viernes, 30 de noviembre de 2018

Los límites de "El reino" (de la imaginación)


    Hace unos meses, escribí en este blog sobre Con uñas y dientes, filme de Paulino Viota, y entre otras cosas de su sorprendente final. En él, un líder obrero, escondido durante una problemática huelga, es asesinado no por los matones que le persiguen y de los que se oculta sino por un inesperado asesino a sueldo que, como en una sofisticada película de espionaje, irrumpe en la casa donde se esconde y le asesina fingiendo un suicidio. En ese caso este hecho, este inesperado recurso a una figura tan tipificada del género de espías y cierto thriller, permitía a Viota mostrar que en la lucha obrera los patronos llegarían no solo al linchamiento, no solo a la violación, sino también al asesinato, que no había nada a lo que los poderosos no estuvieran dispuestos a llegar en su lucha contra la clase obrera, que no había límites para ellos, y se lo permitía decir su propio momento presente, la situación de España en el año 1977. El contexto de enorme dureza y terrorismo permitía que el cine de género sirviese para mostrar de forma realista la situación sociopolítica: la realidad en cierto modo se había convertido en thriller, o el thriller en género realista (por supuesto, siempre y cuando fuera acompañado de la articulación política adecuada, tal era la postura de Viota).
    Recordé este final al ver El reino, otro ejemplo de película española muy pegada a la situación política de su presente y que trata de dar cuenta de ella abstrayendo los referentes explícitos en su narración (no se nombran partidos políticos, por ejemplo). En su tercio final, el protagonista se ve envuelto en un intento de asesinato contra su persona, culminación de un proceso en el que su vida se torna lenta e inexorablemente en thriller político. El reino mostraría la conversión de una normalidad, la de la política y la corrupción, en thriller. Empiezas comiendo langosta con los amiguetes del partido y acabas degollando al hombre que acaba de lanzarte fuera de la carretera para evitar que hagas públicos los documentos que desvelan una trama criminal que vertebra todo un país. La razón por cierto no se diferencia tampoco mucho de la detonante en Con uñas y dientes: la hybris de su protagonista. El Marcos del filme de Viota se autoerige en único líder posible, único en el secreto de la trama criminal del patrón y capaz contra toda razón de ganar la huelga, y el Manuel de El reino se niega a aceptar tanto que ha perdido el juego como el trato para salir airoso que le propone su partido.
    Otra similitud: los dos protagonistas son triunfadores… hasta el momento en que empieza la película. Marcos es un super-líder obrero que “se come a la gente” y Manuel un político en pleno ascenso a la cumbre. Pero la película muestra su incompetencia y mala suerte. En el caso de El reino, este hecho configura la película entera: su construcción se basa en diversos intentos del protagonista para conseguir lanzar su contraataque, que fallarán uno tras otro sin remisión. Aquí, Sorogoyen matiza su relación con el thriller de tramas y despachos: el carácter decidido (“dinámico”, se dice en los curriculums de ahora) de Manuel, su autoconfianza y chulería, la cámara pegada a su espalda y sus rápidos movimientos, nos hacen creer que se avecina la puesta en marcha de una elaborada trama que permitirá al protagonista salvarse, pero este impulso se rompe una y otra vez: nunca llega a iniciarse nada, y el protagonista fracasará cada una de las veces. Con inteligencia, y aunque sea un recurso a la moda, el intento más radical y arriesgado de todos es resuelto por Sorogoyen con un largo plano-secuencia que se carga lentamente de tensión y que aunque termine con el logro del objetivo evidencia en su desarrollo un fracaso ya insalvable: el antiguo aspirante a la presidencia que acaba amenazando a una chica con denunciar su farlopera fiesta nocturna e incurriendo en casi un allanamiento de morada, con caída por las escaleras incluida, ya nunca volverá a ser lo que fue. El posterior rostro descompuesto del único individuo que aún le era fiel ante las dimensiones de la trama que piensa denunciar, terminará de evidenciarlo, y allí irrumpirá el thriller: el hombre que desaparece, la escapada por la ventana, las luces que se apagan en la carretera, el choque, el degollamiento, los gritos de tensión.

