domingo, 10 de junio de 2018

Rocco y Ronaldo


   En cine al menos, encuentro que hay dos polos en el ser narcisista: dando una imagen incólume, prístina y sin mancha de ti mismo, o luciendo heridas como quien luce músculo, es decir: lucir ese sufrimiento que te hace, o ha hecho, grande. En ambos casos, el narcisismo es lo mismo: una espectacularización del propio yo, la conversión de uno mismo en un espectáculo glorioso, ya sea por la presunta cualidad grandiosa del protagonista, ya por la dureza de las penurias a las que, sin embargo, se sobrevivió. El narcisista se ofrece al otro en bandeja de plata, convertido en una atracción sin igual, espléndida incluso en sus aspectos más dudosos, aderezada siempre de aquello que le hará brillar, incluso cuando ese brillo esté hecho de pura suciedad (el mejor ejemplo, la película más narcisista que existe: Tarnation).
    Todos los héroes del cine de acción suelen ocupar el segundo tipo de narcisismo, donde es necesario ser baqueteado en extremo para alcanzar la gloria. Schwarzenegger, Stallone, Norris (y qué decir de nuestro querido Bruce Willis, aka John MacClane), todos debían pasar su mal momento para lucir mejor en su victoria, para mostrar hasta qué punto se la merecían. La única excepción era y sigue siendo el fascinante Steven Seagal, que hasta donde yo alcanzo apenas recibe algún guantazo en su ya larga trayectoria. Ver por ejemplo Alerta Máxima es asistir a algo realmente marciano: Seagal lo sabe todo, no falla nunca y nunca sufrirá en el proceso, no recibiendo ni un golpe y superando cada obstáculo, uno tras otro, sin temblar siquiera ante el último enemigo, que como sabemos los aficionados es siempre el que suele hacérselo pasar mal al héroe hasta su resurgir final. Nada, ni ese. Uno puede ver en Seagal a un tipo tan narcisista que no concibe que al héroe le puedan pegar en algún momento, o que algo pueda salirle mal, que no concibe ni un solo segundo de derrota o humillación: quien es grande, se le puede sentir decir, será siempre grande.  
    Hablando de héroes de acción, algo parecido a Seagal en el campo documental lo puede ofrecer Ronaldo, largometraje realizado hace unos años (2015) a mayor gloria del futbolista Cristiano Ronaldo. La naturaleza laudatoria de la película es tan marcada que no hay conflicto, drama ni obstáculo que no esté en el pasado, superado por un presente sin mácula, donde ni siquiera la duda sobre si el futbolista se hará con el Balón de Oro ofrece suspense o tensión alguna. Todo es un recorrido límpido y pulcro, aséptico, por una existencia de la que todos los elementos dudosos o extraños quedan inexplicados, desde la procedencia del hijo de Ronaldo (enigma en todo caso para todo el mundo) a la ausencia de su novia del momento, Irina Shayk (por lo visto se separaron hacia el final del rodaje del documental), de tal modo que el retrato del héroe acaba rayando lo virginal. Es un documental hecho claramente a la medida de la visión ideal que de sí mismo tiene el héroe, pura, impecable, autolaudatoria. Así, al final hay tan poco para contar que la repetición acaba siendo una de las figuras centrales del documental, con Ronaldo repitiendo una y otra vez la misma letanía: glorificación del ganar a toda costa, celebración del triunfo, del esfuerzo y el trabajo duro que acaban venciendo a un mundo visto todo él como enemigo y amenaza contra el mérito de los que valen. Por esta vía, Ronaldo termina siendo una preclara semblanza de los valores deportivos y de la razón última de su ensalzamiento en los tiempos actuales: el juego en equipo es solo con un selecto y mínimo grupo de elegidos (en todo caso organizados en torno a un líder, que los cuida en recompensa a su lealtad), siendo el resto siempre potenciales enemigos en una vida entendida como lucha contra el otro para estar siempre más arriba y dejar a cada vez más gente más abajo.
