla y toma formas y texturas extrañas, fruto de la incapacidad del objetivo para hacerse cargo de tal saturación lumínica. Sin duda, se trata aquí del tema que parece obsesionar las narraciones últimas y más propias de Lynch: el conocimiento, el descubrimiento, por parte de sus personajes, del hecho de ser personajes. Fred Madison, por ejemplo, es un ser inaugurado en un plano: en el que sigue a los créditos, la pantalla, negra, se ilumina con la chupada al cigarrillo de Madison, con el mismo ritmo de su inspiración. Asistimos al primer acto de vida de un personaje. Es similar a Breath, la brevísima pieza teatral de Samuel Beckett, donde el escenario, primero, está a oscuras, luego se oye una respiración, mientras esta crece la luz sube tenuemente, vemos un hombre en el centro que toma aire y un paisaje devastado detrás; la respiración se hace expiración, la luz baja, todo vuelve a lo oscuro. Adiós. Ya no hay más hombre, más espacio, más sonido. Lo que allí vivió, allí vivió. No hay más allá. Unidad espacio-personaje, los dos respiran al unísono, uno se ilumina con la respiración del otro.

Lynch, sin embargo, no vuelve a la oscuridad. La luz baja de nuevo con la expiración de Madison, pero luego vuelve, más tenue. Lynch se pregunta: ¿cómo seguir? Ese personaje está solo, con su cigarrillo en los dedos. Acaso oye sonidos del mundo externo, porque el off es inabolible; sí, pero ese mundo externo, que es el nuestro, pues el off de toda obra es el espacio donde esa obra se crea y se contempla, puede resultar temible pues inevitablemente le trae la noticia de que es una ficción, cosa que él no podría creer. Así, puede oír sirenas, de policía, noticias de muerte a cargo de voces desconocidas…

Fred Madison no tiene su historia hecha. Se hace con cada nuevo elemento. Con el saxo, con la entrada de Renee. El ritmo del diálogo, lento y lleno de tensas pausas, no está hecho tanto de un pasado que se manifiesta allí (los problemas del matrimonio) como de una cadencia rítmica ya establecida, y de un ser que en cambio todavía no lo está, que acaba de nacer. El se encuentra con esa vida tanto como nosotros, pero la vive, y se la cree.

El papel del “hombre extraño” y su cámara de vídeo puede verse de dos maneras, más bien complementarias: por un lado, le trae la objetividad, la negación de su tendencia a recordar las cosas a su manera y, por ejemplo, no recordar que ha matado a su mujer; por otra, le trae cierta objetividad, sí, pero consistente en decirle: mira, esto es tu vida: una imagen en una pantalla, no otra cosa, tu respiración es la de un ser puramente fílmico, suerte de avatar de otra persona (Lynch, posiblemente). Y, desde este punto de vista, puede ser que Madison, realmente, no haya matado a su mujer, y todo haya sido una jugarreta argumental, una trampa que se le tiende. Y entonces Madison, que ya empieza a ver lo que es, aunque le cuesta, empieza también a ver lo que puede, y hace lo que hasta entonces era imposible: cambia, de cabeza, de trabajo, de vida, de espacio, tiempo, personajes… (tal como parece hacer el Marcello Mastroiani de una gran película bastante emparentada con esta, Tres vidas y una sola muerte).

Las consecuencias del descubrimiento, sin embargo, son terribles, o trágicas. La metamorfosis de la coda final es algo terrorífico, un ser que no puede evitar las sirenas que le persiguen y el cuerpo que no le responde, quedando finalmente convertido en un grito, que se pierde en una carretera en perpetuo movimiento. Lynch pertenece- o pertenecía- a una tradición que muestra el conocimiento del otro mundo, o de que hay otros mundos, como uno que tiene funestas consecuencias para seres no preparados. Pienso, por ejemplo, en el Arthur Machen de Los tres impostores, (aunque también esté el algo más luminoso y optimista de Un fragmento de vida), o el John Carpenter de In the mouth of madness. Madison no acoge bien el descubrimiento, le persigue una lógica argumental que, sin embargo, tiene poder para cambiar (¿o no?). Así sucede en Mulholland Drive: cuando, evidenciada la ficcionalidad de los personajes para ellos mismos (naturalmente, en la escena del Club Silencio), la lógica del relato queda inmediatamente transformada, lo hace para reorganizarse en torno a una imagen pasada y terrible (el cadáver podrido en la cama) y posibles finales, a cada cual más terrible para su protagonista, de las líneas abiertas para ella en la primera mitad del film. Digamos que hay cierto avance, que el proceso de cambio es inmediato, y la subversión mucho mayor que en Carretera perdida, pero a la vez sigue viva la necesidad trágica de que el descubrimiento tenga consecuencias desastrosas, en este caso la de ver truncadas líneas abiertas de una forma terrible.

Todo esto cambia en Inland Empire, quizás el Lynch más luminoso y feliz hasta ahora.