    Supongo que esto hará que muchos se identifiquen con Manuel, el político protagonista del que la cámara apenas se despega. Que muchos digamos que se da tal identificación. Quizás es porque detesto la identificación y la manía y deseo de la gente por andar identificándose con quien sea en las películas, porque detesto la pobreza de tal mecanismo, porque no me suelo identificar con personajes de cine, pero creo más bien que la identificación es con el procedimiento, con esa trama, esa solución, que nunca consigue darse. Cuando un personaje da un susto a otro en una película de terror, no nos identificamos con el asustado, sino que reaccionamos visceralmente a un estímulo: simplemente, los dos nos asustamos. Igual sucede aquí: Manuel quiere poner en marcha algo, y nosotros queremos que la trama despegue, que haya trama, de hecho. La frustración de Manuel es la nuestra. Un clásico juego con las expectativas creadas por una costumbre cinematográfica, un hábito, una cultura.

    Pero sí, quizás Sorogoyen quiere que nos identifiquemos con Manuel, más allá de la identificación, mecánica e inevitable, entre los puntos de vista materiales (nuestra mirada se une a la de Manuel desde el plano 1, pero coincido con Bordwell en que hace falta bastante más para afirmar que con ello público y personaje se unifican, se identifican). Tampoco habría nada malo en ello. La crítica materialista de los 60-70 afirmaba que la identificación con ciertos personajes nos lleva a introyectar valores ajenos (a nuestros intereses de clase), pero disiento de esta idea, al menos en su carácter tajante: también nos permite entender, comprender y con ello conocer otros mundos y razones ajenas (es un gran valor del cine de Ford, por ejemplo). Pero desde luego, sí creo que en su articulación de esta relación con su protagonista, El reino es mucho más inofensiva, impotente y carente de imaginación que Con uñas y dientes, por mucho que creo tiene su valor el retrato de las entretelas políticas en una situación como la planteada (lo que hará que la película tenga más interés retrospectivo en 10 años que ahora), pero convendremos que en el fondo poco permite El reino aprender sobre política, y ello porque, al contrario aquí que Con uñas y dientes, para Sorogoyen lo que importa es su personaje y nada más que su personaje. Si Con uñas y dientes nos permitía entender tanto el funcionamiento y conflictos de una huelga obrera como lo respectivo de una estafa empresarial, al tiempo que nos retrataba a un personaje cuyas contradicciones y errores poseían relevancia como comentario político sobre los problemas del liderazgo en los movimiento sociales, El reino no nos permite ni conocer ni entender en qué consisten y cómo funcionan ni la corrupción ni la política, y no va mucho más allá de una tópica designación del egoísmo como característica central de la primera. A Sorogoyen, como a la periodista que cierra el filme, no le interesa la corrupción sino el corrupto, claro que no le llegamos a conocer propiamente ejerciendo como lo segundo, más bien el retrato es el de un incapaz, muy echado palante pero claramente superado por las circunstancias, es decir, por los corruptos mayores. La corrupción sigue siendo eso que viene dado de principio y que es incognoscible.  

    Así pues, ¿qué interés tiene lo que importa a Sorogoyen? Este parece querer enunciarlo en su conclusión, audaz en principio por su planteamiento, al consistir en una entrevista en directo por televisión cuyas imágenes y planificación se convierten en las de la propia película, lo que implica que, para su conclusión, Sorogoyen decide reducir su capacidad operativa al mínimo (hasta el plano final). La escena cuestiona profundamente a la periodista: primero por sus acciones (o las acciones que no hace, mejor dicho), después por las palabras del político, que desvelan su corrupción específica. Al final parece que su conciencia despierta por un momento y lanza una reflexión/pregunta, mirando directamente a cámara. Y entonces aparece también lo que podríamos llamar su estupidez específica, porque lo que dice son estas dos cosas: 1/ es necesario analizar lo que sucede (y claro, quién dice que no) y 2/ ¿era usted consciente de lo que hacía? La periodista (y diríamos que Sorogoyen) quiere entender por qué alguien es corrupto, o cómo es que llega a serlo, o qué tiene en la cabeza mientras lo es: ¿es consciente de que lo que hace está mal, es criminal, etc.?
    Mi respuesta a una periodista que en una situación así reacciona con eso, sería clara: partirle la cara y decirle “¿qué mierdas importa eso?”. Su estulticia e infamia me parecen evidentes. No así las intenciones de Sorogoyen, porque durante toda la secuencia ha introducido un elemento importante, el sonido del pinganillo de la periodista, que servía para que identificáramos su trampa, pero que en su arranque final se quita de la oreja. El acto nos dice que la periodista se libera de los jefes con ese acto, pero nos dice también algo más interesante, ya que llegamos a escuchar al realizador felicitándola por ese giro que consigue callar al político peligrosamente crecido, y con ello nos da a saber que a los jefes les encanta el contenido de ese arranque.

