lunes, 1 de noviembre de 2021

Octubre

El verano había terminado y las playas empezaban a vaciarse, retornando al silencio y el secreto, abriéndose para nosotros.

No fueron tantas, de hecho fueron pocas. La primera, la Virgen del Mar. No debía haber regresado yo hace mucho, incluso es posible que fuera allí donde tuviese lugar el primer reencuentro con su cuerpo, tras mi vuelta. El aparcamiento estaba casi vacío, pero de todos modos fuimos cautos y aprovechando la marea caminamos playa abajo hasta resguardarnos en un pliegue en la pared de piedra, donde entre risas nerviosas volví a descubrir su piel, delgada y tenue como un ondulante hilo de sombra que se tendiera sobre la arena descolgándose por la húmeda brisa del mar cercano. Y allí sobre aquel círculo de arena abrazado por la roca, aún tímidos por el lugar y la novedad del encuentro entre dos cuerpos que llevaban meses disfrutándose a electrónicas distancias, nos unimos de nuevo para ya no soltarnos más en las semanas que seguirían, hasta mi nueva marcha.

La siguiente fue junto a la arañada espalda de la Arnía, y la timidez no apareció aquella noche. Nos tendimos en medio de la playa desierta arriesgándonos a ser vistos desde las casas cercanas, sin una pieza de ropa en nuestros cuerpos. Ella me montaba y yo aún recuerdo el gran islote emergiendo del mar celeste, las olas bañando el lugar de las nubes que indistinguibles en la honda noche infundían flotante ingravidez al suelo. Todo ello se mecía, como yo y conmigo, al ritmo de sus movimientos, sacudido al capricho de sus caderas, mi cabeza escapando del extremo de un cuerpo violado por el placer, el cielo en el suelo y el mar y la roca en los cielos mientras me corría dentro de Ágata y abrazaba su piel encendida y nos abrazaba a los dos la arena fría y el viento salado de la playa nocturna de otoño. Recuerdo los gemidos, la respiración y las olas trenzándose en complejos y disonantes ritmos, recuerdo cuánto la empezaba a adorar ya y qué de acuerdo conmigo parecía estar allí, en ese momento preciso, el mundo.

Cuando dos personas se separan, es fácil añorar todo lo que no se hizo cuando no se pensaba en que algún día cualquier hacer sería imposible. No hubo más octubres entre nosotros, y no dejo de lamentar que no hubiese más playas. Faltos de casa, hubimos excepcionalmente de recurrir a algún hotel, con sumo gusto pero no por necesidad pues fue sobre todo su coche, o mejor dicho el de su madre, nuestro escenario privilegiado. Nunca había tenido sexo en uno, pero a lo largo de los meses siguientes alcanzaríamos una pericia notable, como aquel día en que nuestras posiciones me permitieron hundir con fuerza mi cara entre sus nalgas, tendidas hacia mi entre los dos asientos delanteros con idéntica presión, los dos encajando en aquel espacio angosto como dos piezas más de su más fundamental maquinaria.

Cuánto me gustaba después contemplar los cristales absolutamente empañados, abstraídos y cerrados al mundo exterior, mientras reinaba dentro la respiración aún acelerada de nuestros cuerpos agotados. Qué hermosa se veía en aquellos momentos, las marcas de mis dedos aún vivas en sus muslos, el contacto de la clara piel de sus caderas con la tela del asiento, el brillo de mi saliva iluminando sus mejillas enrojecidas, el destello del sudor secándose lento en su pecho y su vientre, tan relajados ahora después de vistos en tensión bajo mis piernas, desplegadas sobre ella de modo que, mi espalda aplastada contra el techo, nuestros sexos pudieran reunirse con la ayuda de cierta forzada inclinación de su espalda. Exhaustos ahora nos mirábamos sonrientes, en silencio hasta que, recompuesto el resuello, comentábamos algunos de los momentos más inspirados o jocosos de la sesión y procedíamos a indagar los rincones del auto en busca de nuestras prendas perdidas, no pocas veces absurdamente difíciles de encontrar. Luego, para vestirnos, me gustaba abrir la puerta y dejar entrar el aire frío, saliendo finalmente al aparcamiento, habitualmente el de Mataleñas, una explanada amplia de desierta extensión puntuada por escasos automóviles estratégicamente dispuestos como piedras en un jardín zen, puntuando el vacío y creando una extraña sensación de paz a la que no era por supuesto extraña la certeza de que, pese a las distancias y aislamientos, todos nos encontrábamos allí para lo mismo.

