lunes, 6 de febrero de 2017

No escribiré arte con mayúscula

    No escribiré arte con mayúscula, documental de Luis Deltell y Miguel Álvarez-Fernández sobre Isidoro Valcárcel Medina, es una película sencilla y muy modesta, tanto que consiste simplemente en la filmación de diversas personas (hombres y mujeres de diversas edades, incluso una niña ¡y un bebé!) hablando, explicando y describiendo la actividad del artista, del que confieso hasta ahora solo conocía su único trabajo cinematográfico, el por tantos motivos memorable La celosía, su descripción detallada de Un condenado a muerte se ha escapado, y algunas de sus llamadas telefónicas de los setenta, ofreciendo su nuevo número de teléfono a gentes variadas escogidas al azar en la guía. Quien no esté al tanto de la actividad de Valcárcel Medina, encontrará aquí a no dudarlo una excelente introducción.
    La película se divide en numerosas secciones divididas por un cartel con el título de la obra/acción a tratar, una sucinta descripción y los nombres de la persona o personas que hablarán de ella (en algunas ocasiones lo que se explica es algún aspecto de la vida y/o trabajo del artista). No escribiré arte con mayúscula consiste, por tanto, en casi dos horas (110 minutos) de gente hablando y pertenece, por tanto, a ese vituperado género que despectivamente suele llamarse “de cabezas parlantes”. Muy contadas imágenes ajenas a este registro aparecen: una carretera al comienzo, un andén de tren al final, las imágenes de La celosía y el filme de Bresson al tratar de las obras correspondientes. El resto, es gente que habla. La cámara se mueve en casi todo momento, eso sí, y el montaje se manifiesta con profusión, con alto número de cortes. Posiblemente los autores hayan temido el posible aburrimiento asociado con su método, pero tengo la impresión de que, sobre todo, han montado el texto antes que la imagen, buscando que las distintas declaraciones se articulen con sentido. Esto conlleva que, siendo el sonido siempre sincrónico, toda palabra pronunciada en imagen de quien la profiere, el procedimiento acabe manifestándose como un dispositivo férreo, indiferente a los raccords inadecuados, desenfoques y demás visitantes generalmente indeseados que de cuando en cuando aparecen con motivo de los cortes. No es una práctica que se enseñoree del objeto de la película, que es en todo momento el viaje por la obra de Valcárcel Medina (que la película se abra y cierre con referencia a medios de transporte favorece esta autocomprensión de la película como “viaje”, recorrido por una actividad), pero ayuda a hacer más interesante y coherente la empresa. Además, podemos alegrarnos de que por una vez un documental sobre un artista permita aprender y conocer algo sobre él, se concentre en su objeto de estudio y trate de ser lo más claro posible al respecto, con la consecuencia de resultar perfectamente válido tanto para conocedores como para legos en la materia.
    Como he dicho, el cine de “cabezas parlantes” (del que hace poco ofreció una interesante perversión José Luis Guerín con La academia de las musas) tiene mala fama: “el cine no es eso”, suele decirse. Pero sí lo es. El cine puede ser lo que le de la gana, porque entre otras cosas puede filmar lo que quiera, y una de las mejores cosas que existe en este mundo es la gente que cuenta historias, que piensa, que reflexiona. No otra cosa ofrece esta película. Personas que nos cuentan lo que hizo Valcárcel Medina en este o aquel otro momento, y que reflexionan sobre ello. Hay poca academia en la película, como en su protagonista, y se agradece: una contextualización justa, un lenguaje accesible, y una cercanía al sujeto por parte de los participantes perceptible en muchos momentos en la calidez de sus intervenciones. Parece una película sobre alguien hecha con y por gente que le quiere. Suele ser la norma, pero no siempre se advierte y, sobre todo, pocas veces sirve para algo. En suma, pasa aquí algo parecido a lo que sucedía en Objetivo 40°, de Javier Aguirre, la que Juan Hidalgo decía preferir de todo el ciclo del anti-cine, “porque me gusta la gente”. No escribiré arte con mayúscula permite ver a gente pensando, reflexionando, moviéndose (por mucho que estén sentados, que no