jueves, 26 de noviembre de 2015

La nalga (Shyamalan, 3)

    La visita es eso que se suele llamar, absurdamente, “found footage”, metraje encontrado, y que yo aquí referiré por el término, creo más correcto, de “POV”, esto es, “point of view”, punto de vista. Es un término utilizado para designar un tipo de cine pornográfico, pero confío en que el puritanismo de mis siempre queridos lectores no les impida aceptar la denominación. Un POV es una película enteramente grabada con una o varias cámaras materialmente existentes en la película, manejada/s por los propios protagonistas. Un procedimiento interesante pero que ha obtenido muy escasos éxitos en términos de eso que ciertas doctrinas esotéricas denominan “calidad artística”. Dentro de este grupo, La visita pertenece a la variable de falso documental, frente a las que optan por el uso de brutos o cintas íntegras, editadas o no, para las que la denominación “found footage” sí sería apropiada (el caso de Cloverfield, por ejemplo): no vemos una grabación tal cual, sino una edición del material realizada, en este caso, por uno de los protagonistas, una aplicada joven de 15 años llamada Becca.
    Este dispositivo permite a Shyamalan evitar el feísmo de muchos POV de la variante found footage, ya que Becca tiene unos criterios sobre cómo grabar, encuadrar, montar, narrar, etc., criterios expresivos, estéticos, algunos de los cuales explica a lo largo de la película y explicitan uno de los intereses del falso documental, su capacidad para convertir al montaje y a la puesta en escena en uno de los protagonistas activos de la película. No es algo muy desarrollado en La visita, pero sí es un aspecto presente, y fundamental para entender su doble epílogo: la madre explica lo que sucedió en la noche en que se separó de sus padres y expone a su hija el mensaje de la película, que no se ha de odiar, de guardar rencor; es la hija entonces quien monta a continuación de esto las imágenes de su padre, que en un momento anterior había manifestado no querer incluir por considerar que eso implicaría que le perdonaba.
    Un problema con los POV suele ser el por qué se continúa grabando, aunque una horda de zombis hambrientos y con una capacidad gimnástica que ya quisiera un servidor para sí mismo, persigan al sufrido cámara. La opción de Shyamalan, la misma por ejemplo de la última película de Ti West, The sacrament, también un falso documental (¡de Vice, nada menos!), permite resolver esto: como los protagonistas realizan un documental, esto les anima a grabar siempre, a pesar de todo, del terror mismo, y además a intentar hacerlo con cierto criterio. Aún así puede ser un problema creer que la joven cineasta es capaz de grabar mientras es atacada por una anciana loca o busca los cadáveres de sus abuelos en un sótano, pero Shyamalan lo justifica haciendo que en ninguno de los dos lugares haya luz, de modo que se hace imperativo usar la de la cámara, y esa sería la razón de que grabe en momentos realmente tensos: la cámara se convierte en sus ojos. Respecto a por qué los ancianos usan ellos mismos las cámaras en ciertas ocasiones, tiendo a considerar este hecho como mucho más inquietante que inverosímil: se saben al final de un camino y no solo no temen dejar rastro, sino que en cierto modo lo desean, como evidencia el inquietante parlamento del hombre grabándose a sí mismo, antes de dejar caer la cámara. Antes incluso que eso, la anciana que se graba a sí misma llamando a la puerta de sus nietos con un cuchillo en la mano sabe que estos van a ver las imágenes al día siguiente. Los ancianos retan a los jóvenes, y a través de ellos al mundo, con su imagen. Si acaso, lo único inverosímil es que sepan cómo encuadrar. Ahí a Shyamalan, como a Becca, le puede la profesionalidad.
    Con esto llegamos a otro problema propio de los POV, que suele ser el que la cámara tiende a tener una ubicuidad sospechosamente óptima, es decir que siempre está en una posición adecuada para ver lo que es importante, algo en verdad poco creíble, o al contrario, el realizador se toma tan en serio el formato que no se ve ni se entiende nada, y la película acaba pecando de confusa (un buen recurso cuando no se tiene presupuesto para efectos especiales, por ejemplo). Era de esperar que La visita no se encontrara entre las segundas y, visto lo cuidadoso del cineasta, cayera más bien en lo primero. Shyamalan, como otros muchos, ha optado por tener dos cámaras en acción, y que uno de los “operadores” (Tyler, el niño rapero) no sepa filmar mientras que la otra persona (Becca) tiene una mayor competencia. El procedimiento sobre todo sirve para cubrir zonas distintas del espacio en una misma escena e incluso recurrir al montaje paralelo, pero en lo que a las distintas competencias como operadores respecta, lo cierto es que apenas se perciben diferencias en los modos de grabar de ambos. El concepto elegido permite ubicarse en un punto medio entre la edición profesional y la filmación aficionada, pero la profesionalidad es la profesionalidad de modo que cuando los jóvenes salen de los bajos donde su abuela les acaba de dar un susto de muerte, la cámara del niño está incluso mejor colocada que la de su hermana, que de todos modos ha salido muerta de miedo y se ha tirado al suelo, pero dejando la cámara en una posición óptima para registrar la salida de la abuela. Lo torcido de su encuadre resulta ridículo en tanto la cámara está montada a todas luces sobre un trípode o plataforma similar: no se mueve un milímetro. El encuadre solo está torcido para simular una torpeza que se ha evitado en todos los demás aspectos. Encuadre de Tyler:


    Encuadre de Becca:


    Son minucias, sin embargo. Yo sería más feliz sin ellas, pero aceptarlas es lo mismo que aceptar tantas convenciones que nos tragamos desde que el cine es cine, o al menos desde que nos enteramos que existía. Esta escena, ya que estamos aquí, sirve de muestra del gusto acostumbrado en Shyamalan. Toda ella acontece en tiempo real alternando las tomas de ambas cámaras, y uno puede imaginarse su realización como un juego divertido entre los actores, como si jugaran en la realidad tanto como en la ficción pero con la ventaja de que, frente a esta última, en la realidad lo terrorífico es solo fingimiento y, por tanto, dos veces divertido.
    Cosa inusual, a pesar de situarse en unos laberínticos bajos repletos de columnas, tiene un sentido del espacio impecable, no porque siempre sepamos dónde estamos (estar perdidos es clave en la escena), sino porque las relaciones de los personajes son perceptibles: la abuela ataca primero a Becca, comenzando a perseguirla; entonces esta se cruza con Tyler, pasando frente a él, que la graba con su cámara:


    Muy contento porque su hermana le pasó de largo, por supuesto ignora la razón de su huida, y que la abuela, al darse cuenta de su presencia, le espera agazapada tras una columna. Finalmente ésta le ataca y empieza a perseguirle; en la carrera, será ahora él quien se cruce con Becca, aunque ella no le ve porque pasa a sus espaldas y a bastante distancia, al fondo del campo registrado mientras la chica se graba a sí misma. En esta captura, Tyler es la mancha verde que pasa al fondo:


    Como sucedió antes, Becca no advierte la presencia de la abuela mientras esta la acecha, mancha oscura en el fondo de la imagen que camina lentamente hacia la joven:


    Cuando su risa la delata y Becca la descubre, se inicia la persecución final que acaba con la salida de ambos al exterior. En los contactos entre los hermanos, siempre separados y no siempre percibidos por ellos mismos, la abuela pasa de uno a otro. El trenzado de las dos cámaras es impecable.
    Otros momentos sí hacen difícil ahogar el enfado o la decepción, por lo bueno de la idea inicial y la cobardía a la hora de realizarla. Becca entrevista a todo el mundo, pero en cierto momento se hace entrevistar por su hermano, al que ha pasado las cuestiones que este ha de hacerle. Tyler en su lugar pregunta cosas incómodas, que no agradan a la chica que sin embargo aguanta estoicamente en su sitio, buena profesional sin duda pues sabe que eso, al fin y al cabo, será bueno para el documental. Pero entonces el hermano hace zoom hacia ella. Y él no es cámara, por lo que la imagen no queda centrada, de modo que la incomodidad de la chica quedaría apoyada por la de la propia composición de la imagen. La idea es buena, obvio es decirlo; sin embargo, desde el principio el encuadre es corregido moviendo con mucho cuidado la cámara hacia la derecha, para que el desencuadre no sea demasiado “des”. El cuidado es tal que sin duda Tyler no es capaz de ello (aparte de que le harían falta las dos manos, lo que descubriría su acción ante Becca): es Shyamalan quien corrige, aquí. La idea se apoya en la impericia del cámara, pero no afronta sus consecuencias, buscando una imagen que no sea demasiado fallida y que no pierda de vista el rostro de la actriz (magnífica, por cierto). Si se observan las posiciones inicial y final se verá con claridad que no solo se ha hecho zoom sino también se ha movido la cámara hacia la derecha:

 

    El desplazamiento es evidente. Para hacernos una idea, si se aplicase el zoom sin movimiento de cámara alguno, la imagen sería más o menos esta:



    No puedo evitar hacer otra referencia a la ubicuidad milagrosa de las cámaras, visitante habitual de estas películas: en la pelea final con la anciana, el aparato cae a la cama, pero en una posición que le permite registrar en contrapicado la imagen de la chica arrancando un cristal afilado del espejo roto.


    Se trata de una prevención absurda que genera inverosimilitud… y por tal hay que entender aquí no una de tipo narrativo, sino la percepción de que no son ni el azar ni los protagonistas quienes manejan la cámara, sino la inseguridad o excesiva prevención del cineasta real, Shyamalan, que ha temido que alguien se pregunte cómo llega el espejo a manos de la niña. Ahora bien, teniendo en cuenta que éste ha sido roto hace segundos, es automáticamente deducible que Becca simplemente ha tomado un fragmento, bien adrede bien por caer encima, del modo que sea, modo que no puede ser menos relevante. Es innecesario mostrar ese momento, y por añadidura no es creíble que la cámara por sí misma logre registrarlo.

- Shania Twain, bitches!
    Pero ahora sí, basta de problemas. Junto con la escena de los bajos, muy próxima al hacer usual de Shyamalan, otra que muestra bien por qué ha optado por este formato es la de la resolución, un montaje paralelo de las cámaras de Becca y Tyler, en dos lugares distintos de la casa, y sobre todo la conclusión, que reúne las dos cámaras en el mismo espacio. Para valorar en toda su dimensión este montaje paralelo que en su progresión deja de serlo, ha de entenderse que aquí los dos niños no solo vencen a sus enemigos sino que también resuelven sus traumas, ya que como siempre en Shyamalan es de eso de lo que se trata. Aquí, concretamente, se trata de los traumas fruto del abandono del padre. Tyler vence el trauma de su cobardía, que en cierto modo considera causa de la marcha de aquel, y el de su fobia a los gérmenes, este sí originado tras el divorcio, y ella el de su incapacidad para mirarse en el espejo, también un problema de autoestima vinculado a la falta paterna. Ambos viven en el estigma de ese abandono, e incluso Becca considera que su madre es víctima de la ruptura con sus padres, buscando hasta el último momento que estos la perdonen (lo que denomina “el elixir”). Ambos traumas se resuelven en esta secuencia. Encerrada en la habitación de la anciana, en el momento final Becca se vuelve de espaldas a esta y se graba con la cámara en el espejo, incapaz de afrontar el doble horror, el de la persona que quiere matarla y el de su propia imagen.


   Es cuando se decide a abrir los ojos, mirarse al espejo por tanto, que la figura cubierta por una sábana a sus espaldas se la quita, el rostro terrible de la anciana se muestra y estampa a la joven contra el cristal. Inevitable pensar que el gesto horrorizado de la joven tiene un doble origen: el de enfrentar su imagen, la de la niña abandonada por su padre, y la de la mujer que quiere matarla. Encarar el espejo es encarar un miedo profundo, y en efecto la anciana retira el velo que cubre su rostro. La niña afronta a la vez dos miedos y, como siempre en Shyamalan, adquiere con ello el poder para vencer su origen: el espejo es quebrado y uno de sus fragmentos la permitirá vencer a su atacante. Como en El sexto sentido, donde el niño que descubre su poder se convierte en el rey Arturo enarbolando la espada: el poder sobre la herida.
    La grabación de Becca se alterna con la de Tyler. Ambas tienen en su conclusión su mejor momento, pero lo previo tampoco es poca cosa. En el caso de Becca tenemos un hermoso plano, una siniestra coreografía en que la cámara, con la luz del foco encendida, gira lentamente de un lado a otro mientras Becca se desplaza con sus pies hacia la izquierda, encontrándose siempre a la abuela mirándola de frente y cada vez más cerca, siempre que vuelve la mirada a la derecha.


    Evidentemente no vemos a la chica desplazándose, tan solo percibimos su movimiento a través del de los muebles, entrevistos gracias a la fantasmagórica luz del foco, trenzada con los relámpagos de la tormenta; todo ello crea una coreografía inquietante que nos ofrece uno de los ejemplos más logrados de esa mirada retadora, agresiva, de la vejez, que constituye la transgresión máxima de la película.
    Ahora bien, con la grabación de Tyler Shyamalan alcanza una de sus cumbres. El anciano coloca la cámara del niño en alguna mesilla, mostrando así el pasillo de la cocina.


    El primer término, el segundo y sobre todo el espacio off creado al fondo del encuadre por la gran mesa de la derecha, serán aprovechados a conciencia por Shyamalan. Tyler se encuentra inmóvil por el terror en primer término, de espaldas a la cámara. Solo escuchamos su respiración nerviosa. Como le sucedió con 8 años en el partido de béisbol, no puede moverse, aunque sepa que debe, para salvar su vida. El abuelo, al contrario, se mueve con total libertad del primer término al fondo y viceversa. El espacio le pertenece (y sin embargo, lo ha robado, de hecho ha matado para hacerlo suyo, y se prepara para volver a hacerlo).
    En el fondo, tapado por la mesa, fuera de campo por tanto, se baja los pantalones y se quita un pañal sucio:


    El fueracampo tiene sus métodos: ciertamente el pañal es retirado fuera de campo, pero ya ha habido una escena donde hemos visto no uno sino una montaña entera de pañales cagados, que el mismo Tyler descubría escondidos en un cobertizo donde olía “a culo”; tomaba entonces uno y era al desplegarlo que descubríamos que era un pañal sucio, y el niño salía corriendo, aterrado del cobertizo, casi más que si hubiera descubierto un cadáver de verdad (su otro trauma, recordemos, es el horror a los gérmenes). Todo eso es lo que permite que la acción en fueracampo de este plano sea tan efectiva. No nos hace falta ver ni la cara de Tyler ni la retirada del pañal, la relación entre ambos elementos es clara y cristalina para nosotros.
    Tras depositar el pañal sobre la mesa, el anciano vuelve a primer término y le dice a Tyler al oído “nunca me has gustado”. El modo en que los rostros, incluso las cabezas de ambos, quedan cortadas por el encuadre, hace aún más poderosa la frase con que las máscaras de la anterior familiaridad cordial definitivamente desaparecen.