La casa de los conejos… ¿lo que vemos es una filmación o un escenario? ¿A qué pertenece la luz que ve Laura Dern, a un foco o a un proyector? Yo, que miro una película, puedo decir que esa luz es de un proyector, porque sé que Laura Dern está en una pantalla, pero si lo miro desde el punto de vista de ella, o de los conejos, entonces consideraría que esa luz no pertenece a un aparato que me pone ahí, que me proyecta, que me hace, sino que es una luz que me ilumina, porque yo estoy ahí, soy real, ser vivo, físico, que ocupa un espacio real que es ese, y así, por tanto, la luz, simplemente, me ilumina, a mí, que ya existía antes que esa luz. Pero esa duda, posiblemente, no la tenga el personaje de Laura Dern, que reconoce la sala y sabe que no es un teatro sino un cine, y que se proyectaba una película en la que sale ella, y que el camino que ha recorrido es el que la lleva a darse cuenta de que siempre ha estado allí, y que es uno con esa pantalla y esa película.

La noticia no es terrible. Un primer plano sostenido, muy largo, en ligera sobreimpresión con la imagen de una bailarina, etc. Y los créditos.

En Lynch, sabido es, siempre hay espacios misteriosos con seres fantásticos. Aquí, podríamos decir que se trata de la casa de las ficciones. La chica con la pierna postiza, la oriental con peluca rubia, las prostitutas… ¡y Laura Elena Harring! Y nada de espacio terrible: se baila, se canta, se liga, hay un tipo que sierra un leño… Y Laura Dern está feliz. No es esa felicidad un tanto terrorífica de Laura Palmer al final de Twin Peaks. Fire walk with me, con esa sonrisa petrificada y el ángel volando, todo tan inmóvil, sino una mirada plena, emocionada y feliz, en un mundo que se mueve y baila.

Claro que, llegados aquí, alguien puede preguntarme: ¿y qué pinta Nastassia Kinski en esa casa? Y yo diré: no tengo ni idea. Pero mi experiencia con Lynch es que, con él, las piezas nunca terminan de casar. Y eso, creo, quizá es porque me esfuerzo en sistematizar algo que no tiene un sistema como referencia. Sinceramente creo que las ideas de Lynch, incluso las argumentales, tienen un fuerte contenido formal. Basta ver la escena en que Fred Madison contempla el vídeo en que se ve con el cadáver de su mujer: la idea, simplemente la idea, es escalofriante, y muy brillante, ocurrente, arriesgada. Pero violenta ciertas normas, y de esa violación surgen mil posibilidades nuevas que Lynch recorre alegremente. Sí creo que hay sistemas subyacentes en Lynch, pero también que fácilmente serán como los mapas que algunas personas dibujan con los distintos espacios que visitan en sus sueños: geografías, recorridos con sentidos variables e interpretaciones múltiples. Lo importante no es el sentido, sino el recorrido, o mejor dicho, el sentido móvil, sujeto a variaciones, que un recorrido real puede producir. Y la forma. Así que Lynch solo es pesimista y trágico en la interpretación que yo hago de algunos de sus elementos, sobre todo argumentales. Pero en su práctica, la creación de esos argumentos, historias, formas, creo que pocas veces se ha visto tal alegría productora de argumento, sonidos, imágenes (cito a Michel Chion, David Lynch, pág. 255 y ss.: “la sinfonía cinematográfica, la electrosinfonía de Lynch no renuncia a hacer que suenen juntos (sym-phonein) el máximo de registros y de dimensiones (…). Intenta cubrir toda la gama, mientras que otros cineastas se contentan con dos o tres octavas. Que la recorra siempre infaliblemente ya es otra cosa: lo importante es que en la historia del cine, Lynch forma parte de los que aumentan y enriquecen su gama de expresión. (…) Con Lynch y algunos otros, el cine avanza y se renueva, no solamente por los bordes y los extremos, sino a la vez por los bordes y por el interior, sorprendiendo y desmintiendo la profecía de los actuales cinecrófilos”). Lo que sí creo es que en Inland Empire Lynch se ha encontrado más profundamente, más cara a cara, con esta alegría.

lunes, 2 de abril de 2007

(de mis diarios)

