martes, 1 de diciembre de 2015

El imperio del dolor

  A la vista de Alegrías de Cádiz y Niñas, los dos primeros largometrajes realizados por Gonzalo García-Pelayo tras su decisión de volver al cine, una de las posibles conclusiones bien podría ser que, independientemente de la calidad intrínseca de estas, Pelayo había perdido mordiente. Y aunque a mi juicio buena parte de esta pérdida se deba a su conservadurismo, quisiera considerar aquí otra fuente, no ajena por demás a esta: su cultivo de una placidez más enunciada que real.
    El desgarro, el sufrimiento, e incluso la crueldad, son elementos que no deben hacerse de menos en la primera etapa de su filmografía (1975-1982), y desde luego tampoco en la segunda, televisiva (1986-1989), donde realizó su obra más amarga, doliente y oscura, Veinte mil semanales. Aunque es cierto que por su puesta en escena García-Pelayo es único en introducir una placidez casi ontológica en su narración, esta no deja de estar atravesada, e incluso constituida, por la crudeza de la muerte: la del Moreno en Manuela, la de Quique, mágicamente asociada además con la del hijo de Farruco, en Vivir en Sevilla, la de todos los animales de Frente al mar, la de Miguel al final de Corridas de alegría o la del matrimonio de que se habla en cierta escena de Rocío y José (este último, además, había perdido recientemente a su madre, hecho en absoluto casual). Presencia de la muerte a la que no es ajena otra, la del desamor. La muerte del Moreno sucede a resultas de su defensa de Manuela frente al alcalde y es tanto causa como prueba de su amor por ella, una suerte de amor cortés también presente en el personaje de don Ramón, de muerte por amor, amor por cierto no correspondido. En Vivir en Sevilla, la aparición del niño del taller narrando la muerte de su amigo Quique a manos de la policía irrumpe justo después de la primera escena entre Miguel y Ana, donde se manifiesta tanto el deseo de éste como la insatisfacción de ella, y precede a la sección donde se comunica que la pareja se ha separado: está ubicada, por tanto, en el lugar mismo de la separación. Las muertes de los animales en Frente al mar son un insistente contrapunto mortuorio a la plenitud sexual de la vida en la casa, pero también permiten matizar su impresión de felicidad y goce, ya que el acontecimiento central de la historia no deja de ser la imposibilidad de materializar un amor imposible, de llevar a la realidad una especie de ideal: regirse por el presente del sentimiento amoroso, sin atar este a temporalidad horizontal alguna (proyectos, matrimoniales y familiares entre otros). La muerte de Miguel en Corridas de alegría tan solo culmina inexorable la imposibilidad de encontrar a la amada, Deus absconditus de la narración. Tan solo en Rocío y José y, sobre todo, Tres caminos al Rocío, el amor no correspondido es aceptado (o en fin, padecido con resignación) en tanto la amada es la Virgen del Rocío, nada menos, con lo cual la imposibilidad humana de atravesar el orden trascendente es mejor aceptado: la Virgen no posee carne que penetrar, luego es en la imposibilidad de la comunión carnal con ella que esa peculiar forma de deseo que es la fe puede realizarse (claro que un servidor tiene pendiente de publicación un artículo sobre Pelayo titulado “Cómo follarse a la Virgen”, así que…). Aunque en este amor a la Virgen se manifiesta una alta (en el sentido de mística) concepción del amor, según la cual amar consiste sobre todo en abrirse uno mismo a la experiencia de ser habitado por el otro, lo cual convierte el ser correspondido en algo en cierto modo innecesario. De nuevo, el amor cortés. Y el sentimiento que dará lugar a Amo que te amen.
    Desde Veinte mil semanales, manifiesto confesional del amargo fondo personal del cine de su realizador, y punto casi final de su obra si no fuese por su retorno actual, esta capacidad de hilvanar el dolor de la pérdida, de la imposibilidad de realizar un ideal afectivo, de no poder ser amado o incluso amar como se quisiera, con el sentimiento de necesidad, de placidez, de orden implacable y en el fondo feliz (Vivir en Sevilla es un modelo de película que se auto-obliga a la felicidad, en la que se puede sentir cómo, a pesar de todo, la vida no es nada si no es feliz, que si hay vida hay felicidad, y que cuando esta falta lo que adviene es la muerte… aunque a veces venga la policía y te mate igual por muy feliz que seas), es decir, esa afirmación de que la vida es música, un continuo, falta en sus últimas películas, donde es clave una resta: la resta de la muerte.
    Evidentemente se me responderá que la muerte está presente en Alegrías de Cádiz (es razonable y nada problemática su ausencia en Niñas), pero creo que bastará mirar con un poco de cuidado la obra para advertir que si bien el desamor sí es aceptado (aunque el rechazo de Pepa a Jeri carece de la gravedad del de Ana a Miguel tanto en Vivir en Sevilla como en Frente al mar), la muerte en cambio si bien es nombrada resulta pronto espantada con evidente miedo: para empezar, su presencia supone un mero contrapunto a la alegría postulada como característica esencial de Cádiz y no es vista como una parte de esta, algo esencial en el Quique de Vivir en Sevilla (la muerte es una parte de la vida, como también lo es la policía, y se trata de saber qué hacer con estos elementos que niegan la felicidad, no de hacerlos a un lado o negar su presencia); por otro, las palabras de Luci apenas insisten en la tragedia para pasar enseguida a afirmar la vida, lo cual es rematado por la inmediata inserción de unas bulerías en la bahía. Las palmas ahuyentan como si fueran abejas algo que no se soporta mentar, y que solo se trae a colación por mera intención contrapuntística. En la otra referencia a la muerta, que hace Pepa a Raúl, este no concede la más mínima atención a su recuerdo, y no solo no hay un solo segundo de silencio, de aceptación de la pérdida, sino un inmediato “hay que seguir viviendo”. Casi una orden, apresurada. Frente a la muerte, por tanto, lo que se muestra es una excesiva prisa por alejarla:  miedo.
    El singularísimo díptico formado por Amo que te amen y Copla, estrenadas este mismo año de forma más furtiva aún (y silenciosa, por tanto) que sus predecesoras, juega de nuevo en la liga del Pelayo amargo, el mismo que se manifestó con plenitud en las autobiográficas Vivir en Sevilla y Veinte mil semanales. Espacio y tiempo obligan a tratar brevemente, esperemos que de momento, solo la primera, la más desoladora, pues en Copla el dolor es celebrado en tanto es dolor cantado, la materia de la música que se homenajea. Amo que te amen, en cambio, es con diferencia la película de su autor donde el desamor se muestra más extremo y doloroso, aunque es lógico que así sea puesto que lo extremado, lo límite, es la característica más destacada de su propuesta.