    Pero la coherencia va más allá. El trauma de Becca afecta a la confrontación con su propia imagen, y por ello los momentos culminantes de horror se vinculan a la anciana mirando de frente, a la cámara o al espejo (lo mismo). El miedo de Tyler sin embargo carece de rostro, es incluso en parte anterior a la marcha del padre, y por ello se manifiesta en este encuadre cortado y, sobre todo, en el excremento: lo informe, lo oculto, lo sucio… todo lo que se opone a su autosatisfecha y narcisista apariencia.
    Término medio: más tarde, detenido a la altura media del pasillo, entre el pobre niño y el fondo de las excrecencias ocultas, el anciano se viste para ir a una fiesta, recurrencia obsesiva de su senilidad.


    De vuelta al primer término, como ofendido por el desliz en que le ha pillado el joven, toma el pañal, lo abre devolviéndonos a la imagen del horror que ya Tyler miró de frente en la escena citada, pero ahora se lo estampa en la cara, mientras graba la acción con la cámara que ha tomado en su mano.


    ¿Quizás hubiera sido mejor mantenerla en su sitio? Pero sin duda es buena idea que el personaje la tome para registrar su acción de cerca: hace más patente su desprecio por el crío, así como su poder absoluto en la situación, dominando el espacio pero también su registro. Aunque no se entiende bien por qué el hombre prefiere grabar la mierda que la cara de Tyler, sí se comprende que Shyamalan prefiera la primera, pues supone el objeto de horror máximo para el chico. 
    Cuando el anciano vuelva a colocar la cámara en su lugar, tras un perturbador monólogo, será dejándola caer y esta quedará torcida: será el encuadre de la conclusión, del enfrentamiento final…


    …bueno, en realidad no. De manera misteriosa, cuando volvemos a Tyler después de ver a Becca huir de la habitación de la anciana, el encuadre es este:


    La cámara, buena profesional ella misma, se ha echado atrás para tener un encuadre más amplio. El progreso, oigan. Pero sea como sea aquí llega el mejor momento de La visita: Becca se ha salvado y ataca al anciano, que la vence con facilidad, tirándola al suelo. Entonces Tyler, al llamado de su hermana, despierta de su “hechizo”, como lo llama el hombre, y ataca: Recorre con su pequeño cuerpecillo el espacio que hasta entonces solo pertenecía al corpulento anciano, le golpea, le arrastra y le estampa contra el fondo: Tyler acaba de vencer el terror, recuperar el poder sobre su ánimo y su cuerpo, y así conquista el espacio y derrumba a su oponente.


    Esta conquista se remata además con un gag negro muy del gusto de Shyamalan, ya que el espacio fuera de campo en que el anciano se quitó el pañal que restregará contra la cara del chico será ahora aprovechado para que este mismo machaque repetidamente su cabeza con la puerta de la nevera, toda una equivalencia, una pregunta-respuesta en la misma zona oculta del encuadre, una venganza del personaje expresada en términos espaciales.
    Tenemos así un modélico uso del espacio en un encuadre fijo, donde para más inri el acto violento culminante ha sido mostrado en la posición más alejada posible de la cámara y, encima, fuera de campo. La muestra más contundente de la anti-espectacularización de la violencia y lo extraordinario que constituye lo más interesante del cine de Shyamalan. Pero aún queda añadir que a la cámara de Tyler se ha unido poco antes del final la de Becca, que ésta ha dejado sobre la mesa de cualquier manera (escuchamos el golpe con que la deja caer y vemos su temblequeo al posarse), de modo que solo enfoca una olla a la izquierda, quedando el pasillo fuera de foco.


    Cuando Becca forcejea con el anciano, Shyamalan incluye un plano de esta cámara, que solo muestra sombras de la pelea. Cuando Tyler arrolla al viejo, recorre el encuadre desenfocado y gritando sin parar, rememorando la vieja parálisis, ya para siempre superada. También en su acción dos elementos se unen, dos tiempos, uno presente y otro pasado, la imagen perteneciendo al primero, la voz al segundo: Tyler grita como si estuviera en el campo de béisbol de 5 años atrás. Cuando Becca, llorando, grita su nombre, puede temer que Tyler se haya vuelto loco, o quizá la emoción y tensión de ver a su hermano así la quiebran; en realidad, posiblemente le avisa de que el anciano se recobra, y por eso es entonces que Tyler le remata con la puerta de la nevera. Pero la ambigüedad de ese grito lloroso de la hermana, registrada además por la segunda cámara, desenfocada, tiene un poder único.
    La cámara de Tyler permitirá por tanto la visión óptima aunque sesgada del enfrentamiento físico, mientras que la de Becca mantiene este en segundo y desenfocado término (se puede crear cierta tensión respecto a si la olla servirá a alguien como arma, pero no). En conjunto, entre la importancia del fueracampo, lo sesgado de los encuadres y las superficies borrosas, se crea una extrañeza de la situación, una percepción imperfecta totalmente alejada de la descripción completa y detallada a que el cine habitual nos tiene acostumbrados, y a la que Shyamalan lleva bastante tiempo oponiéndose. El POV además le posibilita una reducción de elementos retóricos (la música, sobre todo), con lo que acaba favoreciendo su tendencia natural a privilegiar siempre la incredulidad ante sus acontecimientos sobrenaturales o extraordinarios, algo usual al menos después de El sexto sentido, cada vez más una rareza en su obra.
    Recordemos un par de ejemplos: el extraterrestre de Señales es sin duda más extraño e inquietante por el modo en que es mostrado que por su propia forma física. Primero, llama la atención que de toda la invasión a nivel planetario solo lleguemos a ver uno, más otro a través de una grabación de vídeo en Brasil, vista por televisión. La misma televisión donde se reflejará el atacante final en casi todos los planos en que aparece. De hecho, tras su derrota, veremos en la pantalla rota del aparato cómo su vientre deja de respirar.


    El extraterrestre por tanto rara vez es visto de forma directa (y cuando lo es, el contraluz en que es siempre filmado impide de nuevo una visión nítida). Shyamalan busca que casi no le confrontemos con los propios ojos, igual que en El incidente varios suicidios son vistos desde lejos, como el principal, el del personaje de John Leguizamo, mostrado a la distancia de una expectación temerosa. Esta lejanía (también hay que recordar la escena del cortacésped, contemplada desde la distancia de la huida de Wahlberg, o la de la anciana, fuera de la casa) es casi más aterradora que el propio tener lugar de los suicidios, dotados por el plano de una suerte de cotidianidad, naturalidad, en verdad perturbadora. También aquí, además, Shyamalan procura reducir los números de muertos y el campo mostrado, no tratándose de negar la dimensión a algo sino precisamente de dársela: con el cuidado en presentar la gravedad de una muerte, se entiende mejor la de muchas que con el recurso a una panorámica o un plano aéreo que solo podría darnos una imagen espectacular del desastre. Y es la anti-espectacularización de lo extraordinario, como ya dije, lo que destaca en toda la obra de Shyamalan.
     En La joven del agua se mezcla la visión directa con la indirecta, pero sin duda es más relevante la segunda, sobre todo por el momento crucial en que la gran ave mitológica se lleva a la narf, que será mostrado desde el interior de la piscina, brevemente iluminado el exterior por la tormenta en curso:


    Shyamalan rara vez mira de frente lo sobrenatural, lo extraordinario, pero más que por miedo se diría que por interés en salvaguardar lo misterioso, lo enigmático que en principio es siempre ahuyentado por la salida a la luz de lo heterogéneo. Shyamalan comienza diciéndonos que aún no estamos listos para ver aquello que impugna nuestro mundo, aunque sí para sentir su influencia. La joven del agua es para Shyamalan como Un fragmento de vida para Arthur Machen, una de esas excepciones en que el encuentro de los dos mundos se hace posible (aunque Machen no lo haga posible para sus lectores, en ese caso). En ambos autores, lo sobrenatural es temido, pero el terror indica muchas veces (no siempre en las ficciones de Machen, pero sí creo que es así en el fondo de su sistema) el camino a seguir, el objeto a enfrentar. No has de huir de lo que temes, sino enfrentarlo: ya señalé antes cómo el niño de El sexto sentido debe dejar de tener miedo de los fantasmas, que son los que están de verdad atormentados, y ayudándolos, aceptando su don, se hará dueño de sí mismo. Hay en Shyamalan una pedagogía del terror, como podría suceder en cierto Machen, como el de Un chico listo, y cuya novela El terror, por cierto, es muy próxima a El incidente, aunque es revelador que si el final del libro de Machen consiste en la intuición del diagnóstico (en sí turbador, por las sugerencias de la sospecha, o al menos así lo recuerdo), el de Shyamalan siempre ha de ser la resolución del problema. El diagnóstico de El terror es tan turbador como el de El incidente, pero el modo en que Machen lo mantiene en suspenso, en sugerencia final, incrementa su poder turbador, impugnador de todo un estado de cosas que abarca desde la estructura del conocimiento humano a la escalada bélica del siglo XX. La solución de El incidente, sin embargo, nos da una palmadita tranquilizadora en la espalda: lo que hace falta, chavales, es amor. Amor y familia. En Shyamalan realmente la duda dura poco: la clave es cómo solucionar la emergencia del terror. Y en sus soluciones, nunca ha ido mucho más allá de la literatura de autoayuda.
    En la anterior entrada, recordaba cómo Todorov explicaba que lo fantástico consiste en un territorio de zozobra, una duda entre la vigencia de la realidad que percibimos a diario y su impugnación a manos de lo sobrenatural. Me permitiría añadir también, sobre todo en el género de terror, la duda sobre la naturaleza de esa impugnación: vampiros, zombis, monstruos, asesinos… algo así como la duda sobre el subgénero ante el que estamos. La duda sobre lo que sucede en La visita, sobre la naturaleza real de la amenaza, alcanza grandes dosis de virulencia, sobre todo en las magníficas entrevistas a los abuelos, las sugerencias sobre cierto ser blanco que el hombre veía en la fábrica, o los fascinantes extraterrestres de que habla ella, por no hablar de las reacciones de esta a las preguntas sobre lo que sucedió la noche en que se hija se fue. Esto último acarrea sugerencias muy perturbadoras por ejemplo sobre el papel de la madre en una trama aún por descubrir, surcada por pistas sumamente extrañas… que Shyamalan nunca se atreverá a afrontar, optando por la más convencional de las opciones y convirtiendo a La visita en una película blanca e inofensiva hasta lo ofensivo, tanto o más incluso que en sus últimos dos largometrajes. Becca y Tyler afrontan sus miedos, pero Shyamalan no se atreve a que su película sea demasiado dura y que los abuelos sean, como debiera ser, los auténticos abuelos. Shyamalan debe demasiado a Spielberg como para hacer una verdadera película de terror: al final la familia queda a salvo en su integridad espiritual, los malvados eran ajenos a la santa institución, el secreto pasado es restablecido a la memoria familiar, el perdón se impone y el niño sigue rapeando. Un momento que puede hacer lamentar que los dos ancianos no asesinasen a las dos criaturas, por mucho que sus dos intérpretes sean los mejores actores infantiles que servidor ha visto en mucho tiempo (fíjense en ella cuando el niño le pregunta por qué no se mira en el espejo: su reacción se encuentra en las antípodas de la que habrían tenido actrices infantiles tan aplaudidas y tan espantosas como Dakota Fanning o Chloe Grace Moritz).
    Aunque en esta conclusión de la que ya algo dije más arriba, podemos percibir otro aspecto a considerar: la película que vemos, ¿no está editada acaso por una joven famosa que nos cuenta los hechos que motivaron su fama, su visita a unos abuelos que habían sido asesinados y sustituidos por los criminales, que intentaron a la vez matar a los jóvenes? Tras sobrevivir a la increíble situación, la historia sin duda debió ir a parar a toda la prensa y televisión del país por su innegable singularidad, a la que no puede de ningún modo ser ajena el que los adolescentes supervivientes grabaron todo con sus cámaras; se vuelve así imperativo utilizar el material grabado para editar una película que ya no trataría sobre la historia familiar tanto como sobre los sucesos padecidos, y que sin duda alguna producirá unos réditos económicos importantes para la modesta familia uniparental. Así, la conclusión del film resultante no solo muestra la instauración del perdón en el corazón de la familia, sino la alegría por la supervivencia y la fama subsiguiente. La visita está montada por una adolescente famosa, es la exhibición juvenil de un triunfo. Su comicidad vendría de no otro lugar que del hecho de que Becca está contando algo que fue horrible pero que ya está superado, y que al final no trajo más que alegrías (sus abuelos reales murieron pero en fin, ella no los conocía…). La visita, película de Becca, es la narración de unos hechos terribles, realizada desde la conciencia de su final superación. Es aquí que advertimos que quizá la película sí confiere a su montaje, a su narración, mayor atención de la que advertí en un principio: si las imágenes están en presente, no dejan de estar seleccionadas y montadas desde un futuro para el que ya son un pasado superado.

- La nalga
    Es en Señales donde, como ya señalé en anteriores entradas, el cine de Shyamalan inaugura un registro a medio camino entre lo cómico y lo dramático, cristalizado en la infantilización de los dos adultos de la película. El incidente sería la culminación de la que llamé “duda shyamaliana”, por la que el cineasta desplazaría la duda de Todorov a un nuevo territorio: ¿esto es de miedo o de risa?
    Pero La visita muestra que la irrupción de lo cómico ha de relacionarse más profundamente con el compromiso del cineasta con el género de horror. Lo cómico concurre como un nuevo obstáculo que se alía al del terror en el camino al conocimiento, esta vez impidiendo siquiera advertir el miedo. Lo extraordinario, lo otro, al ser ajeno a nuestra normalidad puede también, por ello, ser ridículo. Shyamalan ha trabajado como pocos, sin estar plenamente en los dominios de la comedia, esa dimensión en que el ser extraordinario (y no hablamos del clásico genio excéntrico, tan propio de toda una tradición del fantástico) puede ser ridículo. Lo ex-céntrico supone en efecto una exterioridad del mundo, y esta puede costar la seriedad: lo extra-ordinario puede parecer estúpido y hacernos reír.
    La visita parece la mejor ejemplificación de esto: las rarezas, e incluso enfermedades seniles, de una pareja de ancianos pueden dar miedo o risa, indistintamente, y ese es el mayor obstáculo para percibir lo terrible que está teniendo lugar. La mezcla comedia/terror se da aquí quizá con la mayor pertinencia discursiva hasta ahora en el cine de Shyamalan, culminando en el cierre de la secuencia del escondite: la nalga descubierta de la abuela.


