2: Donde no habita el olvido
Recapitulemos. Ligotti hace
literatura con mensaje: la existencia es sufrimiento, dolor, maldad. Mejor es
la inexistencia. Todo La conspiración
contra la especie humana está dedicado a la defensa de esta tesis: “para
los pesimistas la vida es algo que no debería ser, lo que significa que lo que
creen que debería ser es la ausencia
de vida, la nada, el no ser, el vacío de lo increado” (CcEh, 61). Seguir
cronológicamente la obra de Ligotti es asistir a la decantación progresiva de
un mundo literario acorde con este pensamiento, donde la cordura existe apenas y
la entropía parece haber tomado posesión de un mundo que no recuerda siquiera
haber sido ajeno algún día al desastre. Aquí, la criatura lovecraftiana, los
Primordiales, los seres que dominaban la naturaleza, se han hecho ellos mismos naturaleza.
Su ser viscoso, tentacular, su realidad trémula y en último término
incognoscible para nuestra conciencia impotente, es ahora la sustancia misma de
toda materia, y aún de toda alma, pensamiento, etc. El edificio de “La escuela
nocturna” se vuelve oleaginoso, líquido, y el cine de “Glamour” parece todo él,
espectadores incluidos, un trenzado de cabellos viejos como un mar infinito de
telarañas, dos realidades que parecen haber sido devoradas y regurgitadas dando
lugar a nuevos espacios con nuevas reglas. El protagonista de “El Tsalal”
genera transformaciones imposibles y desvela una realidad vulnerable en su misma
configuración material. No es algo otro, Lo Otro, que amenaza; es la realidad
misma, que accede a y desvela su naturaleza insoportable. Cada dimensión de la
existencia se vuelve dudosa y así el ser tentacular e incognoscible lovecraftiano
es ahora la realidad tentacular e incognoscible ligottiana. La pesadilla no se
inicia en esta o aquella ciudad, en este o aquel pueblo, raza, subterráneo,
etc. El protagonista ligottiano no descubre a ser o seres algunos terribles,
pertenecientes a algún universo espantoso o rincón del mismo: descubre la
verdad del universo mismo y aún de todo otro universo posible pues, insisto, el
problema no es ya el universo sino la existencia, y por ello no hay más
escapatoria que la muerte. ¿Posibilidad de iluminación? La encontramos en
relatos como “Demente velada de expiación” o, sobre todo, “La sombra, la
oscuridad”, conclusión de Teatro
Grottesco, una suerte de iluminación budista: conciencia de la existencia
como sufrimiento y anulación del ego a favor de la “negrura”.
Nuestra mente no es una
excepción: somos peleles con temblores donde debiera haber cerebros. Títeres
sumidos en estructuras y tramas que no entendemos, lo que, curiosamente,
convierte a Teatro Grottesco en ese
libro donde Lovecraft y Kafka se encuentran y dan la mano, con algo vagamente
parecido a la amistad. Como señalé en la entrada anterior, Kafka es un autor
cercano al género de horror (o a la “ficción de lo extraño”, como más
precisamente la denomina Ligotti en su prólogo a Noctuario), porque comparte con él un mismo universo, donde el ser
humano es un títere sometido a los vaivenes y caprichos posiblemente sin
sentido (no hay, en todo caso, posibilidad de experimentarlo de otro modo) de
una maquinaria incomprensible que en todo nos supera. Si Machen había logrado
vincular este universo a las grandes urbes de finales del siglo XIX (como puede
verse en algunas de sus mejores obras, como el relato “La luz interior” o la
novela Los tres impostores), Kafka lo
hace con esa burocracia moderna que, en cierto modo, nace a la literatura con
él, y que reaparece en algunos de los relatos más desopilantes de Teatro Grottesco (ejemplo: uno de los
momentos más ejemplar y típicamente terroríficos de todo el libro sucede cuando
un obrero fabril telefonea al supervisor de su fábrica para renunciar a su
trabajo). Resulta tentador así postular a Ligotti como el autor de literatura
de terror más inequívocamente ligado al capitalismo triunfante de nuestra
época, el único sistema económico que ha conseguido ocupar la totalidad del
planeta (y por favor, que nadie me venga diciendo que hay excepciones, intento
hablar en serio). Su postura en ese sentido no es en absoluto ambigua: pocas
veces se ha mostrado el horror inherente a tal sistema que en relatos como “Mi
defensa de una acción punitiva” o “Nuestro supervisor provisional” (donde por
cierto se niega a subestimar el papel de las fábricas, al contrario de ciertos
marxismos occidentales de las últimas décadas). Pero me refiero sobre todo a la