    Digámoslo rápidamente: Amo que te amen consiste en la filmación de 80 minutos aproximadamente de una persona, un travesti llamado Nacha la Macha, leyendo un guión, la narración de un diálogo entre un hombre y una mujer hecho de e-mails y chats. La lectura está registrada por una sola cámara en dos planos separados por la filmación de una mujer cantando una saeta, hacia la mitad del film, y en una sola toma. La película, de casi 85 minutos, estaría formada, por lo tanto, por tan solo 3 planos, si en los minutos finales la lectura no empezara a ser sometida a varios cortes, como si los fallos de la lectora fueran demasiado graves como para mantenerlos o como si se quisiera remarcar la imposibilidad de la representación que da lugar al dispositivo que constituye Amo que te amen.
    La película en cualquier caso sí estaría formada por 3 partes, con un intermedio:
    - 1ª (desde el comienzo hasta el minuto 17 aproximadamente / pp. 1-28): los dos protagonistas, Luis y Lola, “guionista” y protagonista de Copla respectivamente, hablan por chat o por mail, entablando una relación cada vez más íntima. Está marcada por la inserción sobre la imagen de la palabra “Amor” en el minuto 4.
    - 2ª (17´-38´ / 28-38): Entra en escena Manuel, de quien Lola está enamorada. Luis, a pesar de ello, se entrega totalmente a Lola, aunque ésta no lo haga (carnalmente) a él. Es la parte de donde procede la idea y el título del film, que también se escribe sobre la película, en el minuto 30.
    - Intermedio (38´-42): saeta y créditos.
    - 3ª (42´-84´ / 39-65): Luis intenta concentrarse en la relación profesional y distanciarse en lo personal. Se suceden varios mails de Lola, que reconquista a Luis sobre todo gracias a uno (falso) en que afirma haberse masturbado dos veces pensando en él. En la conclusión, este se aleja. Estaría marcada por la palabra “Dolor”, escrita sobre la imagen justo antes de que comience el intermedio, a finales del minuto 37. 
    Salvo los 4 minutos de la saeta, por tanto, el resto de Amo que te amen consiste en una persona que habla, que lee, que cuenta algo. Y huelga decir que en ninguna película se habla como en las de García-Pelayo. Ya Manuela da buena fe de esto y quizá alguna clave del hecho: buena parte del logrado hilvanamiento de la narración con la música que más que revestirla la alumbraba, se debía al intercambio que llevaba a que palabras de las canciones se convirtiesen en fragmentos de los diálogos, de las voces en off o incluso del texto impreso sobre la imagen. El lenguaje en el cine de García-Pelayo no tiene un modelo realista, no busca imitar la realidad de un habla, al menos no según ese planteamiento que busca sujetar el lenguaje a la funcionalidad dramática, y tiende mucho más a considerarlo como un elemento musical, a veces incluso plenamente a-significante. La lengua del cine de Pelayo es tan música como las canciones, y eso no solo se advierte en el memorable habla del Miguel de Vivir en Sevilla y Frente al mar (o el resto de actantes de estas dos películas, incluidos los más sosos) sino al texto mismo, constituido por un lenguaje casi siempre poético, metafórico, imaginativo, que además tan pronto bucea en lo vulgar como en lo entusiastamente cursi, sin negarse a la fusión de ambos (“quisiera tener ríos de leche para ti”).
    Si insisto en estos aspectos es porque se presentan con intensidad inusitada, extrema, en Amo que te amen, una película hecha exclusivamente de habla, de lenguaje, de palabras, que de hecho ha sido editada como libro-dvd (mi consejo es leer el texto antes de ver la película, o leerlo entre dos visionados de la misma). Tal parece que, en su retorno, después del balance y recapitulación de Alegrías de Cádiz, tanto en Niñas como aquí García-Pelayo ha tenido la ambición de ofrecer muestras concentradas, esenciales, de elementos centrales en su hacer cinematográfico. La atención a cuerpos amados, admirados, preferentemente femeninos, se muestra con claridad meridiana en Niñas, tanto más en cuanto al no concurrir el deseo sexual, esa importancia de la corporalidad, en la que siempre hemos de incluir la voz, el ritmo y sonido específico del cuerpo presente, se hace preclara, fundamental, casi la materia única de la obra. En Amo que te amen se trata en cambio de la escritura, la fuerza del lenguaje, presentada de nuevo casi al desnudo, en una operación más purista aún que la de Niñas, ya que el texto en este caso está disociado del habla, puesto que el que profiere aquel no es el que dice las cosas sino tan solo el que las lee. Las palabras se disocian del hablante escindiéndose así el texto de su presencia física en el espacio, del cuerpo que lo dice. Y esto aún a pesar de que la presencia de ese espacio, y de ese cuerpo, es bien acuciante: nada menos que un travesti, Nacha la Macha (como todos los elementos de la película, presente también en Copla, su obra hermana, madre e hija), vestida de fastuosa cantante folklórica, sola en un escenario con pantalla verde de croma al fondo, e incluso con un micro, siempre bien presente, frente a ella:
    La operación radicaliza la constante fundamental de Vivir en Sevilla y Frente al mar, luego retomada en Alegrías de Cádiz: los actores dicen el texto sin interpretarlo, lo adaptan a su cadencia personal e incluso a su incapacidad real para decirlo, con lo cual texto y cuerpo quedan disociados, precisamente por la vía opuesta a Bresson o Straub/Huillet: inflación de la mímica, del actor, del cuerpo vivo y autónomo, por elevación de la persona sobre su función como personaje. En Vivir en Sevilla, los actores recitaban sus textos más que interpretarlos y además tendían a hacerlo en un tono monocorde, monótono, que resaltaba aún más los acentos amén de hacer aún más explosivas, por contraste, las improvisaciones de Miguel Ángel Iglesias, ya solo ya en sus encuentros con otras personas (como el célebre Silvio). Cuando Miguel o Ana Bernal hablan, es por ello imposible no sentir la materialidad del discurso proferido, de la escritura, así como la presencia viva de aquellos, su acto de hablar, de decir, su gestualidad, etc. Dos materialidades, la del cuerpo/palabra y la del texto/lenguaje, se hacen presentes igualmente en pantalla pero escindidas, una al lado de la otra, una en la otra.
    Amo que te amen radicaliza tanto la operación, que la persona que habla ya no es ni siquiera el personaje a quien corresponden los diálogos, como si fuera Ana quien dijera las palabras de Miguel en Frente al mar. Que García-Pelayo intuyó alguna vez la posibilidad de este proceso lo evidencia la célebre declaración de amor final de Vivir en Sevilla, leída por Miguel del texto del guión mismo, cabeza gacha y gafas de sol tapando el rostro (y que por cierto, en su contenido avanza mucho el de Amo que te amen, aquí en versión victoriosa: la declaración de entrega de Miguel será respondida con la respectiva de Ana). Un texto intenso, encendido, era arrastrado por el suelo de una lectura paciente pero dificultosa, y bien alejada con su monotonía, inexpresividad y aplanamiento gestual, de la intensidad emocional de lo escrito. Amo que te amen repite de otro modo la operación: la mezcla entre lenguaje vulgar y expresiones poéticas, palabras de amor y expresión siempre intensa de las emociones son obligadas a descender a un suelo que guarda cierto compromiso con lo leído pero en modo alguno busca representarlo, hasta el punto de que a veces puede costar discernir a qué personaje pertenecen las frases que Nacha lee en ese momento. Ahora bien: Miguel, al fin y al cabo, leía la declaración de su propio personaje, mientras que Nacha lee los diálogos de dos personajes, ninguno de los cuales es ella misma, y bien es cierto que a veces trata de decorar los diálogos con gestos o movimientos, de interpretar algunos de los momentos o incluso hacer comentarios a algunas de las frases con miradas o incluso opiniones personales, pero esto se mezcla no solo con momentos más cercanos a una lectura inexpresiva sino con el hecho de que en varias ocasiones se equivoca llegando su lectura a ser más torpe que la de Miguel, que se puede advertir cómo Nacha ha intentado memorizar el texto pero a veces tiene que mirarlo, o que aunque lea se traba, comete traspiés, errores… En cierto momento pierde el lugar donde iba y transcurren varios segundos en silencio mientras busca su línea (el encuadre, cerrado en torno a ella, cabizbaja, concentrada en la búsqueda, captura bien su tensión, su miedo de haberse perdido); en otros, su equivocación es corregida por el propio García-Pelayo, cuya voz irrumpe desde el off, como hiciera con Lola Sordo en Vivir en Sevilla.
    Así, el hablante no habla por su boca, nos dice el texto de otros, además lo lee en vez de representarlo, y para más inri su lectura, aunque en ocasiones no carezca de gracia y encanto, está lejos de ser perfecta, pues en otros momentos está plagada de errores. La disociación no puede ser mayor. Todo el texto es de una intensidad que supera la de cualquier película de su autor, pero su puesta en escena se concentra en negarla. Tal intensidad queda así aislada como si se tratara de un compuesto químico, siendo los otros un habla, un cuerpo, un espacio, una puesta en escena.