    La anciana, casi se diría que súbitamente rejuvenecida, acaba de asustarnos, y la duda entre si la persecución era un juego o no es una muestra habitual de la planteada por Todorov. Pero el momento en que ésta se retira, risueña, y muestra medio culo al descubierto, en una repentina e inesperada sexualización del cuerpo anciano (y qué hay más ajeno a la sexualización en el cine que los ancianos, que solo acceden a ella, precisamente, en la comedia, y siempre como objeto de risa), sintetiza el logro de Shyamalan: conseguir que lo pavoroso y lo ridículo sean indistinguibles, más aún, que sea lo ridículo, lo risible, el principal obstáculo para el conocimiento de nuestras circunstancias reales, pues es capaz de bloquear la percepción de lo terrorífico mismo. Aquí, la risa bloquea el conocimiento, mientras que el terror paraliza el cuerpo, impide moverse y afrontar la amenaza, de modo que lo que hay que superar es primero la risa para acceder al terror y luego el terror para vencer a los malvados (que aquí, al contrario que en El sexto sentido, son además malvados de verdad, pero como ya hemos visto enfrentarlos implica para los protagonistas superar el trauma del abandono paterno, su miedo más esencial, el que en cierto modo les conforma como individuos).
    Pero incluso más allá de esto se encuentra, en esta película de adolescentes obsesionadas por sus madres, de niños raperos y abuelitos raros, la irrupción de la carne. Más aún: la carne vieja, es decir el horror ante la carne futura. En esa nalga descubierta se aparece esa otredad de la vejez tan central por ejemplo en Rosemary´s baby, y en suma en toda ficción donde esta se niega a aceptar el papel subsidiario a que siempre se la relega. También Polanski había jugado a que los ancianos fueran risibles, por mor de su excentricidad, y que ello encubriera su carácter perturbador, el de dobles futuros de la madre enfrentada a la aparición de una radical otredad en su cuerpo, pero aquí esto es central y además es la enfermedad y la decadencia física lo que acarrea la risa, lo que introduce una zozobra incluso moral, donde son los jóvenes los que podrían ser acreedores de nuestra condena, por reírse de las desgracias de la senectud (claro que eso no sucederá… porque todos nos reímos, ¿verdad?). En esa nalga leemos una fisicidad que puede vencer a la de los jóvenes, un atrevimiento que les supera, pero también la duda entre si la mujer está enferma o no, si quería jugar o de verdad buscaba asustarles y qué habría pasado de mantenerse bajo la casa, incluso si se da cuenta de que tiene medio culo al descubierto, porque ¿y si lo hace, qué implicaría eso? La abuela inunda de terror a sus nietos y después les enseña el culo, riendo. La vejez enfrenta a la juventud la imagen de su carne, una imagen, ¡sacrilegio máximo!, orgullosa. Las salas de cine tienden a reírse, pero el reto está lanzado; el abuelo lo retomará al manifestar a Tyler su desprecio y estamparle el pañal manchado en la cara: de la carne a sus desechos, ahora sí enfrentados contra la mirada infantil, contra el cuerpo aún impoluto, sin mancha y satisfecho de sí mismo (recordemos a Tyler luciendo cuerpo ante la cámara, “a candy for the ladies”). Imposible no recordar de nuevo ese perturbador (y cómico) momento de Tyler en el cobertizo: la aparición de los pañales sucios es no solo la de la materia en una película hasta entonces muy poco física, sino la de una vida distinta, una experiencia otra, y para colmo futura, de la carne, una vivencia del cuerpo que no podría estar más alejada de la que tienen los jóvenes. La vejez impone las formas de su propio horror, les enfrenta a una visión del irremediable porvenir de su materia. Estos solventan el trauma de la falta paterna, pero a la presencia de la vejez solo ofrecen el rechazo, por eso de la supervivencia. La vejez queda rechazada, eliminada, alguien diría: forcluida. Y podemos perdonar y rapear tranquilos. Ni siquiera eran nuestros auténticos abuelos. Ni Shyamalan ha tenido el coraje de confrontar las implicaciones de su propuesta. La visita es la muestra de que los cobardes también puede hacer buenas películas. Buenas, pero cobardes. Cobardes, pero buenas. Buenas, pero cobardes… Cobardes, pero buenas… Buenas, pero… 

martes, 17 de noviembre de 2015

En tierra extraña (Shyamalan, 2)


    La joven del agua y El incidente ocupan un peculiar espacio dentro de la obra de M. Night Shyamalan: la primera parece ser la más odiada (lo de Airbender es otra historia), y la segunda la más querida por sus fans más hardcore. Acaso no sea ajeno a esto que son sus dos obras más programáticas, las que con más precisión e intensidad presentan dos tendencias de su cine: el ejercicio entusiasta de la narrativa demiúrgica y la mezcla entre humor y terror vinculada sobre todo a un tratamiento muy específico de los personajes tanto en su carácter psicológico como en su comportamiento gestual. Las dos son en esto, eso sí, desarrollos perfeccionados y extremados de Señales.
    La joven del agua lleva al límite la apuesta de aquella, donde como decía en la anterior entrada de este vuestro blog, era la obsesión de la narrativa hollywoodiense por que cada elemento tenga su justificación dentro de la historia la que terminaba llevando al personaje protagonista al retorno a la religión. En la conclusión, el ex-sacerdote descubría que todo estaba ahí para decirle qué hacer en un momento determinado, que el azar no existe, de modo que todo responde a una necesidad narrativa que nos demuestra que todo posee un sentido, una función, de todo hay una razón, una razón eso sí demiúrgica: las cosas han sido dispuestas. Si en Spinoza Dios es causa inmanente y no transitiva del mundo (que no es, por tanto, creación), en Shyamalan hay una transitividad irresuelta (el autor nunca es descubierto… salvo en su segundo largometraje, Wide awake) pero no por ello menos manifiesta.
    La apuesta de La joven del agua consiste en identificar la realidad narrativa con la realidad tout court, esto es, que la realidad se convierta ella misma en, en este caso, cuento, de modo que todos los personajes que habitan en una pequeña urbanización descubran que se encuentran allí para cumplir con un propósito determinado. Ya no es solo que se evidencia que todo cumple una función, sino que esta es explícitamente narrativa, los individuos se descubren parte de un cuento y es este el que han de entender para saber cuál es su propósito, su razón de ser. La vida no es sueño sino cuento, nos dice Shyamalan: sigue unas reglas bastante precisas, donde cada elemento tiene un sentido, una finalidad, y todo se ordena además en torno a una moraleja, una enseñanza, un aprendizaje sobre el miedo, el mundo y el amor.
    Todo esto se encuentra con nitidez en La joven del agua: la primera parte se concentra en que la narf se encuentre con el hombre sobre quien ha de influir (interpretado por el propio Shyamalan), la segunda en conseguir que pueda volver a su mundo. La segunda misión en principio parecería la menos importante, ya que el propósito de la narf no es salvarse sino influir sobre el humano, pero Shyamalan la ha dado un nombre que nos permite entender este orden: Story, historia. La “historia” que solemos referir como “con minúscula” obtiene una mayúscula al convertirse en nombre propio, individuo físico. Y una vez la historia ha cumplido su función mayor, propiciar una influencia que habrá de cambiar la vida de los humanos, ha de cumplir la menor: para ser salvada, todos han de entender que su existencia es narrativa, esto es, que existen por y para algo, que su vida tiene un propósito y no es un mero accidente del vacío. La segunda mitad consiste en encontrar al personaje escondido bajo la persona, pero el personaje, lejos de suponer para Shyamalan o para ellos mismos una reducción de esta, supone la vinculación a algo que podríamos calificar como una trascendencia de tipo narrativo. No ser persona sino personaje quiere decir aquí que se posee un sentido, que no es el azar sino la necesidad propia de lo narrativo lo que conforma nuestra existencia. Exactamente lo que lograba el Mr. Glass de Unbreakable al comprobar que la estructura héroe-villano del cómic de superhéroes regía en la realidad. El vacío no reina.