15-I-05 Sábado

Ayer fue un día intenso: Nuestra música de Godard, Diaries, notes and sketches (Walden) de Mekas y The grudge 2. (…)
Walden me gustó menos que Reminiscences of a journey to Lituania. La cuestión del exilio me ayuda a entrar bien a esta, me la acerca, pero no hay nada de esto en la otra y me cuesta más. Está bien. Dice en un momento: “El cine es fotogramas. Fotogramas. El cine está entre los fotogramas”. De “es” a “está entre” hay un salto importante que me cuesta entender. El modo en que Mekas rueda esta muy unido a ese “es fotogramas”: puntos individuales, gemas únicas y particulares. El corte encaja muy bien en él. El corto aquel del faro (no recuerdo el título) Warhol- o yo- lo hubiera rodado en una sola toma continua, pero Mekas funciona por cortes, parpadeos. Hay tiempo, pero es, está hecho de momentos. Hay un rollo, un continuo, pero está hecho de fotogramas. Mekas se queda con el todo, pero no hay todo si no tiene partes, pero partes reconocidas- es decir, mostradas- como tales. El cine posibilita mostrar la parte, por la separación entre fotograma y fotograma. Ahora, el cine, dice, está “entre los fotogramas”. No sé, pero me suena parecido a decir que el cine está en el hombre. Porque entre fotograma y fotograma está el hombre, que rueda, produce el paso de un instante a otro. En otro momento Mekas dice algo así como que la película que vemos es para él mismo y unos pocos más (los que podrán poner lo que falta en esas imágenes, supongo, es decir, los que las vivieron), que nosotros solo podemos mirar. Así, la vivencia, como la imagen, que decía Rohmer, es terreno de no denotación, una imposibilidad para la interpretación. La palabra domina las imágenes y nos obliga a interpretarlas. Lo que Rohmer decía es que en realidad lo que ofrecen los filmes de los Lumière son nuevas miradas, nuevos ojos. La interpretación no es llamada, la imagen cinematográfica no la reclama. Mekas acude a su vida, de la que solo veremos restos, esbozos. Aisladas, separadas del lugar y tiempo donde acontecieron, poco se puede decir sobre ellas. Solo se puede mirarlas, con los ojos que Mekas ha fabricado para nosotros: su film. La vida ayuda a desvelar la impenetrabilidad de la imagen cinematográfica; el cine desvela a la vida en su riqueza inasible. Suspense, drama, etc., son espejismos, soñar con que se puede poseer la experiencia del otro. Pero para ello, hay un recorte- dramaturgia- que tiene necesariamente que cercenar esa experiencia y dirigirla hacia determinados puntos por unos determinados caminos. Mekas cercena de un modo que no es exterior al dispositivo cinematográfico (la dramaturgia, en cierto modo, es un arte más, pero aplicable a los métodos de otros), sino en el que le es propio: el montaje en su modo más atomizado, atento a la división en fotogramas en vez de al corte dramatúrgicamente necesario. Y atento a las posibilidades de la cámara que maneja: su extrema movilidad, la ligereza que la permite convertirse en extensión del cuerpo propio, su ritmo, respiración, movimiento- sintomático es el repudio del trípode-, la debilidad de la imagen ante las variaciones lumínicas… Mekas está muy pegado a lo que el cine es. Esto le salva de la dramaturgia (ver así la falacia de los que dicen “esto no es cine”; ellos lo que buscan es el drama; el cine, propiamente dicho, es otra cosa) y de ese espejismo de posesión del otro. Me ves, pero no me vives, parece decir, ves el cine, la vida del cine. “Diarios, notas y esbozos”: se sigue la vida diaria, pero no se la muestra entera. Se toman notas, es decir, parte, y el montaje crea esbozos de una vida. Aquí habría que ver el sentido de “Walden”, pero no he leído la obra de Thoreau. Lo haré este verano sin falta. El resultado sí es una vida: una película entera, con su propia vida: momentos que duran más que otros, figuras, colores y formas que quedan en la retina más que otras y, hacia la última mitad, una creciente auto-conciencia: Mekas habla más, cuenta alguna historia, teoriza, da algunas claves (las que yo sigo aquí, por ejemplo). La vida también es eso, pensamiento. Pero es también que la vida transcurre en plano secuencia, y no así el cine: (...). Y no es un pensamiento que sencillamente se lance, es uno que nos habla, se dirige a nosotros directamente, y nos habla de su vida, del cine, de la propia película que vemos, mientras esta pasa. Es un pensamiento “mientras”, fuertemente insertado en el marco en que tiene lugar. Así ese paso de antes, de “es fotogramas”a “está entre los fotogramas”. El pensamiento no es que corte, es el cine el que corta, así es él; el pensamiento piensa ese paso, qué hay ahí, qué supone, por qué hacerlo… Mekas nos aporta, también, partes, trozos de ese pensamiento. Vida vista, vida oída… vida no poseída, empero. Vida del cine, cinema diaries. 173 minutos de vida, que viene a encontrarse con la nuestra. Como él dice de Warhol, el cine “antiguo” busca sacudir al público, pero con él se trata de que el público sacuda al cine, un público entendido como “lleno”, lleno de ideas, sentimientos, simpatías y repulsas… “Nosotros solo podemos mirar” adquiere aquí un peso muy grande, porque “mirar” es de repente algo muy grande. Es fundar una nueva vida, un nuevo sentido. Perseguir una visión. La vida de Mekas es solo suya; la vida del cine es común y se mezcla con la de cada uno de los que miran y viven. Nosotros estamos entre los fotogramas, nosotros los unimos, somos cine. El trabajo de un cineasta es crear una mirada, una visión. Esta es su auténtica forma de comunicación, o la parte al menos más importante de ella. Los Lumière muestran un modo de ver, una mirada, hasta entonces inédita. Así Méliès, Murnau, Dreyer, Bresson, Godard, Vertov… Y una mirada, antes que nada, antes que interpretarse, se experimenta. Eso hacen Mekas, Warhol. Un film es una experiencia en primer lugar, con una duración determinada. Ambos dinamitan el plano interpretativo de varios modos, y potencian el experiencial.
(…)

domingo, 11 de marzo de 2007

Roberto Piorno habla de "Inland Empire"