    Esta disociación de elementos puede ser clave y constante en la obra de García-Pelayo, pero nunca se había dado con tal pureza, reduciendo la película a prácticamente solo esos elementos… a los cuales hay que añadir los presentes en la narración, igualmente elemental. La inflamación del lenguaje de la película está íntimamente relacionado con otro aspecto muy propio de la obra de su autor, que aquí también resulta radicalizado, como si se le quisiera hacer llegar a un extremo inédito: la relación entre masculinidad y feminidad. Pues en Pelayo se trata mucho el amor, pero sobre todo el amor a la mujer, un amor heterosexual donde es fundamental la caracterización de las dos identidades sexuales, masculina y femenina. Como canta Manuel Molina en la conclusión de Manuela, si el amante se siente hombre por primera vez, es por ser su amada “tan mujer”. Es cuestión larga para tratarla aquí como es debido, pero pocos cines como el de García-Pelayo muestran una obsesión tal por esta cuestión de las identidades sexuales y muestran tan detalladamente una mística del amor heterosexual y del esencialismo genérico, la creencia en identidades genéricas fuertes y, para más inri, necesarias. Se comparta este mundo o no, pocas veces tendremos la oportunidad de ver a alguien siendo tan expresivo y preciso en su descripción y defensa de él, lo cual tiene un enorme valor (algo así como leer los textos, intensamente machistas pero enormemente ricos por lo detallado, convencido y argumentado de sus reflexiones, de Ortega y Gasset, un pariente cercano de Pelayo en sus reflexiones sobre el amor y la mujer).
    Amo que te amen presenta la versión más extremada de los dos sexos, de la masculinidad y la feminidad, que pueda encontrarse en todo el cine de su autor. El hombre es “muy hombre” en su afán conquistador y creador y la mujer “muy mujer” en el modo en que expone su vida sexual, relación con su cuerpo, con el sentimiento de entrega, etc. Tenemos aquí las más radicales y extremas descripciones de sentimientos genéricos que podamos encontrar, sobre todo femeninas. Un buen ejemplo puede ser el espectacular parlamento de Lola sobre la menstruación:
    “Desarrollé con 10 años, pero ya llevaba un par de ellos queriendo sentirme mujer. Me ponía compresas para imaginármelo y aceleré el proceso, estoy segura, de tanto deseo. Cuando llegó lo recibí con alegría y agradecimiento, y así sigo recibiendo hoy  mis cosas de mujer. Mi luna. Mi ciclo. Nunca tomé pastillas para quitar el dolor. Tenía hemorragias y sufría, pero eran mis cosas de mujer y lo soportaba con belleza.” (p. 20)
    [El texto, que continúa, impresiona al personaje de Luis, que decide incorporarlo a la película, una buena muestra del hacer del propio García-Pelayo en la producción de sus obras, como bien me consta. En otro momento, de hecho Luis pide amor a Lola y seguidamente afirma: “Todo esto es verdad pero también es texto para la película” (p. 26). Amo que te amen es también una ventana abierta al proceso creativo de su autor: no solo narra la historia entre los dos personajes sino la gestación de la propia película que vemos, cuya idea aparece en su segunda parte, vinculada al sentimiento que la da título (p. 33). La transformación del proyecto es elocuente respecto a la de los sentimientos de los personajes: de exponer el de entrega de Luis hacia Lola, pasa a ser la manifestación de la imposibilidad del amor: “Luis pensó, como Moisés, que el amor era una idea que es mejor no representar” (p. 64) (intuyo que la referencia a Moisés lo es más bien al Moisés y Aarón de Straub/Huillet). Ahora bien, no se puede no por una imposibilidad intrínseca, sino porque Luis siente que no puede “hacer una película que habla de cosas que pasaron pero que ya no pasan” (p. 63). Es la pérdida pues por la que la película, en su negativa a la representación, parece cumplir penitencia. Hay, sí, un poderoso fondo masoquista en Amo que te amen: no solo el de Luis entregándose como un esclavo a Lola sin seguridad de ser correspondido como él desea (“Presente y futuro con orgullo del pasado por el amor que más vale, el que se da sin esperar recompensa del amor del otro”, p. 58), sino el del modo en que, como más arriba expuse, todo el dispositivo de la película arrastra por el suelo de su no-representación la historia de ese amor, impide su comprensión e incluso percepción óptimas. E incluso aún podríamos considerar el también citado fracaso del dispositivo mismo, perceptible en los molestos cortes de los minutos finales.]
    El escrito sobre la menstruación de Lola pasa por ser uno de los momentos más impresionantes de la historia del cine en lo que a manifestación de un sentimiento de feminidad respecta, y no es que la cinematografía española ande escasa de ellos precisamente. El lenguaje encendido, desaforado, extremo, vincula la película a Copla, defensa de esa forma de expresión propia del célebre género musical además del amor loco, límite, donde el amante se entrega, se deja esclavizar por su amada/o.