capacidad de concebir un horror que todo lo deglute y que acaba constituyendo,
propiamente, todo lo que es. Lovecraft aún podía pensar en espacios
inaccesibles para los miembros de su comunidad, para ese mundo al que era ajeno
pero que sabía, en el fondo, el suyo. Ya no hay rincones inexplorados apenas y
Ligotti llega a la conclusión lógica, pero mucho más elaborada y mucho menos
fácil que la opción pluridimensional tan en boga actualmente, de derivar el
horror al fondo de las cosas, de desarbolar conciencia, espacio, tiempo y
materia (igualmente parece intentarlo Alan Moore, con sus no obstante mediocres
narraciones lovecraftianas; más éxito tuvieron Michael de Luca y John Carpenter
con la imprescindible In the mouth of
madness). Más aún, la absoluta e inimaginable potencia y expansión del
capitalismo ha hecho realidad, por primera vez en la historia de la especie
humana, la existencia de un absoluto sin exterioridad, un sistema que no
permite rincones ajenos a su poder. Recordemos que antes del capitalismo no
existía literatura de terror salvo, si acaso, en la forma de cuentos populares,
de objeto y mecanismos bien distintos. Antes, el absoluto lo ocupaba Dios o,
para ciertos gnósticos caros a Lovecraft y Ligotti, el diablo. El capitalismo
ha permitido, por primera vez, hacer realidad material la existencia de un
absoluto y un universo cerrado. A mi juicio, esto hace posible el radical paso
adelante ligottiano y su encuentro con las realidades del capitalismo
contemporáneo.
Este paso supone, además,
que el horror se hace cotidiano. Y colectivo. Los relatos de Teatro Grottesco podrían tener lugar
tras los finales de algunos relatos lovecraftianos, de tal modo que en “Nuestro
supervisor provisional” la labor nombrada en el título es desempeñada por nada
menos que una criatura lovecraftiana, un ser diríase vaporoso, o una sombra
capaz de hacerse material, apenas vislumbrado a través de los cristales
viselados de su despacho. Ante ello hay reacciones de horror, o mejor dicho de
inquietud: el horror sería perder el trabajo. Más aún, el escenario realmente
terrorífico que describe el relato está constituido por el extraño modo en que
los obreros evolucionan a partir de ese momento hasta un estado de práctica
esclavitud, sin afuera del trabajo, en una involución a condiciones laborales
propias del siglo XIX que a todos debiera sonarnos mucho. Si Ligotti puede
permitirse colocar a una criatura lovecraftiana como supervisor provisional de
una fábrica es porque el horror, extendido a la totalidad de la realidad misma,
llega a convertir a lo sobrenatural en trivial. Lo sobrenatural y el horror son
la cotidianeidad del mundo ligottiano. Sus personajes están horrorizados o
perplejos. Nadie se desmaya, porque hablamos de universos donde hay carros gigantes
que recorren las calles recogiendo a los suicidas tal como caen los frutos de
los árboles o donde un tipo desconocido, que nadie ha visto pero que carece del
más mínimo conocimiento ortográfico, es capaz de convertir una ciudad entera en
un extraño parque de atracciones en virtud de un poder que nadie sabe cómo se
obtiene o quién otorga. Si el ruidismo nos enseña que no hay silencio y que
todo sonido surge del sonido, Ligotti nos enseña que lo sobrenatural no es algo
que aparezca (y mucho menos rompiéndolo) en un contexto natural y que el horror
no es eso que irrumpe en nuestra plácida normalidad. Si lo sobrenatural “es la
sensación de lo que no debería ser”
(CcEh, 259), lo sobrenatural es todo lo que existe, porque existe, porque lo
que debería ser es la inexistencia y no cabe por tanto otro sentimiento que el
del horror allá donde hay vida. Hay horror porque, si hay algo, no puede haber
otra cosa, es lo que existe como mínimo.
Empezando en Noctuario y definitivamente en Teatro Grottesco, el mundo está en
derrumbe, o mejor dicho: el mundo es aquello que es en derrumbe. En el primer relato de Teatro Grottesco, “Pureza”, la descripción que el protagonista nos
hace de su universo familiar es delirante a más no poder, pero cuando sale de
su casa descubrimos que el exterior está peor aún si cabe. Ese universo de
casas derruidas, calles vacías, reuniones de gente en hoteles abandonados de
barriadas semi-demolidas se hace constante, y su paisaje humano estará cortado
a la medida: gente histérica, asustada, ruin y mezquina, invariablemente
mediocre, derrotada y sin esperanza mayor que la de, si acaso, someter a sus
semejantes.