Cito a Roberto Piorno, en su “crítica” de Inland Empire, Guía del ocio, nº 1629, Pág. 21:

“Inland Empire no es una película, es un archivador de imágenes, un contenedor de recortes soldados con pegamento de contacto”

¿Qué es una película? Una obra cinematográfica, esto es, el objeto propio del arte cinematográfico. El arte es, en un cierto sentido – en el principal, por cierto, para mí- una transformación de materiales, la conversión de unas realidades en otras. El resultado de esta transformación, en pintura, es un cuadro. En cine, una película, y su duración puede ser variable, desde un segundo hasta cientos de horas (como en el caso de las series televisivas). Entonces, ¿cómo poder decir que algo “no es una película”? ¿Es un objeto consistente en imágenes que ocupan un espacio y tienen una duración temporal determinada? ¿Sí? Pues es una película. A partir de aquí, llamadlo corto, medio, largometraje, comercial, de vanguardia, western, terror… lo que se quiera, pero no se puede, de manera alguna, no llamarlo película. Lo que sobre todo no se puede es negarle a una obra cinematográfica tal nombre porque no se atiene a las normas narrativas, o porque, directamente, no cuenta una historia. Es lo que, a mi juicio, se hace si a Inland Empire se le niega ser una película porque es, más bien, un “archivador de imágenes”. Bien, entonces Inland Empire, Dog Star Man o Sinfonía diagonal no son películas, pero sí lo es American beauty. Entiendo que se debe, por la expresión de Piorno, a una primacía de las imágenes sobre la narración, que me parece es lo que aquí él confunde con película (cito:”…y que funciona infinitamente mejor como collage audiovisual que como tal película”. ¿De dónde sale la oposición?, ¿se oponen collage y cuadro? Yo tenía entendido que no). Pero la narración no hace una película. La narración es narración, la hay en teatro, cine y literatura, y ninguno de los objetos de estas tres artes pierde entidad alguna si no cuenta a la narración entre sus intereses (lo que en Lynch sucede más bien poco, por cierto, ya que la narración es el objeto de buena parte de sus experimentaciones). Al decir lo que Piorno, se consagra un conservadurismo estético muy bien instalado en la crítica cinematográfica y que equivale al de aquellos que gritaban “esto no es música” o “esto no es pintura” al conocer las obras de Stravinsky, Schönberg, Cage, Kandinsky, Mondrian, bien por olvidar la función figurativa, la armonía clásica, el papel aleccionador, el entretenimiento… no atendiendo a las obras artísticas por referencia a sus posibilidades y especificidad, sino por aquello a lo que deben someterse (representación, armonía, narración…).

La película la hacen las imágenes. Primero, las imágenes. Y entiendo por imagen cinematográfica un elemento visual (que puede ser simplemente un color, por ejemplo: el negro o el blanco) bien proyectado, bien emitido, que ocupa, además de espacio, tiempo. Esto es la materia prima del cine. Los actores, el drama, etc., vienen después. En este sentido –y creo que en todos-, una película es siempre un archivador de imágenes. A no ser que solo tenga una, lo que no es el caso.

Pero no nos confundamos: Moulin Rouge o Matrix son basura. No hablo de una defensa de la imagen en el sentido de su primacía absoluta, del esteticismo que solo ve en la imagen un arma de seducción y, por tanto, manipulación. En absoluto: admiro Branca de neve de Joao Cesar Monteiro, por ejemplo, película de la que el 90 % del metraje consiste en una pantalla oscura y la audición de una admirable lectura del texto de Walser. No se trata de una estupidez como decir que solo importa la imagen, sino de algo tan sencillo e importante como que la materia prima del cine es la imagen, y que sin una elaboración de ese plano no habrá buenos resultados. No critico contar historias. No critico las largas escenas con diálogos interminables o incluso farragosos, como en Manckiewicz o Rohmer. Critico el no saber hablar, el rendirse a la costumbre, siempre interesada, aceptando fórmulas y conceptos a medio definir, aplicándolas sin rigor ni capacidad o interés analítico alguno. Lo que implica sembrar confusión y prejuicios, o, al menos, reproducirlos.