    Ahora bien, ¿quién se entrega a quién? Curiosamente, en esa entrega fruto de llevar al límite la intensidad del sentimiento, sucede en Amo que te amen algo inexistente en Copla: los géneros se violentan, el hombre se vuelve femenino y la mujer masculina, y no es por ello extraño que por primera vez la homosexualidad juegue un papel en un cineasta que no la había prestado apenas atención. Luis ejerce su ánimo conquistador desde el primer momento, pero en su búsqueda de la correspondencia femenina la anticipa en sí mismo mucho antes de que cualquier contacto carnal llegue a llevarse a cabo. En esta conquista el lenguaje, por supuesto, es fundamental: Luis trata de subir el tono (de “¿Te pedía el alma el abrazo de esta tarde?”, p. 13, se pasa a “Sueño que la película te folle en cuerpo y alma y que eso se trasmita al público, el amor de la película hacia ti”, p. 16), pero Lola siempre dobla sus apuestas (“Pues yo me la estoy follando con el alma. Y ella a mí. Siento que el universo entero está trabajando a nuestro favor”, p. 16; obsérvese cómo ella retira el cuerpo de la ecuación: dobla la apuesta pero retirando, sin trucos y a la vista, retadoramente, una de las cartas) y finalmente acaba siendo él el seducido; así llegará a exclamar: “Sí, sí, me habitas. Me follas. Me siento hembra penetrada por un momento” (p. 18). El amor, ese instante en que no se sabe quién está penetrando a quién. El hombre, supuesta figura de fuerza, se entrega tanto a su amada que se vuelve enteramente vulnerable y llega a amar que otros la amen, sentimiento que en el habitual esquema genérico de su autor solo podría si acaso ser aceptable en una mujer; por su parte ésta, supuesta figura de entrega, de recepción incondicional del deseo masculino, se convierte en dominante de ese deseo, auténtica detentadora del falo en la relación (en la tercera parte, Lola llega a describir en detalle sus encuentros sexuales, mientras que Luis solo puede manifestar sus deseos, girando sin poder en torno a la demoledora fuerza de su amada, que en un impresionante momento le dirá: “No te habías encontrado con una mujer que fuera como tú”, p. 62). En la película por tanto donde menos vinculados están el texto y los cuerpos, resulta que ambos se afectan más que nunca, de modo que su mutuo carácter excesivo extrema tanto las identidades genéricas que paradójicamente estas se mezclan hasta confundirse. Es ahí cuando nos podemos dar cuenta de que Amo que te amen es la historia entre un hombre y una mujer contada por alguien que no es ni una ni otra cosa, que está justo en medio.
    Ahora bien, la película tiene un título que no es aplicable a lo que sucede en toda ella sino solo a su segunda parte, aquella en que la entrega de Luis y la inversión de las identidades sexuales es absoluta. Aún queda un tercer tiempo, el más extenso además, que será en el que el personaje masculino trata de regresar a su casilla genérica inicial: Luis reivindica su carácter dominante y dueño, que si bien acepta la pérdida de Lola como amada, demanda su colaboración en tanto gran artista, necesaria para la realización de la obra (“Tu música, tu carrera, tu voz espero que la compartamos y NO es cosa solamente tuya”, p. 42), aunque ella permanecerá rebelde en la reivindicación de una feminidad soberana que se basa en la entrega pero, al fin y al cabo, a quien ella quiera (“Puta, sí... Con quien yo elijo... Y cuando elijo… y estoy eligiendo a Manuel”, p. 48). La película concluye, por tanto, con la reinstauración, conflictiva eso sí porque Lola es mucha Lola, de las identidades genéricas fuertes, que si Luis no puede recuperar en tanto amante, sí en su carácter de artista.
    Pero la película se llama “Amo que te amen”. Como siempre en García-Pelayo, este hecho expresa la tensión entre un altísimo ideal y la imposibilidad de su realización: para el personaje acaba siendo imposible aceptar a la amada siendo amada por/de otro, pero la película reconoce este sentimiento como la forma más alta de amor, pues el amor es entrega, consiste en ser vivido, habitado por el otro, antes que en habitarle uno mismo. Lola dice a Luis: “Ya tienes algo conmigo. No es sexual. Pero es más grande y más sagrao. Más mágico” (p. 19), y sin duda él valora esto pero la necesidad de trasladar el amor a lo carnal es siempre perenne: en el cine de García-Pelayo el amor es un sentimiento celeste, diríase sagrado, pero que se ejercita cazándolo al lazo y haciéndole hundirse en la arena de la carne. Mística heterosexual: el sexo en Pelayo es penetración, inmersión en la carne ajena, comunión, comer la carne de lo trascendente, enfangarse en su materia. Follarse a la Virgen. Por ello, la oferta platónica de Lola (que tampoco lo es tanto: ella promete una carnalidad futura que llegará solo a condición de una entrega absoluta de su amante, aunque en el desarrollo se advierte que ella no accederá nunca, o no se entiende qué grado de entrega busca) no puede de ningún modo ser atendida; aunque su valor sea reconocido y admirado acaba resultando un sueño inhabitable. En esa tensión se da todo su cine y es la que se manifiesta en el título de Amo que te amen: al final el hombre vuelve a ser aquel que quiere que la mujer le pertenezca, quien exige que esta se pliegue, si no a su deseo, al menos a su arte, pero ese momento extremado de deseo en que uno se vuelve del revés, es lo que al final acaba enarbolado como ideal imposible, casi inaceptable, pero ideal al fin y al cabo, muestra privilegiada del poder enorme del amor y el deseo. Ese momento en que el amor le lleva a uno fuera de sí mismo es lo que busca el cine de García-Pelayo, pero es lo que finalmente no podrá soportar el Luis de Amo que te amen.