    El incidente constituye, junto con Airbender, la apuesta más arriesgada de la carrera de Shyamalan, sobre todo por su ambición, diríamos, espacial. Shyamalan se distinguía por lo íntimo de sus contextos: El sexto sentido, Unbreakable y Señales se reducían apenas a tres o cuatro personajes, considerablemente ensimismados, y espacios reducidos. The village los amplió algo más, pero revelando bastante la ambición de no hacerlo demasiado, ya que el pueblo que da nombre a la película (el título español, muy erróneamente, le pasa el protagonismo al bosque) existe fruto de un rechazo del mundo exterior: el ensimismamiento de los personajes es trasladado así al escenario mismo. El incidente sin embargo es algo parecido a una película de catástrofes: por alguna razón todo el mundo, ciudades enteras, empiezan a suicidarse. El desastre abarca todo el noreste de EEUU y los protagonistas inician un éxodo bastante reducido y poco espectacular, de modo que incluso en un género tan codificado Shyamalan se las arregla para llevar el agua a su terreno, concentrándose en dos personajes, una pareja (con niña, que es muy importante pero carece del peso que tenían los menores de películas anteriores). Su recorrido será el más extravagante de la historia del subgénero: la excéntrica pareja que propone la teoría de que todo lo producen las plantas (“saca los prismáticos que usas para espiar a los vecinos”), una casa completamente hecha de plástico, dos adolescentes que asesoran en problemas sentimentales y una anciana apartada del mundo que ve en toda persona una potencial amenaza. En el centro, una pareja en medio de una crisis motivada sobre todo por algo que atormenta a la mujer, y que cuando se explicita no puede producir más que perplejidad: ella tomó un postre con un compañero de trabajo (cuya voz suena en una sola ocasión, interpretada por el propio Shyamalan, tal vez en respuesta a los que le criticaron por interpretar al futuro salvador de la humanidad en La joven del agua), y mintió a su marido diciéndole que había salido tarde del trabajo. La candidez de la crisis recuerda a los viejos tiempos en que, en una película como Steamboat round the bend de John Ford, el joven condenado a muerte confesaba avergonzado a su enamorada que en cierta ocasión, antes de conocerla, había mirado a otra joven, y ella, turbada, le respondía que no importaba, que seguro que ella le había mirado antes. La candidez (= inocencia + conservadurismo) de algunos personajes de Shyamalan es casi única en el cine actual, y esta pareja está en cabeza. Tal es así que la sugerencia final es que su amor les salva de la muerte, que el amor les hace indetectables por las plantas o, dicho con más precisión, hace que estas no tengan que defenderse de ellos.
    Pero la propuesta no sería tan interesante si no estuviera acompañada por una forma y gestualidad adecuadas. El ensimismamiento de los personajes de El sexto sentido y Unbreakable se evidenciaba en una gestualidad reposada, lenta. Bruce Willis o Haley Joel Osment parecían sostener sobre sus espaldas el peso de sus personales tormentos. Pero en Señales aparece un cambio: los personajes devienen figuras a un paso de la irrealidad, por la radicalización de su rigidez y un gesto casi atontado, de perenne perplejidad que les aproxima casi a un Buster Keaton más fuera de su elemento que nunca. Pareciera que los traumas de los personajes les dejaran encerrados en una petrificación corporal, un cuerpo en permanente estado de shock que, visto desde fuera, confiere a sus pobres dueños un aspecto ligeramente ridículo, risible, por el cual el humor, siempre presente en pinceladas en las anteriores películas, pasa a mirarse cara a cara con el drama y el terror, hasta inaugurarse con total plenitud lo que me gusta llamar la “duda shyamaliana”: ¿esto es de miedo o de risa?.
    La idea, claro está, tiene que ver con Todorov. Este había propuesto como característica esencial de la literatura fantástica no la impugnación de la realidad, sino la duda sobre la existencia o no de la transgresión sobrenatural, que en tantas ocasiones genera el terror. Así que muchas veces la cuestión es: ¿la situación es de terror o no? ¿Realmente está sucediendo algo que debiera aterrorizarme, que me haga temer por mi vida, etc.? En Señales, la cosa va más lejos, porque damos por hecho que hay extraterrestres pero no podemos creernos lo pánfilos que parecen los protagonistas, de modo que antes de sentir miedo o no, reina la duda sobre si deberíamos o no reírnos. ¿Esto es de risa?
    Tomemos algunos ejemplos: la película empieza con Gibson en la casa. Tras varios planos deambulando, plano frontal, con pared y puerta al baño. Se escucha el grito lejano de una niña. Tras una breve pausa, Gibson entra en campo, dando un paso a la izquierda, y queda detenido tal que así:
    No sé a ustedes, pero a mi me hace gracia. Claro que hay que verle moverse, entrar en campo, porque la rigidez se observa en los movimientos más aún que en su ausencia, que es también muy abundante. Por ejemplo, Shyamalan tiende a hacer adoptar poses ridículas a los personajes sentados, como en la captura siguiente, donde los dos adultos se colocan de forma rígida y frontal ante la cámara, con las manos sobre las rodillas.
    Su aire ridículo es evidente, reforzado además por el hecho de que en ese momento los niños están en una posición más avanzada que ellos por estar más dispuestos a creer en lo extraordinario. Ahí Shyamalan, como tantas veces en la película, peca de enfático colocándolos en primer término, y además uno a cada lado, para equilibrar la composición (he tomado un momento en que solo hay uno, para que se vea mejor la posición de los adultos).
    Como si quisiera llevar los aires ridículos un poco más lejos, a esto añade los clásicos sombreros de papel de plata, que primero llevan los niños pero después también pasan a llevar los adultos, o al menos el más infantil de ambos:
    Los personajes no pueden dar mayor impresión de indefensión, ni estar más unidos en una común naturaleza infantil, independiente de las edades. Cada diálogo da fe de ello: las forzadas frases proferidas por los dos hermanos adultos en la hilarante persecución nocturna alrededor de la casa, la conversación con la sheriff sobre si una mujer puede correr tanto como un hombre (y la distancia que hay entre la burla de Phoenix y su disculpa, donde vemos lo lento que es el personaje), o la impagable escena de la confesión en la farmacia, también de desarbolante candidez, pues la dependienta se confiesa tan solo por el uso de palabrotas que ni siquiera se atreve a decir en alto frente al ex-sacerdote. De nuevo la inmovilidad es clave en la comicidad de la escena: ella en primer término, en el lateral derecho, Gibson impávido delante, sin mirarla ni a ella ni a nada en concreto, con esa cara de circunstancias en la que tan maestro es, escuchando algo de lo que claramente no quiere saber nada, y finalmente la cabeza de un cliente que aparece tras su espalda. Si alguien tiene dudas sobre lo deliberado de la comicidad de Señales, basta ver esta escena, casi sketch, para despejarlas.
    La indefensión, como siempre, es fruto de los traumas de los personajes. En la captura de más arriba de Phoenix y los niños vemos dos traumas distintos: el de la pérdida de la madre (ellos) y el del fracaso como jugador de béisbol (él). Cada cuerpo está configurado por su drama personal, detenido en un rictus de inutilidad, que mueve a la risa cada vez que los personajes toman por ejemplo el valor de mirarnos a los ojos (algo que hacen mucho en Señales), un atrevimiento que sin duda escapa a sus capacidades: son personajes que no pueden sostener la mirada, ya que a duras penas se sostienen a sí mismos. En el encuentro entre su seriedad y su estulticia, lo que Shyamalan hace surgir es la risa, el ridículo.
    Como La joven del agua desarrolla el uso de la narrativa demiúrgica postulado en Señales y Unbreakable, en El incidente la mezcla entre humor y terror y la impavidez de los personajes se extiende a casi todos ellos, aparte de perfeccionarse en un mayor refinamiento en la puesta en escena (apenas queda rastro del vulgar y constante uso del gran angular en Señales, por ejemplo, aunque del de la cámara lenta no hay modo de librarse) y riesgo en la introducción de lo cómico.
    Los elementos citados de Señales están todos aquí, aunque los traumas desaparecen, de modo que no hay razón aparente para la extrañeza visible en Zooey Deschanel, Mark Wahlberg y John Leguizamo. Ella parece petrificada en un gesto de perplejidad e inquietud eterno, apoyado por unos impresionantes ojos que Shyamalan no duda en aprovechar para crear esa extrañeza que busca en la actriz; Wahlberg siempre parece entre atontado y molesto, pero una molestia impotente, imposible de precisar ni mucho menos de resolver (el momento en que mejor y más cómicamente se muestra es en sus divertidas réplicas a la anciana en el momento en que esta le pregunta si quieren robarla o matarla mientras duerme; ahí Wahlberg, como se suele decir, está de Oscar); y Leguizamo lleva la molestia a un constante gesto de estreñimiento, me atrevería a decir, una agresividad larvada, inofensiva, contenida, que encubre una enorme vulnerabilidad que va saliendo a flote conforme la situación avanza. En conjunto, simplemente parecen niños, superados por sus circunstancias y con la candidez de sus pequeños conflictos, que no acarrean consecuencia alguna en la narración. Las películas de Shyamalan siempre se plantean como resoluciones de traumas, de conflictos internos, pero aquí no hay nada así, tan solo una pequeña crisis matrimonial que mueve a la risa más que nada. Pareciera que Shyamalan asume la grandeza del sub-género de catástrofes solo en el conflicto planteado, uno entre el hombre y la naturaleza. Los humanos se convierten en poco más que peleles ridículos, aunque por supuesto esto no comporta burlarse de ellos, mantienen siempre una entidad, dignidad si se quiere, por la que es importante si los protagonistas se quieren o no, y cada muerte sigue siendo un shock, un “acontecimiento”. Por ejemplo, la pareja que recoge a los protagonistas en su coche son presentados como excéntricos y risibles, pero el hombre adivina desde el principio la causa de la catástrofe y la muerte de ambos, que no vemos, es precedida por un primer plano del rostro sordamente conmocionado de él, doblemente conmovedor por el encuentro de su emoción, de su miedo, con el desequilibrio de sus facciones y el leve atontamiento de su expresión; el plano siguiente, en que ambos  entrelazan su manos con el resto del grupo al fondo, es para un servidor uno de los momentos más emocionantes de la película. 