Una estrategia de desvío muy habitual, ya desde los tiempos de 2001. Una odisea del espacio, y posiblemente antes, consiste en hablar de la hipnosis de la imagen, cuando estas carecen de una hilazón estrecha con un marco narrativo. Se habla de dejarse llevar, de no buscar interpretaciones, no pretender entender nada, etc. El juicio subyacente, a mi entender erróneo, es que una imagen no cuenta nada, que es la historia la que dice. Y una imagen sola, no sé, pero una imagen de una película vale mucho, tiene mucho que decir (y si no dice nada, una de dos: o se nos escapa, o, peor, pretende que no nos demos cuenta de su decir, de aquello para lo que sirve), pues en sus relaciones con los demás elementos de la película se crean siempre cosas, ideas, sensaciones, pensamientos, asociaciones, y dejarse simplemente hipnotizar por la “belleza” de las imágenes solo supone olvidar todas esas relaciones quedándose con una mínima parte. Lynch, Richter, Brakhage… no se dedican a lanzar imágenes en un jarro: las colocan, las ordenan en una serie temporal, de una manera determinada, que es la que es, y no otra, y por una o muchas razones, siempre. En definitiva: con las imágenes se piensa, y si no se piensa al ver, no se ven las imágenes en toda su potencia, y ni la mirada misma ejerce todo su poder. Se digiere acríticamente algo, dejando el disfrute o no en manos de la costumbre y gustos, siempre adquiridos (intuyo que, si en vez de una nave especial circular que gira mientras suena un vals de Strauss, fuera un gigantesco excremento con la música de Merzbow, los mismos que hablan de dejarse llevar en el primer caso, no hablarían así en el segundo: esto es por algo, la asunción acrítica de categorías estéticas indefinidas, absolutamente abstractas y determinadas). Así, la crítica suele solventar películas como Inland Empire del modo en que lo hace Piorno en su texto:

“Una cosa es segura: no deja indiferente, o te hastía y la detestas o la adoras como un prodigio de la no-narrativa experimental”.

Este tipo de planteamientos, latiguillos aprendidos y repetidos mecánicamente por críticos perezosos, que confieso ya estoy harto de oír en cuanto aparece una obra mínimamente arriesgada o distinta, parece suponer que no existe la postura del que se ve simplemente interesado por algo y prefiere, ni más ni menos, reflexionar sobre el film, pues algunos aspectos le convencen y otros no, o le convence todo pero le parece que se podría haber hecho mejor, o no le convence nada pero cree que, aún así, hay cosas muy interesantes… en fin, las mil posibilidades que hay en medio (sin contar la pura y simple indiferencia, por supuesto). Pero claro, es que aquí estamos hablando de algo que Piorno no parece conocer: hay quien piensa las películas, quien piensa el cine, reflexiona sobre él, con él, y prefiere no limitarse a ver qué tipo de slogan o frase hecha casa mejor con la película para estamparla en una conversación o crítica. La crítica lleva demasiado funcionando con plantillas categoriales que ubican las obras en un esquema u otro, cada uno de los cuales tiene ya su discurso crítico predeterminado, de dos o tres frases y, luego, unos cuantos adjetivos que se entiende todo el mundo reconoce, piensa o siente igual. Cuando el texto debe ser de corta extensión, es peor. Y si el escritor carece del más mínimo sentido del rigor ni de la responsabilidad (hacia el cine, a cuya existencia debe el trabajo, como mínimo), entonces ya los resultados son catastróficos, como es el caso.

Y, ¿qué demonios es la no-narrativa experimental? Puedo pensar, si acaso, en cierto video-arte, pero no desde luego en Lynch. No hay en él negación alguna de la narración. La puede violentar, dislocar, subvertir, pero no la niega. Nunca. No, al menos, en los largometrajes. No, desde luego, en Inland Empire, porque de hecho casi podría denunciarse en ella, como en Mulholland Drive, un superávit de historias. Aquí llega a un extremo de abstracción y enredo inédito en su obra, pero ¿qué enreda? Elementos narrativos. Y todo es vehiculado, si no primera, sí finalmente en lo narrativo, por dios, ¡hasta los conejos tienen su función! Que haya fugas es innegable, pero es rara la obra cinematográfica que no las tiene, aunque sea a su pesar. Lynch acaso sea más consciente de ellas y las trabaje más a fondo, de modo que gran parte de ellas son reabsorbidas en lo narrativo (esto es: dándolas una utilidad narrativa), quedando solo unas pocas fuera: dentro del mundo, pero mirando fuera, por así decirlo.