    En otro sentido, existe en esta obra un aspecto irónico este sí casi del todo inédito en la obra de su creador: Nacha no solo cuenta la historia de la relación entre dos personas, sino que lee su correspondencia personal, incluso sus conversaciones por chat, algo que puede llegar a parecer una indiscreción tal que de hecho, como se llega a referir en la película misma, el modelo de la presentación de Nacha en el filme es el de los programas del corazón (p. 45), quizá un nuevo impulso masoquista. La pantalla de croma inactiva no solo refiere así una relación con Copla, que usa de los cromas constantemente, por la que esta sería una puesta en desnudo de aquella, sino que también lo sería del artificio televisivo, reducido a una persona que habla de otras en un espacio ajeno a todas ellas, y que solo por un trucaje falsificador se torna amigable y conciliador.
    (Esto me lleva a un nuevo inciso, para señalar que el retorno de Pelayo al cine también ha venido acompañado de una abstracción en el uso del espacio inédita en su cine anterior: 1/ el lugar donde transcurre Niñas es concreto pero de ubicación desconocida, siendo esta algo capital en el cine anterior de su autor; 2/ el de Amo que te amen es concreto y abstracto a la vez, un escenario vacío, con cierto peso pues en él pasamos casi hora y media acompañando a alguien, pero que no tiene nada salvo una mesa, un micro y un fondo verde, y que, nuevamente, no sabemos dónde está; y 3/ el espacio de Copla es totalmente abstracto, aún más: no existe, transcurriendo casi toda ella sobre cromas que no ocultan su cualidad de tales. El espacio de Copla es la música y eso lleva a la ruptura de casi todos los asideros materiales, de modo que los escenarios acaban ellos mismos siendo usados como canciones. Habrá que ver cómo continúa la tendencia con Todo es de color, en montaje actualmente, que con la banda Triana como motivo parece retomar la construcción peregrinatoria de Corridas de alegría, Rocío y José y Tres caminos al Rocío…)
    El momento más claro es quizá aquel en que, después de leer un largo mail de Lola a Luis, Nacha se detiene y nos llama la atención con teatral y cotilla ademán sobre una frase quizá inadvertida, en donde se introduce a un nuevo personaje, Manuel, novio de Lola (p. 28). El amor de momento platónico entre Luis y ésta se complica por la aparición de Manuel, al que ella ama con locura, pero esto extremará el sentir de Luis hasta meterle de lleno en ese sentimiento de entrega suicida, a corazón abierto, que precisamente es el que caracteriza a la película que está escribiendo, Copla (aunque en ella ese sentimiento lo tienen todos los personajes menos el varón heterosexual, en torno al cual giran las dos mujeres y el homosexual), y borra por un momento, varios días, esa identidad genérica que identifica a la mujer con la entrega y al hombre con el dominio
    Un culebrón: Luis quiere a Lola, que no le corresponde porque quiere a Manuel, que por su parte tampoco la corresponde a ella. Todos jodidos. La historia de tantas películas (y, por supuesto, coplas), aunque por su decisión de convertir toda la película en una lectura, García-Pelayo toma el modelo de los programas del corazón e introduce una nueva variante juguetona, cómica, burlona, no tan habitual en su cine, en realidad bastante grave en su forma y espíritu (son lo mismo, claro).
    Pero, ¿quién es la locutora? Luis, Lola, Manuel… ¿pero quién habla? El espectador de Amo que te amen pasa 80 minutos frente a alguien, y es inevitable no preguntarse por ella. La cámara cubre casi todos los ángulos de Nacha, vista desde plano medio hasta primerísimo plano, incluyendo en esto detalles como el zoom hacia su escote o momentos en que su movimiento permite que breves y acertados desencuadres singularicen detalles como sus ojos o sus labios. Nacha además mira siempre a cámara y no escamotea gestos cómplices con ella (con nosotros, espectadores), además de saber cuándo ponerse juguetonamente de perfil o soltar el guión para poder usar adecuadamente su cuerpo. En suma, Nacha sabe que estamos ahí y actúa y lee (y se equivoca) para nosotros. Antes de nada, antes de la historia de amor, de los mails y chats, está ella, la que nos lo cuenta todo.
    Nacha siempre habla en tercera persona, pero son varios los momentos en que habla en primera. No solo en sus aportaciones personales, sino para explicar que ella era confidente de los protagonistas, como hace al inicio de la lectura (p. 12), o como cuando refiere una confesión desconsolada que Luis le habría hecho cierta noche (p. 30). Nacha cuenta la historia de otros, de los que es confidente. Pero en realidad esto está mal dicho, pues no cuenta, sino que lee. Entonces, ¿a quién pertenece esa primera persona, a Nacha o a otra, que no se manifiesta? ¿Pudiera pertenecer al escritor/a del guión? ¿Ha escrito ella el texto? Esto complicaría más la cosa puesto que en los créditos son cuatro los guionistas, ¿o debemos pensar que los autores del texto que lee Nacha no son necesariamente los mismos que el guión que leería en tanto ser ficticio, parte de una representación? Porque… ¿debemos pensar que es parte de una representación? ¿debemos pensar que todo es ficción o que todo sucedió en realidad? Al fin y al cabo, Copla es una película que en realidad existe, aunque no hay en ella ningún guionista llamado Luis ni ninguna actriz llamada Lola. ¿No los hay porque no existen, o porque se les ha camuflado con otros nombres…? ¿Y quién escribiría esas palabras que se imprimen en los últimos segundos sobre la imagen, “Estos ojos que ni se olvidan de tu cara ni se acuerdan de tu cruz” (p. 65)? Yo sé casi todas las respuestas y podría hacer el auténtico programa del corazón con ellas, pero lo importante no es entrar ahí cuanto reconocer este vasto y rico campo de ambigüedades que son las que en el fondo añaden a la película buena parte de su electricidad, de su tensión… de su mordiente.