Esto lleva a otro rasgo
llamativo: la experiencia colectiva del horror. Ciertamente no poseo un
conocimiento exhaustivo del género, pero hasta donde llego tal suele estar
centrado en experiencias individuales, de unos escasos personajes o de
comunidades cerradas, dejando “afuera” al conjunto de la sociedad (sin duda hay
excepciones, pienso por ejemplo en las películas Kairo y Retribution de
Kiyoshi Kurosawa, o no pocos manga del gran Junji Ito). En Ligotti ciudades
enteras pueden estar implicadas en un argumento, como sucede en “En una ciudad
extranjera, en una tierra extranjera” o, en menor medida, la alucinada
conclusión de “Las ferias de gasolinera”, e incluso ser el agente mismo del
horror, como la temible “ciudad impostora” de “Nuevos rostros en la ciudad”, en
Noctuario. En el relato que abre “En
una ciudad…” podría no estar pasando nada, pero la estupidez, histerismo y miseria
de sus habitantes se basta para construir horrores en cada momento. La
importancia en Ligotti del rumor, los chismes, los intercambios orales de sus
poblaciones decadentes (pero “normales”, comunes) muestra un hábitat donde no
hay solo horror, no hay solo sufrimiento, sino también maldad y, sobre todo,
sinsentido y estulticia. Raros son los personajes inteligentes. El ser humano
ligottiano es una marioneta dominada total o casi totalmente por pasiones,
manías, obsesiones, enfermedades (preferentemente estomacales: Ligotti, además
de ansiedad crónica y anhedonia, padece síndrome de colon irritable), o por
traumas, fuerzas, situaciones ante las que nada pueden hacer. El estado
esencial del humano ligottiano es el padecimiento, la incapacidad de obrar, de hacer
lo que sea y, si hacen algo, hacerlo generalmente mal. Uno de los resúmenes más
divertidos de esto lo ofrece Ligotti en el impagable primer párrafo de “La
marioneta payaso”:
Siempre había tenido la impresión de que mi existencia,
simple y llanamente, consistía en el más atroz de los sinsentidos. Desde que
tengo uso de razón, cada incidente y anhelo de mi vida sólo ha servido para
perpetrar un episodio tras otro del más manifiesto sinsentido, todos ellos
atrozmente absurdos. Desde cualquier perspectiva –íntimamente cercana,
infinitamente remota, o cualquier punto intermedio–, parecía que todo fuera
siempre un mero accidente insólito que ocurría a una velocidad dolorosamente
lenta. En ocasiones, me he quedado sin aliento por el caos impecable, el sinsentido
absolutamente perfecto de algún espectáculo que tenía lugar fuera de mí mismo,
o en mi interior. Imágenes de formas y líneas retorcidas brotan en mi mente. Garabatos de un epiléptico mentalmente
trastornado, me he repetido con frecuencia a mí mismo. Si pudiera hacer
alguna salvedad a esta situación atrozmente disparatada que he descrito –y no
haré ninguna–, esta sola excepción
incluiría aquellas visitas que
experimentaba muy de vez en cuando a lo largo de mi existencia y, en especial,
una visita en concreto que tuvo lugar en la farmacia del señor Vizniak.
Por supuesto, hemos de
llamar la atención sobre ese “y no haré ninguna”, que casi se basta por sí solo
para resumir la singularidad ligottiana. Lo que se nos va a contar es algo
extraordinario, pero para su protagonista es un absurdo, un sinsentido más de
su desarticulada existencia. Evidentemente, es distinto a otros sinsentidos de
su vida, pero no tanto como para que merezca ser considerado algo excepcional.
Una vez más: en Ligotti lo sobrenatural es trivial, porque es la norma. Si
acaso, la situación que nos será relatada se diferencia por mor del suceso que
ocurrirá a su término, pero en el fondo lo que allí se hace manifiesto poco
aporta a la existencia reducida a la casi nada de su protagonista. Si acaso, lo
que a nosotros nos muestra el relato en su conclusión es el fundamento último
del pesimismo ligottiano: no el absurdo, sino el determinismo: que no somos en
ningún sentido dueños de nuestras vidas, sino meros sujetos pasivos de las
mismas, que nuestro destino es ajeno a nosotros, y tiene siempre la peor de las
intenciones… que, aclaro, no es la muerte, sino la vida, pues en Ligotti, al
contrario de Unamuno, lo trágico de la vida no es la certeza de la muerte, sino
que la muerte siempre tarda demasiado en llegar.
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