De hecho, creo que no sería en absoluto inexacto decir que el collage, en Inland Empire, es narrativo. Yo diría que existen tres líneas narrativas (Nikki la actriz, Sue el personaje, y la “chica perdida”), cuyos elementos han sido cruzados e intercambiados, puestos en relación de maneras imposibles según una lógica narrativa (como los collages de Ernst o Höch violentaban las normas de representación con materiales, sin embargo, generalmente figurativos), relaciones de las cuales han surgido a su vez nuevas líneas, nuevos elementos, escenas, espacios, ideas… Hasta el final, incluso puede dudarse cuál es la historia “central”, como si se tratase de un film reversible, visible desde distintos prismas, desde historias distintas. ¿Es esto no-narrativa? A mi entender, es evidente que no, de modo que no pienso adorarla como “un prodigio de la no-narrativa experimental”. Pero desde luego no la detesto. ¡Y es evidente que no me resulta indiferente, porque no hago más que hablar de ella! ¿Qué hago entonces? ¿Dónde estoy, Roberto Piorno?

domingo, 4 de marzo de 2007


R U B E N
D I C E :

Leed:
Noël Burch, Praxis del cine (Fundamentos)
Louis Althusser, Elementos de autocrítica (Laia)
Spinoza, Ética (Alianza)

Escuchad:
Sr. Chinarro, El mundo según
Cannibal Corpse, Kill
Ved:

Histoire(s) du cinema (Jean-Luc Godard)
La mujer del aviador (Eric Rohmer)
Luces al atardecer (Aki Kaurismaki)
Inland Empire (David Lynch)
Klimt (Raoul Ruiz)