   Y finalmente, en medio del todo, una saeta. ¿Quién es esa mujer que canta? Hay algo evidente: es Mayka Romero, una de las protagonistas de Copla. ¿Es ella Lola, entonces? Nuevo campo de dudas. Pudiera ser, pues aunque el verdadero doliente en este momento de la película es Luis, la canción entra justo después de que Lola manifieste su dolor por su amor no correspondido hacia Manuel. La saeta podría manifestar el dolor de Lola, o estar dirigida a Luis, sea quien sea, o a ambos o a nadie en concreto, pues en el común dominio del dolor (desamor), la saeta puede ir dirigida a cualquiera, e incluso estar cantada por alguien a quien nada va en esta historia. Abstracción bien correspondida por el plano mismo, a mi juicio uno de los más inspirados de todo el cine de su autor. La cámara recoge a la cantante en contrapicado, que canta largamente:
    El momento se aprovecha para recoger los créditos, una de esas humoradas tan queridas por García-Pelayo últimamente, colocar los genéricos a 40 minutos de empezada la película (el título ha entrado a los 30). Pero después, y coincidiendo con la parte más tremenda y sufrida de la intérprete, se inicia por zoom un acercamiento a esta que va dejando progresivamente fuera de plano primero a la microfonista que la grababa…
    …y después al muy sacralizador fondo, que si bien no es el de una iglesia tiene a lo religioso como referente, por la cruz y la propia composición.