    Todo, menos esa voz, nos dice que a Sorogoyen le parece estupendo lo que dice la periodista. De hecho, es aquí que Sorogoyen deja de identificar su puesta en escena con la de la realización televisiva, y encuadra a la periodista de frente, y la hace mirar a cámara. Mirar a cámara es un procedimiento muy aparente pero complicado, porque ¿a quién mira? ¿A su entrevistado? ¿A nosotros? ¿A todos a la vez? ¿Nos pide Sorogoyen que reconozcamos nuestra propia corrupción? Todo esto, de muy mediocre puntería política, es coherente con el resto de la película. Así pues, todo me mueve a condenar (políticamente) a Sorogoyen, pero esa voz del pinganillo me lo impide, precisamente porque permite reconocer que nada de lo que él ha puesto en escena tiene relevancia política, y carece de sustancia en lo que a corrupción se refiere, puesto que la pregunta por la psicología del corrupto, del capitalista, del político, etc., siempre ha sido el mejor modo de cerrarse a comprender los mecanismos que lo determinan: no preguntarse por la corrupción, en suma. De hecho, aquí la periodista podría empezar a revelar una trama de corrupción espectacular y preguntar a su entrevistado por ella, analizar (como ella dice que hay que hacer) su articulación, su funcionamiento… pero prefiere preguntarse por la irrelevante conciencia del tipo. Ahora bien, ¿no es esto lo mismo que hace Sorogoyen en toda la película?

    Así, esta confusa entrada de este confuso blog solo quiere mostrar un digamos estado de tablas político entre Sorogoyen y este analista que trata de no ponerse sintomático y de no lanzarse a condenar (aparte que con la edad trato de ser lo menos condenatorio posible, algo que no resulta fácil con el equipamiento de genes santanderinos que tengo), una película que al fin y al cabo, no es un partido político ni un movimiento social. En los tiempos de Con uñas y dientes, los críticos de Contracampo habrían hecho trizas a El reino tal como en su número 2, donde se trataba el filme de Viota, se hacía con 7 días de enero de Bardem. La ausencia de la clase obrera, la búsqueda de una autoindulgencia fácil en las butacas gracias a llenar la pantalla de fascistas (aquí corruptos), etc., se encuentra también en El reino y se agrava con la naturalización de la corrupción y ese carácter incognoscible que con tan buen tino cuestionó Tom Andersen en Los Angeles plays itself y nos hace ver como abstracto y trascendente lo que es concreto, localizable, inmanente y corregible (y Andersen da buenos ejemplos de ello, porque este hombre está en todo). Pero también es verdad que Sorogoyen, con un gracioso planteamiento narrativo, emprende un retrato de interiores políticos hispanos, y con ello afronta (como también hizo Viota) un verosímil fílmico muy poco habitual y muy por hacer en nuestro cine. Igualmente, quién sabe qué puede ser político dentro de 10 o 20 años. Los mismos autores de Contracampo veían un interés en los filmes de Drove con Dibildos años después de la condena que habían lanzado contra ellas desde el colectivo Marta Hernández, y yo desde luego se lo encuentro a Los nuevos españoles, que tanto hicieron trizas (si bien en otro aspecto que el que a mi me interesa, de modo que diría que ambos tenemos razón). Ese retrato, atractivo e interesante pero tan limitado e impotente ahora, fácilmente crecerá en interés con los años, cuando la dimensión memorística va acrecentando el valor significante, simbólico etc., de los filmes.

    ¿Qué puedo sacar de terminante, pues, de cierto, el intento de analizar y pensar El reino? En el fondo, una tristeza: la de ver la corrupción retratada como un eterno invariable que nos permite consolarnos en nuestra impotencia o inactividad política (es difícil indignarse y luchar contra lo que parece inamovible y perenne, como la muerte, aunque casos hay, casos hay), aunque ciertamente esto no deja de retratar algo muy propio del sentir español al respecto; la de ver otro guión que se queda donde siempre, el retrato psicológico de un imbécil, en vez de afrontar lo que rara vez se ve, el retrato de una trama corrupta (y es que hay muchas películas sobre eso, pero muy pocas donde uno pueda entender su naturaleza y mecanismo); la de ver otra película que aparenta hablar de política o mostrar el mundo político, cuando en realidad se limita a hacer cine más o menos de género (digamos criminal) ambientado en ese universo (y pese a todos los elogios proferidos, algo parecido le pasó a Viota). Límites de la imaginación, que quizá lo sean también de imaginación política. Algo que nos hace bastante falta últimamente, aunque Sorogoyen no tiene la culpa. Tampoco nos pasemos.