miércoles, 28 de febrero de 2007


28-II-07

Ignoro si no se deberá al transfer a 35 (por mala que sea la cámara, no es normal que una imagen digital se vea así, ¿o no?), pero en la última película de David Lynch, “Inland Empire”, los planos generales no se ven bien. Habitualmente, en un plano de conjunto los rostros no se ven con mucha nitidez. Por las cámaras digitales que yo he usado, advierto que los planos cercanos tienen una mayor capacidad de definición que los más amplios (las cámaras que yo he usado, eso sí, no son muy buenas), pero no llega a ser tan diferente. Sea por lo que sea, este hecho tiene la virtud de subrayar lo que viene a ser una característica fundamental de Lynch, y particularmente del último (el que arranca a partir de “Twin Peaks. Fire walk with me”): es un cineasta de primeros planos. Siempre le ha gustado mirar de cerca las cosas, pero desde hace unos quince años le gusta, sobre todo, acercarse mucho a los rostros. Aventuro un inicio de la obsesión: Laura Palmer. Su rostro ofrece a la vez una máxima transparencia y una gran opacidad. Un rostro paradójico: ofrece la absolutización de la emoción que tanto gusta a Lynch, el sentimiento sin rincones, sin esquinas, claro, franco y directo (obsérvese, para verificar esto, el capítulo piloto de “Twin Peaks”: contra lo que algunos, recuerdo, han dicho, no hay ironía alguna en los frecuentísimos arranques de llanto que se dan en su transcurso, sino una simple emoción ante un suceso increíble e inesperado; el suceso tiene mil esquinas, como veremos, pero la emoción que surge ante la noticia del crimen, no: realmente a todos les afecta, lo que creo que les cuesta a muchos es aceptar a un director que muestra a gente llorando por otra y haciéndolo sin segundas intenciones, es decir, sin egoísmo, sin hipocresía… igual que el irónico y satisfecho de sí mismo Michael Moore se queda sin palabras ante el repentino llanto de un vendedor de casas al que, unos segundos atrás, estaba vacilando, en “Bowling for Columbine”), y a la vez la opacidad de una interioridad inalcanzable, de un infinito inasimilable lleno de secretos, rincones oscuros, ambiciones, miedos, esperanzas, heridas, contradicciones… no es raro que Sheryl Lee tiemble tanto en la película, como más tarde hará, más o menos, Naomi Watts al escuchar a Rebekah del Río (llamada, por cierto, “la llorona de los ángeles”). Gran parte de “Twin Peaks” y, desde luego, la película al completo, puede entenderse como el intento de descifrar un primer plano, o mejor, dos: el rostro de Laura Palmer, muerto, una vez se retira el plástico que lo cubre, y el que está enmarcado en el centro de la vitrina de su instituto, pues Laura Palmer era, no lo olvidemos, la reina del baile. La claridad del rostro de Palmer en esta segunda imagen, su sencillez, su belleza discreta, la limpieza de su rostro, su cabello rubio y recogido, permitiendo así admirar en toda su plenitud la piel del cuello… contrasta con esa piel grisácea, esos labios azules, ese cabello muerto, toda la vida acabada y envuelta en plástico.
Es el inicio de una etapa, en la carrera de Lynch, en la que comenzará a centrarse en los enigmáticos conflictos interiores de sus protagonistas. Y el primer plano, como lo era en Bergman, es fundamental en ello. El descubrimiento del rostro como paisaje, más que como máscara (y como paisaje, diríamos, lleno de pistas: por ejemplo, véase cómo el agente Cooper consigue ver, en uno de los ojos de Laura Palmer, una pista que le llevará a dar con el novio secreto de Laura, James Hurley: el reflejo de una motocicleta). Así Lynch, que antes buscaba el primer plano en los momentos de mayor drama, ahora, sin que desaparezca esto (el primero de los innumerables primeros planos de “Inland Empire” corresponde, precisamente, a una mujer llorando), también acude al rostro en momentos más neutros, por así decirlo, que aquellos otros: hablando por teléfono, fumando, mirando algo o a alguien, etc. El rostro ya no como índice de una emoción, sino de un enigma, de un misterio, algo secreto. La obsesión por las texturas de Lynch (incluso por las texturas sonoras: por poner un ejemplo, es de los pocos directores que cuidan el sonido hasta el punto de que se oiga el rozar de las ropas contra los cuerpos) tiene una relación con esto: convierte las superficies no en neutralidades, sino en entes con una presencia, incluso con una identidad (hablando ligeramente). Absolutamente opacas, por tanto, pues realmente tienen algo que oponer a una mirada que está acostumbrada a obviarlas (ejemplo claro es el uso de los cristales en “Inland Empire”: casi siempre enfocados con privilegio frente a lo que se ve a través de ellos). El rostro opone su materialidad inacabable, acrecentada por una detallista fotografía. No opone su identidad, por ejemplo, porque es precisamente esta la que acostumbra a ponerse en cuestión en las últimas películas de Lynch. Así, de este modo, confluyen en el rostro corrientes diversas, frecuentemente opuestas, que crean una tensión, digamos, interpretativa: podemos tener la emoción de ese rostro, pero en las determinaciones causales nos faltan piezas, o son demasiadas, sus conexiones pueden ser muchas, etc. Es lo que sucede con Laura Palmer: el final de cada capítulo nos devolvía a esa imagen de la Laura reina del baile, para que lo pusiésemos en contacto con cada nuevo descubrimiento: la adicción a las drogas, la prostitución, etc. Y según el rostro se iba haciendo más y más profundo, más grande era sin embargo su enigma… que, yo diría, era su vida misma. El rostro, en última instancia, le permite a Lynch ofrecer al mismo tiempo las dos dimensiones de la vida: la exterior, la de las superficies, los volúmenes y las texturas, y la interior, la de los sentimientos, las emociones, los pensamientos, ideas, los secretos… Y hacerlo poniendo en íntima relación los dos, más aún: identificándolas. El rostro es el mundo total.