Pero una noche, por mi insistencia, conseguí que saliéramos de aquel auto al mirador. Allí nos sentamos para disfrutar de la vista: la pendiente norte de Santander, la Magdalena, el Sardinero, al fondo de la bahía en penumbra la costa de Ajo, Somo y tantos otros lugares habituales de mi infancia, como el rincón mismo donde nos encontrábamos, escenario de juegos y educación veraniega, comidas domingueras y, más adelante, solitarios paseos adolescentes, los únicos durante largo tiempo en que parecía encontrar cierta sintonía entre mis paisajes internos y unos exteriores que aparentaban acogerlos con benevolencia. Ágata me enseñó que Mataleñas era también un espacio para el sexo, algo que nunca se me había pasado siquiera por la cabeza, cosa tampoco extraña por mi falta de vehículo y por la escasísima cantidad de oportunidades sexuales ofrecidas por aquella ciudad siempre malencarada, que solo en la persona de aquella chica bella y nerviosa parecía al fin sonreírme, claro está tiempo antes de soltarme su más amarga bofetada.

Tener coche abría un mundo entero de posibilidades, es decir: permitía ir a follar a cualquier lugar de ese mundo. Y no es que nos dedicáramos a fondo a ello, pero algo hicimos, y por primera vez Santander fue un lugar capaz de acoger un cuerpo desnudo, erecto, sexuado, de acoger a dos personas que se penetran, se frotan, se sudan, de acoger el amor y el deseo, en suma de acoger otros gritos más amables que los habituales, unos afectos menos destructivos, de ser en suma una ciudad acogedora. El aire, el viento y el espacio de Santander se volvieron inesperadamente amorosos y benévolos y me descubrí, tantos años desde la última vez, por demás solitaria, no solo mirando a la ciudad a los ojos, sino descubriendo que me devolvía la sonrisa.

Aquella noche nos sentamos en el mirador, cabo Menor, Sardinero, Santander, Magdalena, Peñacabarga, picos de Europa, la bahía, la línea de costa, todo ante nosotros y todo sumergido en la noche y la brisa aún cálida del comienzo de otoño. Empezamos a besarnos, y yo comencé a entrar bajo su ropa, que enseguida empezó por supuesto a estorbar. Ella debió darse cuenta de que íbamos a desnudarnos completamente cuando al intentar penetrarla por detrás, lo que se podía hacer con cierta discreción bajando un poco sus pantalones, se los llevé hasta los tobillos. ¿Me equivoco o, riendo ante el descaro, se quitó todo lo que le quedaba puesto? Y allí, desnudos los dos follamos, ante mi el paisaje y su adorada espalda moviéndose sobre mi polla con sus manos apoyadas en mis rodillas, y poco después sumamos más atrevimiento avanzando sin separarnos hacia la barandilla, alzada sobre la playa de Mataleñas, profundo pozo surcado bajo nuestros pies como un rumor oscuro por los juegos de la escasa luz sobre el oleaje. Y contra ella seguí penetrándola, su cintura y sus pezones en mis manos, la oscura silueta de sus caderas recortada sobre el aún más negro abismo, sus hombros sobre la electrificada curva del Sardinero, su rostro vuelto hacia el firmamento ausente, nuestros cuerpos iluminados de esa manera que solo la oscuridad permite, esa en que la carne parece iluminarse desde dentro.

La memoria, pese a los pocos años transcurridos, se ha adelgazado tanto que no recuerdo cómo nos corrimos, o si llegamos incluso a hacerlo, aunque estoy seguro que sí. No la recuerdo chupándomela, pero estoy seguro de que lo hizo, que en algún momento me abismé en el cielo negro mientras sentía mi polla en su boca y el viento en mi piel, de que me follé sus labios sintiéndome en medio, y lo más alto, del mundo. Es seguro que vi el descenso de sus pantalones y la aparición de su culo ante mi cara, porque nunca estuve dispuesto a perderme tal visión, y ella siempre disfrutó de ofrecérmela. Pero son recuerdos forzados, extraídos de otros y trasladados a distinto escenario, incluso deducidos, como si de proposiciones en un silogismo lógico se tratara.

Tiendo a pensar en esa noche como una cumbre de mi vida, e indago a veces en ella para rescatar algún momento nuevo de entre los muchos que me perdió mi defectuosa, traicionera memoria. Nunca hay suerte. Acabo imaginando a partir de lo que fue, tal como imaginé que mi creciente amor por ella podía algún día ser correspondido.

Fue un octubre breve, acaso dos, tres semanas antes de volver a Madrid a buscar habitación, proeza difícil aquel año. Fue breve y nocturno, durante sus días pude concluir mi tesis doctoral, más fácil y rápidamente de lo que esperaba pues las noches aún se cuentan entre las más felices de mi vida.

Todas ellas pasaron, algunas incluso desaparecieron, y apenas sobreviven como ese ocasional destello lejano que colorea las amables, afectuosas sonrisas de dos buenos y ya viejos amigos que se aprecian, mientras uno de los dos, siempre por dentro, no consigue, aún hoy, dejar de llorarlas. 

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