En cine al menos, encuentro que hay
dos polos en el ser narcisista: dando una imagen incólume, prístina y sin
mancha de ti mismo, o luciendo heridas como quien luce músculo, es decir: lucir
ese sufrimiento que te hace, o ha hecho, grande. En ambos casos, el narcisismo
es lo mismo: una espectacularización del propio yo, la conversión de uno mismo
en un espectáculo glorioso, ya sea por la presunta cualidad grandiosa del
protagonista, ya por la dureza de las penurias a las que, sin embargo, se
sobrevivió. El narcisista se ofrece al otro en bandeja de plata, convertido en
una atracción sin igual, espléndida incluso en sus aspectos más dudosos,
aderezada siempre de aquello que le hará brillar, incluso cuando ese brillo
esté hecho de pura suciedad (el mejor ejemplo, la película más narcisista que
existe: Tarnation).
Todos los héroes del cine
de acción suelen ocupar el segundo tipo de narcisismo, donde es necesario ser
baqueteado en extremo para alcanzar la gloria. Schwarzenegger, Stallone, Norris
(y qué decir de nuestro querido Bruce Willis, aka John MacClane), todos debían
pasar su mal momento para lucir mejor en su victoria, para mostrar hasta qué
punto se la merecían. La única excepción era y sigue siendo el fascinante
Steven Seagal, que hasta donde yo alcanzo apenas recibe algún guantazo en su ya
larga trayectoria. Ver por ejemplo Alerta
Máxima es asistir a algo realmente marciano: Seagal lo sabe todo, no falla
nunca y nunca sufrirá en el proceso, no recibiendo ni un golpe y superando cada
obstáculo, uno tras otro, sin temblar siquiera ante el último enemigo, que como
sabemos los aficionados es siempre el que suele hacérselo pasar mal al héroe
hasta su resurgir final. Nada, ni ese. Uno puede ver en Seagal a un tipo tan narcisista
que no concibe que al héroe le puedan pegar en algún momento, o que algo pueda
salirle mal, que no concibe ni un solo segundo de derrota o humillación: quien
es grande, se le puede sentir decir, será siempre grande.
Hablando de héroes de
acción, algo parecido a Seagal en el campo documental lo puede ofrecer Ronaldo, largometraje realizado hace
unos años (2015) a mayor gloria del futbolista Cristiano Ronaldo. La naturaleza
laudatoria de la película es tan marcada que no hay conflicto, drama ni
obstáculo que no esté en el pasado, superado por un presente sin mácula, donde
ni siquiera la duda sobre si el futbolista se hará con el Balón de Oro ofrece
suspense o tensión alguna. Todo es un recorrido límpido y pulcro, aséptico, por
una existencia de la que todos los elementos dudosos o extraños quedan
inexplicados, desde la procedencia del hijo de Ronaldo (enigma en todo caso
para todo el mundo) a la ausencia de su novia del momento, Irina Shayk (por lo
visto se separaron hacia el final del rodaje del documental), de tal modo que
el retrato del héroe acaba rayando lo virginal. Es un documental hecho
claramente a la medida de la visión ideal que de sí mismo tiene el héroe, pura,
impecable, autolaudatoria. Así, al final hay tan poco para contar que la
repetición acaba siendo una de las figuras centrales del documental, con
Ronaldo repitiendo una y otra vez la misma letanía: glorificación del ganar a
toda costa, celebración del triunfo, del esfuerzo y el trabajo duro que acaban
venciendo a un mundo visto todo él como enemigo y amenaza contra el mérito de
los que valen. Por esta vía, Ronaldo
termina siendo una preclara semblanza de los valores deportivos y de la razón
última de su ensalzamiento en los tiempos actuales: el juego en equipo es solo
con un selecto y mínimo grupo de elegidos (en todo caso organizados en torno a
un líder, que los cuida en recompensa a su lealtad), siendo el resto siempre
potenciales enemigos en una vida entendida como lucha contra el otro para estar
siempre más arriba y dejar a cada vez más gente más abajo.