He dicho antes que Lynch descubre el rostro como paisaje, ya no como máscara. Lo cierto es que todo primer plano cuestiona la máscara (piénsese en el de “El gran dictador” que filma al protagonista suplantando al dictador en su gran discurso, y del que André Bazin dijo “el mofletudo rostro de Charlot desaparecía poco a poco, corroído por los matices de la película pancromática, traicionado por la proximidad de la cámara y aumentado aún más por la “gran pantalla”. Debajo, como en sobreimpresión, aparecía la cara de un hombre envejecido, cruzada por algunas amargas arrugas, y con manchas blancas atravesando su cabello: la cara de Charles Spencer Chaplin”), pero se dan aquí dos primeros planos absolutamente terribles, que consisten precisamente en una conversión del rostro en máscara. El primero consiste en Laura Dern avanzando a cámara. En principio, ella está lejos, y su rostro no se ve. Según va acercándose, lentamente, por un camino solitario en lo que parece ser un bosque, de noche, uno advierte que su cara está congelada en un rictus extraño, una suerte de sonrisa demoníaca e histérica. Cuando se llega a apreciar este gesto, la imagen se acelera, el rostro llega a primer plano en apenas un segundo y la pantalla se ilumina. El segundo es peor aún, y más complejo: tras disparar a un hombre, el rostro de este se transforma en una diabólica cara de payaso. El gesto está petrificado en una sonrisa, y logrado a medias entre la gestualidad del actor y una manipulación de la imagen (creo). Supone la primera aparición en la película de un efecto así, y la agresividad de la transformación (dada por simple plano-contraplano, como el milagro del leproso en “El evangelio según San Mateo” de Pasolini), unida a una posible tardanza del espectador en aprehender ese rostro, motivada en gran parte por la extrañeza del trucaje en la, digamos, “paleta” de texturas del film, rostro que escapa a todo lo visto hasta el momento, hacen de esta imagen una de las más inquietantes y desestabilizadoras del cine de Lynch. Por no hablar de lo que sigue, de la siguiente metamorfosis del rostro (y que en cierto modo equivaldría, creo, a la del bebé de “Cabeza borradora” tras ser destripado por su padre). En definitiva, creo que las máscaras son casi siempre terribles en Lynch. Pienso en Frank Booth, en el hombre elefante, sepultado bajo una, en los dos únicos polos de expresión del rostro de Dick Laurent, en los ojos de Leland Palmer una vez forma parte de la Casa Roja. Aunque también es cierto que en algunos casos la máscara es ambigua, y solo es terrible en la medida en que el personaje afectado no sabe hacerse cargo de lo que se le descubre; pienso, evidentemente, en el hombre extraño de “Carretera perdida”.
Pero en fin, ¡yo no quería hablar de esto! Lo que yo pretendía era señalar que la indefinición de los planos generales de “Inland Empire” subraya aún más si cabe la importancia de sus primeros planos, en los cuales la imagen se hace precisa e indefinida (si bien desenfoca muy ligeramente el rostro de Grace Zabriskie y los de otros actores, Dern incluida, en otros momentos). El primer plano es como la casa del ojo, allí donde funciona bien, donde puede ver a gusto. Y de hecho, aunque luego resulte que todo es cosa del tranfer a 35, lo cierto es que los planos generales en esta película sirven sobre todo para dejar desvalidos a los personajes en unos espacios que les sobrepasan (véanse los que hay en la escena con G. Zabriskie) o mostrar lo artificial de ciertas situaciones (la posición física de Jeremy Irons en su primera aparición), lo cual no va, por otro lado, en absoluto en contradicción con el otro elemento. Pero, si no es cosa del transfer (y, en las cámaras que yo he utilizado, desde luego los primeros planos se ven mucho mejor que los generales), entonces Lynch ha encontrado un elemento que le permite privilegiar los primeros planos provocando un incremento de la atención sobre ellos, al dar a los ojos una posibilidad de precisión en la mirada que el resto de planos no les da. Y, consecuentemente, todas las variaciones (de encuadre, ángulo, enfoque…) que se den en estos planos recibirán una atención, una importancia, mucho mayor de la que tienen en otras películas, donde el primer plano solo consiste en una amplificación de cierto elemento emocional. Tan importante como la expresividad de su rostro es la textura de los labios, en la primera aparición de Julia Ormond, por ejemplo. Tienen una textura fina y a la vez seca que dan la medida del personaje tanto como sus palabras, sus actos o sus gestos (desde luego, no en grado menor). De hecho, en la escena en que abofetea a L. Dern, Lynch evita sistemáticamente filmar un primer plano de J. Ormond, prefiriendo tomas más amplias, que simplemente recojan la expresión de su rostro (sin que, al mostrar éste más en detalle, aparezca algo que desestabilice la imagen de poder y seguridad que tiene que tener en esa escena), perplejo primero y furioso después, sus movimientos seguros en un espacio que claramente le pertenece… Los personajes cuestionados, por así decirlo, el de la “chica perdida” (así se la nombra en los créditos) y el de Laura Dern, son en cambio continuamente mostrados en primer plano. En el segundo caso, el abanico es amplísimo, tanto en los grados de aproximación como de enfoque, etc. Es el personaje central (en último término, no lo es argumentalmente, pero esa es otra historia), que será sacudido de múltiples maneras, y todas ellas han de ser visibles en su rostro. Así, Lynch me recuerda un poco a esa otra apoteosis del primer plano, “La pasión de Juana de Arco”, de Dreyer, donde esa pasión es encarnada en cada mínima vibración del rostro de su protagonista… que es contrapuesto a las pieles grisáceas, arrugadas y con verrugas de sus jueces y carceleros. El centro de este film son los primeros planos y es a partir de ellos y en relación con ellos que todo se gesta y ha de analizarse. Es la columna vertebral de su puesta en escena. Pero en cierta manera podríamos llamar minimalista a Dreyer, porque su plan funciona a partir de la congelación del rostro de Juana en ciertas características (piel clara, muy blanca y lisa, grandes ojos, mirada extasiada hacia arriba…), mientras que Lynch no congela nada, antes bien, los rostros de sus personajes están en un continuo movimiento, una interminable zozobra, que llega a veces a los extremos de crear personajes distintos en idénticos cuerpos. Ciertamente, nada más lejos de Dreyer. Nada de un núcleo inmóvil en base al cual evaluar los movimientos. No, en cambio un movimiento constante, con variaciones en ocasiones radicales, que el primer plano permite observar con un mayor detalle que el que permite otro tipo de planos. Variaciones en el encuadre pueden reflejar presencia de otros puntos de vista, apariciones de nuevos elementos en escena; cambios en el encuadre pueden obedecer a una importancia o intrascendencia del espacio; movimientos de enfoque pueden representar procesos de atención, de descubrimiento, o zozobra. Por decirlo superficialmente, claro (y rápidamente, sobre todo: por dios, esto es un blog, no me apetece ponerme a traer secuencias concretas para cada caso). Y por no nombrar los cambios en los rostros mismos: maquillaje o no, tipos de maquillaje, magulladuras o imperfecciones, iluminación… La historia del primer plano es, en fin, larga, y aún hay que ver si Lynch la añade algo nuevo, pero lo que creo seguro es que pertenece a la parte luminosa de esta historia, a la de los que utilizaron estos planos para hacer algo, cine, y no para que otros (los actores) les hiciesen su trabajo.