    Por otro lado, El incidente se encuentra bastante lejos (no todo lo que sería deseable, pero la candidez obliga) del paradigma viril tan propio del cine de catástrofes, muy bien ejemplificado por la reciente San Andreas: además del pelelismo citado, los dos hombres son profesores de ciencias, no hombres de acción, absolutamente superados por la situación. La formación científica solo ayudará a localizar la naturaleza del problema y postergar la muerte durante unas horas. No es poca cosa, pero la indefensión de los protagonistas es casi absoluta. Los militares son tan impotentes como cualquiera. La inteligencia, y sobre todo el amor (sin metáforas) acaban resultando mucho más importantes que la fuerza, para la supervivencia.
     La comicidad de la película se manifiesta también en los diálogos absurdos, rayanos en lo inverosímil como sucede en el ejemplo más claro, el momento en que Wahlberg habla con la planta de plástico, una escena que pareciera escrita para decir a los espectadores que sí que pueden reírse con la película. Después de esto, uno de los adolescentes aconseja a Wahlberg con sus problemas sentimentales, otra concesión clara al humor; pero en la siguiente escena unos individuos siempre ocultos matan brutalmente a los dos jóvenes. Las actitudes atontadas van acompañadas de diálogos igualmente extraños, que rara vez ceden al retrato realista de una situación de riesgo, algo que sí mantienen sin embargo las escenas de violencia, donde Shyamalan se las arregla con una sobriedad que apenas había ejercido hasta entonces para hacer sentir el peligro en un contexto en el que este es invisible.
    Un buen ejemplo es el recién citado: los paranoicos matan a los dos jóvenes sin que Shyamalan los haga nunca visibles y por supuesto sin que haya otra relación con ellos. Encerrados en la paranoia antiterrorista, no hay mejor modo de mostrar esta que el que escoge Shyamalan, reduciéndolos a un encierro absurdamente homicida. Antes, en el momento en que varios supervivientes se dividen en dos grupos que atraviesan el campo, cuando uno de ellos empieza a matarse, el otro solo sabrá de ello por los disparos que se escuchan al otro lado de una ladera. Primero tendrá que deducir algo terrible, basándose solo en el sonido de la pistola, después decidir qué hacer. Ninguna panorámica o visión aérea nos muestra la distancia entre ambos, tan solo los disparos nos la dan a entender, invisibles pero demasiado cercanos, puntuando la nerviosa conversación entre la gente sobre qué hacer. La separación entre la muerte y la vida está dada por tanto de la manera más simple. Suena el primer disparo y todos se dan la vuelta:
    El contraplano de esta imagen y este disparo (que son, por cierto, los que siguen a las manos entrelazadas que citaba antes) solo muestra la ladera. La muerte está al otro lado, fuera de campo. Y sin embargo lo que vemos, en el fondo, es la fuente de esa muerte: simple hierba, unos poco espectaculares árboles.
    Una cotidianidad, sencillez campestre, que sin embargo ha devenido asesina, como enseguida deducirá Wahlberg, siguiendo la idea del hombre que acaba de morir. Esta amenaza mayor, la de las plantas, se representa con el simple movimiento de la hierba y las hojas de los árboles, que por supuesto no puedo recoger aquí en captura alguna.
    En todos los casos, la parquedad de los personajes parece ser emulada por la puesta en escena, de una sobriedad que destaca sobre todo en los suicidios, mostrados con esa mezcla de solemnidad y sencillez tan marca de la casa pero nunca tan lograda como hasta ahora: se muestran desde lejos en los casos de la cortadora de césped o el de Leguizamo (un ejemplo de plano técnicamente complicado que sin embargo no puede parecer más sencillo), o recurriendo a las grabaciones caseras que tan buen rendimiento le dieron en Señales (me refiero, aquí, al suicidio en el recinto de los leones), que suponen también una mirada desde más lejos todavía, sin proximidad física alguna al acontecimiento. Por supuesto, se manifiesta con intensidad la tendencia natural de Shyamalan a reducir el espacio de los sucesos, de modo que la estremecedora lluvia de obreros se reduce a un solo edificio en construcción y siempre se contempla desde el punto de vista de un solo hombre, un obrero aterrado, mientras que en un blockbuster al uso, la lluvia abarcaría una avenida entera y los sujetos horrorizados serían unos cuantos. Esta escena es modélica: primero cae un cuerpo y varios obreros se acercan a él. Uno informa por radio, se quita el casco, escuchamos otro ruido de caída a sus espaldas; los obreros se dan la vuelta pero Shyamalan pasa a un primer plano del de la radio. El punto de vista queda establecido.
    El hombre camina hacia el caído, mientras otro cuerpo cae a sus espaldas. Aunque esta caída tiene lugar durante un plano cenital del primer cadáver rodeado de obreros, el siguiente plano sigue al hombre desde su espalda, mientras este mira a su alrededor, por el que va cayendo cuerpo tras cuerpo, aunque siempre sin excesos: primero tenemos el que acaba de caer:
    Después el hombre se gira hacia la izquierda seguido siempre por la cámara, y entonces cae otra persona:
        Y finalmente, otra:
    Son solo tres cuerpos, pero la sujeción a la espalda de ese testigo y el movimiento de la cámara recorriendo un alrededor por el que caen personas da toda la impresión de un desmoronamiento general, radical, del mundo conocido. Remate: un picado casi cenital muestra al hombre finalmente mirando hacia arriba y entonces vemos la lluvia de cuerpos, reforzada por la música de la que no hay modo de librarse en Hollywood, dirija quien dirija. La escena culmina con el rostro estremecido, aterrado, del obrero. No hay plano aéreo, panorámica de la calle, lluvias de decenas o centenares de personas, solo un obrero que ve a varios compañeros caer a su alrededor.
    Igualmente, en el primer suicidio que abre la película, en Central Park, el hecho se reduce al alfiler que una mujer se clava en su cuello, y la paralización de la gente del parque, los gritos, etc., son también seguidos desde el punto de vista de su acompañante, otra mujer que de hecho llega a describir un suceso violento que no vemos sin embargo en sus contraplanos. Cuando la otra se clave la aguja del pelo en el cuello, el plano estará en consecuencia compuesto en dos mitades: el cuello de la víctima y el rostro del testigo:
    Detalle a tener en cuenta: cuando el alfiler se hunde en el cuello, la otra mujer inclina la cabeza, sin gesto alguno de horror (es el momento que presento en la captura); sin subrayado alguno, Shyamalan acaba de mostrarnos el momento exacto en que la mujer empieza a ser víctima de las plantas.
    La sección urbana de la película concluye con tal vez el mejor momento de todo el cine de Shyamalan, que también sirve para informar del crecimiento de la extensión espacial del peligro, al pasar el “incidente” de Nueva York a la ciudad fetiche de Shyamalan, Philadelphia (o “Killadelphia”, como reza el titular de un periódico que aparece en la película). Se trata del justamente célebre plano que sigue el recorrido de una pistola que en plena calle varios suicidas van tomando uno tras la muerte de otro, para matarse. De nuevo no son muchos: solo vemos morir a dos, hombres a quienes hemos visto hablar brevemente segundos antes, y el plano corta con el tercero, una mujer de la que nunca veremos el rostro, de la que nada sabemos. Este anonimato de la última víctima concuerda con el hecho de que si los suicidios previos se contemplan desde un punto de vista humano, en este el protagonista es la pistola, la herramienta que da muerte. La cámara la espera siempre en el suelo, sabiendo que volverá. El abandono del punto de vista humano, que tantas veces acostumbra a tener como consecuencia o prueba la elevación de la mirada, aquí al contrario lleva a colocar la cámara a nivel del suelo, ese al que las personas irán cayendo una a una, o de donde recogerán el instrumento con que se darán muerte.
    Como siempre, la clave en el proceder de Shyamalan es su obsesión por reducir el campo. Curiosamente, los únicos momentos en que muestra espacios amplios es justo antes de la catástrofe, justo antes de que todos empiecen a matarse: lo que muestra es, entonces, un lugar como los Campos Elíseos lleno de gente detenida.
    Como puede verse, por muchos Campos Elíseos que sean, Shyamalan se las arregla para que el espacio parezca más reducido de lo que es, con la ayuda de las dos filas de árboles y, sobre todo, negándose rigurosamente a la panorámica. Lo mismo sucede en Central Park:
    No hace falta señalar lo relevante que es que sea la vegetación la que limite el alcance de nuestra mirada. Ningún plano nos muestra todos los Campos Elíseos, todas las personas en Central Park o en las avenidas suicidándose. Los dos planos que muestro son de hecho subjetivos, como el de los obreros que se ven caer desde abajo. Solo el hombre que se coloca bajo el cortacésped es visto desde una posición elevada: la que corresponde al punto de vista de Wahlberg, que se detiene para observarlo mientras sube una ladera.
    (Por cierto que, a los críticos de cuarta que llamaban “fordiana” a una película plagada de grúas, helicópteros y música intrusiva como The Straight Story, les sugeriría que igual podrían llamárselo a esta, rodada bastante rigurosamente a escala humana, con la candidez de ciertos Ford y capaz como aquel de, pese a mantenerse bien atado a la citada escala pequeña, reducida, propulsarse desde allí al conjunto de la comunidad estadounidense mediante la invocación familiar; no creo que Shyamalan sea fordiano ni por casualidad, como tampoco veo la necesidad de llamar “fordiano” a nadie, pero ya que parece que algunos tienen la tienen, les sugeriría buscar sus razones más allá de la presencia de sombreros vaqueros…).
   