Narcisista también, pero de
una manera bien opuesta, resulta Rocco,
otro largometraje documental dedicado al retrato del que se suponía iba a ser
el último año de Rocco Sifredi como actor porno. La película, pese a su factura
limpia y “profesional”, con los encuadres y la fotografía bien a la moda del
momento, es un recorrido sumamente turbio por la vida del que sin duda es el
actor porno más famoso y trascendental de la historia del género, por encima
incluso de John Holmes o el gran Jamie Gillis. Como prácticamente todos los
documentales en torno al porno que he visto, Rocco participa de la doble moral de la mirada morbosa y fascinada pero
también escandalizada y reprobatoria ante el mundo de la pornografía, hecho
este último patente por el perenne uso de una música más propia de cierto cine
de terror y los efectos de montaje y manipulaciones incluso de la velocidad que
buscan convertir muchos actos sexuales en algo impactante no precisamente en el
buen sentido, imágenes del orden del shock, siempre remarcando la violencia
(aunque propiamente no la haya) y animalidad de los actos. La operación no
obstante es coherente y no puede acusarse a sus realizadores de obrar a
espaldas de su protagonista, más bien al contrario: la historia que cuenta el propio
Sifredi es la de un actor porno que se confiesa atormentado por su adicción al
sexo y que quiere dejar ya la pornografía como primer paso para la liberación
de ese “demonio”, tal como él lo llama. Así pues, es el propio actor el que
considera su trato con el sexo como algo extremadamente animal, a lo que viene
a sumarse su fama de actor extremo e imprevisible. La exhibición narcisista de
Sifredi arranca de ahí: él no es un héroe prístino y sin mácula, su grandeza es
idéntica a su sufrimiento. Toda su vida ha estado guiada por el deseo sexual
hacia las mujeres y eso, que ha sido el sentido de su vida, su modo incluso de
sustento y la razón de su fama, riqueza, etc., es también la fuente de su
tormento: no consigue liberarse de ese demonio, y de hecho la vez anterior que
dejó el porno, en vez de tener sexo con tres actrices porno al día empezó a tenerlo
con tres prostitutas. El drama de un puro y simple adicto, aunque al contrario
que en Shame, Sifredi sí parece tener
una saneada y feliz vida conyugal (la diferencia también es que Shame sí era moralista, aparte de un
film de cuarta por supuesto).
El actor exhibe sus heridas
con algo que no puede denominarse sino puro y simple entusiasmo. Le vemos hasta
llorar con la frente apoyada en un saco de boxeo, y no se corta en contar
historias realmente escalofriantes, como la del entierro de su madre (o más
bien lo que sucedió después, no digo más). Puede recordar a otra gran
exhibición narcisista, JCVD, pero
esto, al menos por lo que parece, es verdad, y aunque siempre exista la duda de
hasta qué punto Sifredi no exagera o teatraliza, hay una certeza: todo actor
teatraliza cuando habla de su vida (el narcisismo va con la profesión), por lo
que esa exageración puede ser perfectamente ingrediente genuino de su propia
vida.
Pese al intento moralizante
de los realizadores, les salva su buen ojo para el espectáculo, su respeto por
los momentos singulares que ningún otro mundo más que este puede ofrecerles. El
primer encuentro entre Rocco y Abella Danger es una escena impresionante y por
suerte los realizadores respetan la total integridad del momento en que Rocco
acepta el reto de la actriz y la asfixia durante unos segundos que parecen
interminables metiendo su mano hasta el fondo de su boca. Son momentos que ponen
a prueba a cualquier cineasta y que muestran el muy peculiar arte del actor,
esa mezcla de brutalidad y familiaridad que no es fácil encontrar.