    Narcisista también, pero de una manera bien opuesta, resulta Rocco, otro largometraje documental dedicado al retrato del que se suponía iba a ser el último año de Rocco Sifredi como actor porno. La película, pese a su factura limpia y “profesional”, con los encuadres y la fotografía bien a la moda del momento, es un recorrido sumamente turbio por la vida del que sin duda es el actor porno más famoso y trascendental de la historia del género, por encima incluso de John Holmes o el gran Jamie Gillis. Como prácticamente todos los documentales en torno al porno que he visto, Rocco participa de la doble moral de la mirada morbosa y fascinada pero también escandalizada y reprobatoria ante el mundo de la pornografía, hecho este último patente por el perenne uso de una música más propia de cierto cine de terror y los efectos de montaje y manipulaciones incluso de la velocidad que buscan convertir muchos actos sexuales en algo impactante no precisamente en el buen sentido, imágenes del orden del shock, siempre remarcando la violencia (aunque propiamente no la haya) y animalidad de los actos. La operación no obstante es coherente y no puede acusarse a sus realizadores de obrar a espaldas de su protagonista, más bien al contrario: la historia que cuenta el propio Sifredi es la de un actor porno que se confiesa atormentado por su adicción al sexo y que quiere dejar ya la pornografía como primer paso para la liberación de ese “demonio”, tal como él lo llama. Así pues, es el propio actor el que considera su trato con el sexo como algo extremadamente animal, a lo que viene a sumarse su fama de actor extremo e imprevisible. La exhibición narcisista de Sifredi arranca de ahí: él no es un héroe prístino y sin mácula, su grandeza es idéntica a su sufrimiento. Toda su vida ha estado guiada por el deseo sexual hacia las mujeres y eso, que ha sido el sentido de su vida, su modo incluso de sustento y la razón de su fama, riqueza, etc., es también la fuente de su tormento: no consigue liberarse de ese demonio, y de hecho la vez anterior que dejó el porno, en vez de tener sexo con tres actrices porno al día empezó a tenerlo con tres prostitutas. El drama de un puro y simple adicto, aunque al contrario que en Shame, Sifredi sí parece tener una saneada y feliz vida conyugal (la diferencia también es que Shame sí era moralista, aparte de un film de cuarta por supuesto).
    El actor exhibe sus heridas con algo que no puede denominarse sino puro y simple entusiasmo. Le vemos hasta llorar con la frente apoyada en un saco de boxeo, y no se corta en contar historias realmente escalofriantes, como la del entierro de su madre (o más bien lo que sucedió después, no digo más). Puede recordar a otra gran exhibición narcisista, JCVD, pero esto, al menos por lo que parece, es verdad, y aunque siempre exista la duda de hasta qué punto Sifredi no exagera o teatraliza, hay una certeza: todo actor teatraliza cuando habla de su vida (el narcisismo va con la profesión), por lo que esa exageración puede ser perfectamente ingrediente genuino de su propia vida.
    Pese al intento moralizante de los realizadores, les salva su buen ojo para el espectáculo, su respeto por los momentos singulares que ningún otro mundo más que este puede ofrecerles. El primer encuentro entre Rocco y Abella Danger es una escena impresionante y por suerte los realizadores respetan la total integridad del momento en que Rocco acepta el reto de la actriz y la asfixia durante unos segundos que parecen interminables metiendo su mano hasta el fondo de su boca. Son momentos que ponen a prueba a cualquier cineasta y que muestran el muy peculiar arte del actor, esa mezcla de brutalidad y familiaridad que no es fácil encontrar.