    El peligro es cierto, grave, aterrador, pero en cuanto fuera de esos momentos nos acercamos a individuos concretos, nos encontramos con que son risibles, con que parecen estar en una comedia (muy rara, sin duda) más que en una película de terror o catástrofes. Se podría decir que la comicidad es el acontecimiento más sobrenatural de El incidente: he aquí un cineasta al que no le importa entrar del todo en la inverosimilitud (en la inverosimilitud, saben, se cae o se entra) mientras nos cuenta una historia en la que lo fundamental sería creer en la realidad de los personajes para así preocuparnos por ellos. Pero no es la realidad la que nos aproxima a un personaje, sino el modo en que un cineasta se relaciona con su punto de vista. Además, me atrevería a decir que la comicidad de los personajes, cándidos, indefensos, mueve más al cariño que a la identificación, que Shyamalan busca que en efecto el espectador los aprecie como a niños, por mucho que estos niños puedan tener otros a su cuidado. ¿No nos muestra el final de la película, por otro lado, esta indefensión en que todos nos encontramos? A pesar de lo sucedido, un debate televisivo nos muestra cómo no se han alcanzado las conclusiones adecuadas, las que con toda sencillez alcanzó el personaje de Wahlberg mientras escuchaba disparos a su alrededor. Tal vez después de París…
    Si la reciente y exitosa La visita, de la que hablaré aquí próximamente, retoma la comicidad de El incidente, no es menester olvidar que mientras la primera es un conflicto entre jóvenes y viejos, frecuentes objetos o sujetos de risa en el cine de todos los días, la segunda lleva el extraño sentido del humor de Shyamalan al mundo adulto. Digámoslo así: con jóvenes y viejos, en el cine hay licencia para inventar; con adultos, el realismo se impone. Shyamalan violenta esta regla no escrita y crea unos adultos inverosímiles, sin que esto sea dicho como demérito; antes bien, El incidente vale lo que esta extrañeza, esta inseguridad que dificulta establecer el tono, el género, y en consecuencia violenta todas las claves que habitualmente dicen al espectador cómo ha de reaccionar a una película antes incluso de empezar a verla. Raúl Ruiz sostenía, en el segundo volumen de su Poética del cine, que no solo no había contradicción entre distanciamiento y fascinación, sino que la segunda dependía en gran medida de la primera. Pocas muestras de esto mejores que El incidente nos ha dado Hollywood en las últimas décadas.

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La referencia de Raúl Ruiz proviene sobre todo del vol. 2 de Poética del cine, publicada en castellano junto a los otros dos volúmenes por la Universidad Diego Portales. La referencia a Todorov proviene de su clásica Introducción a la literatura fantástica. No encuentro mi ejemplar, así que si alguien encuentra algún error en mi recuerdo, agradeceré me lo comunique. 
Subrayo también que si a alguien extraña que dos de las capturas no estén centradas, no busque más razón que la tozuda negativa del blog a retirarlas del borde derecho. ¡Actos de la naturaleza!