Rocco también puede servir para mostrar el otro lado de una de las causas
del éxito del porno. Tal como bien explica Héctor García Barnés en sus
artículos sobre los incel (célibes
involuntarios), la principal medida del éxito entre hombres heterosexuales es
el número de mujeres con el que se ha tenido relaciones sexuales. Sin duda, es
esa y no otra la razón que mueve a tantos hombres a pedirle autógrafos y
saludarle por la calle, es su mérito, su triunfo. Pero al mismo tiempo también
muestra los problemas de la comprensión teórica de esta norma “libertina” como
una suerte de uso o consumo de mujeres sin más, un síntoma del neoliberalismo
como tanto escuchamos decir estos días, como si el sexo y el libertinaje los
hubiera inventado Donald Trump, y que ya algunos, como el propio García Barnés,
proponen responder subiendo el volumen, por así decir, de puritanismo. Supongo
que dependerá de cómo vea cada uno las imágenes de este documental tan pobre y
rico a la vez, por ejemplo cómo vea un trato de Sifredi con las actrices que a
mi vista parece enormemente respetuoso, si bien siempre dentro del contexto donde
la relación con cada chica es con una persona que está allí para tener sexo
contigo delante de unas cámaras siendo pagada por ello. Dicho de otro modo, no
hay en la violencia de Sifredi desprecio hacia nadie sino ánimo de exploración
de un deseo, unos cuerpos, que en ocasiones puede ser llevado al límite, pero
uno siempre pactado previamente. En último término, de retrato no hagiográfico
de alguien que en su forma de verse a sí mismo aúna narcisismo y masoquismo
(como ya he defendido, muchas veces van juntos), Rocco acaba evolucionando hasta transformarse en el retrato de una
sexualidad concreta, una que busca explorar los límites del propio deseo hasta
llegar lo más lejos posible en su conocimiento. En esta deriva, resulta clave
la entrada en escena de nada menos que Kelly Stafford, la más legendaria
partenaire del actor, a la que descubrimos como una consumada y brillante
feminista de última generación, pero que más allá de defender el empoderamiento
femenino a través del libre ejercicio de su sexualidad, insiste en definir la
existencia de una especie de sociedad oculta, formada por ciertos seres que
viven el sexo de una manera idéntica, extrema y “pura”, tal como ella señala.
Rocco destaca por el excelente manejo de una herramienta que se suele
invocar poco al analizar documentales: el casting. Así, en cierto momento la
película deriva en un puro y duro enfrentamiento entre Stafford y el primo del
actor, Gabrielle Galetta, cámara de sus vídeos, actor frustrado y personaje
sumamente siniestro que a un servidor pareció tan solo la presencia de la
cámara separaba de su conversión en el Joe Pesci de Goodfellas. Es ahí donde los realizadores consiguen culminar su
dibujo del terreno: en el espectacular enfrentamiento en el auto entre Stafford
y Galetta se radicaliza la distancia entre una vivencia de la sexualidad no
solo machista sino en último término defensora de la integridad de un “héroe”
del que no entiende no necesita coraza alguna respecto a las sexualidades
ajenas (a Galetta le parece mal que Rocco se deje escupir por las actrices en
sus películas), una sexualidad que defiende su carácter extremo en el fondo
solo desde la atalaya de una posición dominadora y masculina, y otra basada en
la pura exploración y aventura entre individuos que se reconocen habitados por
la misma pulsión e intensidad eróticas. Cuando se emprende la que
pretendidamente será la última escena de Sifredi, la cámara se fijará sobre
todo en Galetta, por entender que es el que más sale perdiendo: su narcisismo
propio se edifica sobre el triunfo de otro, adorado en tanto superior, del que
bebe como un parásito. Es con ello que Demaizière y Teurlai consiguen problematizar
el lugar más turbio de la cadena pornográfica: el del espectador. Pues si el
héroe y su narcisismo son siempre siniestros, más lo será el de aquellos que se
identifican con él.
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De mala persona sería no agradecer a Hugo Obregón su recomendación del documental sobre Cristiano Ronaldo. Vi la película por primera vez con David Pellón y María Delgado en su casa de Praga, así que les mando un saludo. Los artículos de Hector García Barnés sobre los incel son unos cuántos, todos publicados en El Confidencial. Uno bueno para empezar es "De paseo por el infierno sexual: los hombres que se reúnen para insultar a las mujeres", pero hay muchos más, cuya lectura recomiendo encarecidamente.