    Rocco también puede servir para mostrar el otro lado de una de las causas del éxito del porno. Tal como bien explica Héctor García Barnés en sus artículos sobre los incel (célibes involuntarios), la principal medida del éxito entre hombres heterosexuales es el número de mujeres con el que se ha tenido relaciones sexuales. Sin duda, es esa y no otra la razón que mueve a tantos hombres a pedirle autógrafos y saludarle por la calle, es su mérito, su triunfo. Pero al mismo tiempo también muestra los problemas de la comprensión teórica de esta norma “libertina” como una suerte de uso o consumo de mujeres sin más, un síntoma del neoliberalismo como tanto escuchamos decir estos días, como si el sexo y el libertinaje los hubiera inventado Donald Trump, y que ya algunos, como el propio García Barnés, proponen responder subiendo el volumen, por así decir, de puritanismo. Supongo que dependerá de cómo vea cada uno las imágenes de este documental tan pobre y rico a la vez, por ejemplo cómo vea un trato de Sifredi con las actrices que a mi vista parece enormemente respetuoso, si bien siempre dentro del contexto donde la relación con cada chica es con una persona que está allí para tener sexo contigo delante de unas cámaras siendo pagada por ello. Dicho de otro modo, no hay en la violencia de Sifredi desprecio hacia nadie sino ánimo de exploración de un deseo, unos cuerpos, que en ocasiones puede ser llevado al límite, pero uno siempre pactado previamente. En último término, de retrato no hagiográfico de alguien que en su forma de verse a sí mismo aúna narcisismo y masoquismo (como ya he defendido, muchas veces van juntos), Rocco acaba evolucionando hasta transformarse en el retrato de una sexualidad concreta, una que busca explorar los límites del propio deseo hasta llegar lo más lejos posible en su conocimiento. En esta deriva, resulta clave la entrada en escena de nada menos que Kelly Stafford, la más legendaria partenaire del actor, a la que descubrimos como una consumada y brillante feminista de última generación, pero que más allá de defender el empoderamiento femenino a través del libre ejercicio de su sexualidad, insiste en definir la existencia de una especie de sociedad oculta, formada por ciertos seres que viven el sexo de una manera idéntica, extrema y “pura”, tal como ella señala.
    Rocco destaca por el excelente manejo de una herramienta que se suele invocar poco al analizar documentales: el casting. Así, en cierto momento la película deriva en un puro y duro enfrentamiento entre Stafford y el primo del actor, Gabrielle Galetta, cámara de sus vídeos, actor frustrado y personaje sumamente siniestro que a un servidor pareció tan solo la presencia de la cámara separaba de su conversión en el Joe Pesci de Goodfellas. Es ahí donde los realizadores consiguen culminar su dibujo del terreno: en el espectacular enfrentamiento en el auto entre Stafford y Galetta se radicaliza la distancia entre una vivencia de la sexualidad no solo machista sino en último término defensora de la integridad de un “héroe” del que no entiende no necesita coraza alguna respecto a las sexualidades ajenas (a Galetta le parece mal que Rocco se deje escupir por las actrices en sus películas), una sexualidad que defiende su carácter extremo en el fondo solo desde la atalaya de una posición dominadora y masculina, y otra basada en la pura exploración y aventura entre individuos que se reconocen habitados por la misma pulsión e intensidad eróticas. Cuando se emprende la que pretendidamente será la última escena de Sifredi, la cámara se fijará sobre todo en Galetta, por entender que es el que más sale perdiendo: su narcisismo propio se edifica sobre el triunfo de otro, adorado en tanto superior, del que bebe como un parásito. Es con ello que Demaizière y Teurlai consiguen problematizar el lugar más turbio de la cadena pornográfica: el del espectador. Pues si el héroe y su narcisismo son siempre siniestros, más lo será el de aquellos que se identifican con él. 
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De mala persona sería no agradecer a Hugo Obregón su recomendación del documental sobre Cristiano Ronaldo. Vi la película por primera vez con David Pellón y María Delgado en su casa de Praga, así que les mando un saludo. Los artículos de Hector García Barnés sobre los incel son unos cuántos, todos publicados en El Confidencial. Uno bueno para empezar es "De paseo por el infierno sexual: los hombres que se reúnen para insultar a las mujeres", pero hay muchos más, cuya lectura recomiendo encarecidamente.