caminen o salten), viviendo en suma la vida del pensamiento, del recuerdo y la narración: todo un espectáculo. Permite además ir familiarizándose con muchos de sus participantes, con su pensamiento, sus formas de hablar, sus rostros, gestos y peculiaridades, anticipar a veces incluso la reflexión sobre la acción que viene, basándonos en lo que ya les hemos escuchado. El aburrimiento es complicado (y bien sabe dios que no tengo ningún problema con su presencia, pero lo cierto es que de eso aquí no hay) pues no solo los participantes son muchos y las reflexiones casi siempre pertinentes e interesantes, sino que, como ya he señalado, además de esto hay narración, pues la acción es el campo principal de Valcárcel Medina y por lo tanto hay que describir, contar. Por su peculiar naturaleza (a veces basta con un leve desplazamiento, una mínima variación para que la acción artística tenga lugar, hasta el punto de que esta puede ser perfectamente imperceptible, indistinguible de la excentricidad o el buen humor… algo que dice mucho bueno de Valcárcel Medina y apoya su naturaleza murciana, tierra de artistas naturales, vitales e inconfesos), la descripción y reflexión van muchas veces de la mano, son lo mismo: describes ciertas acciones y no hace falta explicar nada (buen ejemplo es la acción que da título a la película, explicada por una niña).
    El dispositivo empleado, por tanto, no puede ser más pertinente: la película carece de documentos visuales de la obra de Valcárcel Medina porque este rara vez crea objetos sino que realiza acciones que, hecho clave, nunca documenta. La película trata sobre alguien, pues, que no produce imágenes (la radicalidad de esto es tal que el 99% del metraje de su única película está compuesto por palabras), que no deja apenas rastros tras de sí (solo “informes” que, en puridad, tienen una validez independiente de la realización o no de las acciones descritas), que entiende que la acción es una intervención en la vida que en su fluir debe sumirse y perderse o recuperarse en la medida que esta lo determine. Si no hay imágenes, registros, solo un modo hay para el retorno de la acción: la memoria.  Que la gente hable o escriba de ello. Una vez realizada, la acción vive en el testimonio de los que la vieron u oyeron o leyeron de ella, y este es el signo mayor de su dimensión vital, el modo por el que se arranca de su conversión en objeto e incluso a veces en mercancía y se pierde en un flujo vital que la devuelve en forma de reflexiones y descripciones que pueden o no ser acertadas, justas, precisas, que se arriesga incluso, por tanto, deliberadamente, a ser desvirtuada. En el coloquio posterior a la película, Valcárcel Medina afirmó que había en la película descripciones equivocadas, y que esto es muy habitual. Sus acciones son tan acciones que una vez realizadas pasan al testimonio oral, con sus inevitables modificaciones, dicho de otro modo: comenzando como desplazamientos más o menos leves o manifestaciones de una voluntad singular en el común (o no) discurrir vital, las acciones pasan una vez realizadas a ser ellas mismas alteradas por ese discurrir del que nunca podrán ya ser arrancadas: no hay documento que pueda fijar su verdad, esa que solo existe en el tiempo que habitó la acción (por eso una acción solo puede ser documentada por el cine o vídeo, aunque el resultado sea el de documentos inexpresivos de algo que quizá fue algo pero que el registro audiovisual difícilmente puede acercarnos).
    No escribiré arte con mayúscula acaba convirtiéndose en un coro de voces que no se dedica tanto a hablar de una actividad como a, haciéndolo, formar parte de la misma. Ellos son la única pervivencia posible de la acción, lo que no les convierte tanto en custodios como en continuadores, performers involuntarios cada vez que cuentan lo que se hizo o piensan sobre ello. Como botella mecida por el océano, sin otro mensaje que el que eso es lo mejor que pueden hacer las botellas. La acción ha de vivir en la transmisión, escrita también pero, sobre todo, oral: que la vida actúe sobre ella, ya para siempre, sin remisión. No escribiré arte con mayúscula no dice esto: lo ejecuta. No son malas cuentas.

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