    Es tal vez el plano más esencial de García-Pelayo: primero una afirmación conjunta del dolor, de la representación y de la trascendencia (que ya es juntar, y la franqueza y sencillez casi dignas de un niño con que lo consigue es ya de por sí encomiable), después un progresivo ensimismamiento donde la representación se deja de lado, así como la trascendencia, quedando al final tan solo una desnuda imagen doliente, que por cierto en el movimiento del zoom ha ido quemándose suavemente, imagen saturada, quemada por el sol que intuimos abrasador… da igual: lo fuera o no en realidad, la luz quema la imagen, la materia, en solidaria amistad con el gesto doloroso y solemne de la cantante. Una imagen imperecedera en una gran película solitaria.

jueves, 26 de noviembre de 2015

La nalga (Shyamalan, 3)

    La visita es eso que se suele llamar, absurdamente, “found footage”, metraje encontrado, y que yo aquí referiré por el término, creo más correcto, de “POV”, esto es, “point of view”, punto de vista. Es un término utilizado para designar un tipo de cine pornográfico, pero confío en que el puritanismo de mis siempre queridos lectores no les impida aceptar la denominación. Un POV es una película enteramente grabada con una o varias cámaras materialmente existentes en la película, manejada/s por los propios protagonistas. Un procedimiento interesante pero que ha obtenido muy escasos éxitos en términos de eso que ciertas doctrinas esotéricas denominan “calidad artística”. Dentro de este grupo, La visita pertenece a la variable de falso documental, frente a las que optan por el uso de brutos o cintas íntegras, editadas o no, para las que la denominación “found footage” sí sería apropiada (el caso de Cloverfield, por ejemplo): no vemos una grabación tal cual, sino una edición del material realizada, en este caso, por uno de los protagonistas, una aplicada joven de 15 años llamada Becca.
    Este dispositivo permite a Shyamalan evitar el feísmo de muchos POV de la variante found footage, ya que Becca tiene unos criterios sobre cómo grabar, encuadrar, montar, narrar, etc., criterios expresivos, estéticos, algunos de los cuales explica a lo largo de la película y explicitan uno de los intereses del falso documental, su capacidad para convertir al montaje y a la puesta en escena en uno de los protagonistas activos de la película. No es algo muy desarrollado en La visita, pero sí es un aspecto presente, y fundamental para entender su doble epílogo: la madre explica lo que sucedió en la noche en que se separó de sus padres y expone a su hija el mensaje de la película, que no se ha de odiar, de guardar rencor; es la hija entonces quien monta a continuación de esto las imágenes de su padre, que en un momento anterior había manifestado no querer incluir por considerar que eso implicaría que le perdonaba.
    Un problema con los POV suele ser el por qué se continúa grabando, aunque una horda de zombis hambrientos y con una capacidad gimnástica que ya quisiera un servidor para sí mismo, persigan al sufrido cámara. La opción de Shyamalan, la misma por ejemplo de la última película de Ti West, The sacrament, también un falso documental (¡de Vice, nada menos!), permite resolver esto: como los protagonistas realizan un documental, esto les anima a grabar siempre, a pesar de todo, del terror mismo, y además a intentar hacerlo con cierto criterio. Aún así puede ser un problema creer que la joven cineasta es capaz de grabar mientras es atacada por una anciana loca o busca los cadáveres de sus abuelos en un sótano, pero Shyamalan lo justifica haciendo que en ninguno de los dos lugares haya luz, de modo que se hace imperativo usar la de la cámara, y esa sería la razón de que grabe en momentos realmente tensos: la cámara se convierte en sus ojos. Respecto a por qué los ancianos usan ellos mismos las cámaras en ciertas ocasiones, tiendo a considerar este hecho como mucho más inquietante que inverosímil: se saben al final de un camino y no solo no temen dejar rastro, sino que en cierto modo lo desean, como evidencia el inquietante parlamento del hombre grabándose a sí mismo, antes de dejar caer la cámara. Antes incluso que eso, la anciana que se graba a sí misma llamando a la puerta de sus nietos con un cuchillo en la mano sabe que estos van a ver las imágenes al día siguiente. Los ancianos retan a los jóvenes, y a través de ellos al mundo, con su imagen. Si acaso, lo único inverosímil es que sepan cómo encuadrar. Ahí a Shyamalan, como a Becca, le puede la profesionalidad.
    Con esto llegamos a otro problema propio de los POV, que suele ser el que la cámara tiende a tener una ubicuidad sospechosamente óptima, es decir que siempre está en una posición adecuada para ver lo que es importante, algo en verdad poco creíble, o al contrario, el realizador se toma tan en serio el formato que no se ve ni se entiende nada, y la película acaba pecando de confusa (un buen recurso cuando no se tiene presupuesto para efectos especiales, por ejemplo). Era de esperar que La visita no se encontrara entre las segundas y, visto lo cuidadoso del cineasta, cayera más bien en lo primero. Shyamalan, como otros muchos, ha optado por tener dos cámaras en acción, y que uno de los “operadores” (Tyler, el niño rapero) no sepa filmar mientras que la otra persona (Becca) tiene una mayor competencia. El procedimiento sobre todo sirve para cubrir zonas distintas del espacio en una misma escena e incluso recurrir al montaje paralelo, pero en lo que a las distintas competencias como operadores respecta, lo cierto es que apenas se perciben diferencias en los modos de grabar de ambos. El concepto elegido permite ubicarse en un punto medio entre la edición profesional y la filmación aficionada, pero la profesionalidad es la profesionalidad de modo que cuando los jóvenes salen de los bajos donde su abuela les acaba de dar un susto de muerte, la cámara del niño está incluso mejor colocada que la de su hermana, que de todos modos ha salido muerta de miedo y se ha tirado al suelo, pero dejando la cámara en una posición óptima para registrar la salida de la abuela. Lo torcido de su encuadre resulta ridículo en tanto la cámara está montada a todas luces sobre un trípode o plataforma similar: no se mueve un milímetro. El encuadre solo está torcido para simular una torpeza que se ha evitado en todos los demás aspectos. Encuadre de Tyler:


    Encuadre de Becca:


    Son minucias, sin embargo. Yo sería más feliz sin ellas, pero aceptarlas es lo mismo que aceptar tantas convenciones que nos tragamos desde que el cine es cine, o al menos desde que nos enteramos que existía. Esta escena, ya que estamos aquí, sirve de muestra del gusto acostumbrado en Shyamalan. Toda ella acontece en tiempo real alternando las tomas de ambas cámaras, y uno puede imaginarse su realización como un juego divertido entre los actores, como si jugaran en la realidad tanto como en la ficción pero con la ventaja de que, frente a esta última, en la realidad lo terrorífico es solo fingimiento y, por tanto, dos veces divertido.
    Cosa inusual, a pesar de situarse en unos laberínticos bajos repletos de columnas, tiene un sentido del espacio impecable, no porque siempre sepamos dónde estamos (estar perdidos es clave en la escena), sino porque las relaciones de los personajes son perceptibles: la abuela ataca primero a Becca, comenzando a perseguirla; entonces esta se cruza con Tyler, pasando frente a él, que la graba con su cámara:


    Muy contento porque su hermana le pasó de largo, por supuesto ignora la razón de su huida, y que la abuela, al darse cuenta de su presencia, le espera agazapada tras una columna. Finalmente ésta le ataca y empieza a perseguirle; en la carrera, será ahora él quien se cruce con Becca, aunque ella no le ve porque pasa a sus espaldas y a bastante distancia, al fondo del campo registrado mientras la chica se graba a sí misma. En esta captura, Tyler es la mancha verde que pasa al fondo:


    Como sucedió antes, Becca no advierte la presencia de la abuela mientras esta la acecha, mancha oscura en el fondo de la imagen que camina lentamente hacia la joven:


    Cuando su risa la delata y Becca la descubre, se inicia la persecución final que acaba con la salida de ambos al exterior. En los contactos entre los hermanos, siempre separados y no siempre percibidos por ellos mismos, la abuela pasa de uno a otro. El trenzado de las dos cámaras es impecable.
    Otros momentos sí hacen difícil ahogar el enfado o la decepción, por lo bueno de la idea inicial y la cobardía a la hora de realizarla. Becca entrevista a todo el mundo, pero en cierto momento se hace entrevistar por su hermano, al que ha pasado las cuestiones que este ha de hacerle. Tyler en su lugar pregunta cosas incómodas, que no agradan a la chica que sin embargo aguanta estoicamente en su sitio, buena profesional sin duda pues sabe que eso, al fin y al cabo, será bueno para el documental. Pero entonces el hermano hace zoom hacia ella. Y él no es cámara, por lo que la imagen no queda centrada, de modo que la incomodidad de la chica quedaría apoyada por la de la propia composición de la imagen. La idea es buena, obvio es decirlo; sin embargo, desde el principio el encuadre es corregido moviendo con mucho cuidado la cámara hacia la derecha, para que el desencuadre no sea demasiado “des”. El cuidado es tal que sin duda Tyler no es capaz de ello (aparte de que le harían falta las dos manos, lo que descubriría su acción ante Becca): es Shyamalan quien corrige, aquí. La idea se apoya en la impericia del cámara, pero no afronta sus consecuencias, buscando una imagen que no sea demasiado fallida y que no pierda de vista el rostro de la actriz (magnífica, por cierto). Si se observan las posiciones inicial y final se verá con claridad que no solo se ha hecho zoom sino también se ha movido la cámara hacia la derecha:

 

    El desplazamiento es evidente. Para hacernos una idea, si se aplicase el zoom sin movimiento de cámara alguno, la imagen sería más o menos esta:



    No puedo evitar hacer otra referencia a la ubicuidad milagrosa de las cámaras, visitante habitual de estas películas: en la pelea final con la anciana, el aparato cae a la cama, pero en una posición que le permite registrar en contrapicado la imagen de la chica arrancando un cristal afilado del espejo roto.


    Se trata de una prevención absurda que genera inverosimilitud… y por tal hay que entender aquí no una de tipo narrativo, sino la percepción de que no son ni el azar ni los protagonistas quienes manejan la cámara, sino la inseguridad o excesiva prevención del cineasta real, Shyamalan, que ha temido que alguien se pregunte cómo llega el espejo a manos de la niña. Ahora bien, teniendo en cuenta que éste ha sido roto hace segundos, es automáticamente deducible que Becca simplemente ha tomado un fragmento, bien adrede bien por caer encima, del modo que sea, modo que no puede ser menos relevante. Es innecesario mostrar ese momento, y por añadidura no es creíble que la cámara por sí misma logre registrarlo.

- Shania Twain, bitches!
    Pero ahora sí, basta de problemas. Junto con la escena de los bajos, muy próxima al hacer usual de Shyamalan, otra que muestra bien por qué ha optado por este formato es la de la resolución, un montaje paralelo de las cámaras de Becca y Tyler, en dos lugares distintos de la casa, y sobre todo la conclusión, que reúne las dos cámaras en el mismo espacio. Para valorar en toda su dimensión este montaje paralelo que en su progresión deja de serlo, ha de entenderse que aquí los dos niños no solo vencen a sus enemigos sino que también resuelven sus traumas, ya que como siempre en Shyamalan es de eso de lo que se trata. Aquí, concretamente, se trata de los traumas fruto del abandono del padre. Tyler vence el trauma de su cobardía, que en cierto modo considera causa de la marcha de aquel, y el de su fobia a los gérmenes, este sí originado tras el divorcio, y ella el de su incapacidad para mirarse en el espejo, también un problema de autoestima vinculado a la falta paterna. Ambos viven en el estigma de ese abandono, e incluso Becca considera que su madre es víctima de la ruptura con sus padres, buscando hasta el último momento que estos la perdonen (lo que denomina “el elixir”). Ambos traumas se resuelven en esta secuencia. Encerrada en la habitación de la anciana, en el momento final Becca se vuelve de espaldas a esta y se graba con la cámara en el espejo, incapaz de afrontar el doble horror, el de la persona que quiere matarla y el de su propia imagen.


   Es cuando se decide a abrir los ojos, mirarse al espejo por tanto, que la figura cubierta por una sábana a sus espaldas se la quita, el rostro terrible de la anciana se muestra y estampa a la joven contra el cristal. Inevitable pensar que el gesto horrorizado de la joven tiene un doble origen: el de enfrentar su imagen, la de la niña abandonada por su padre, y la de la mujer que quiere matarla. Encarar el espejo es encarar un miedo profundo, y en efecto la anciana retira el velo que cubre su rostro. La niña afronta a la vez dos miedos y, como siempre en Shyamalan, adquiere con ello el poder para vencer su origen: el espejo es quebrado y uno de sus fragmentos la permitirá vencer a su atacante. Como en El sexto sentido, donde el niño que descubre su poder se convierte en el rey Arturo enarbolando la espada: el poder sobre la herida.
    La grabación de Becca se alterna con la de Tyler. Ambas tienen en su conclusión su mejor momento, pero lo previo tampoco es poca cosa. En el caso de Becca tenemos un hermoso plano, una siniestra coreografía en que la cámara, con la luz del foco encendida, gira lentamente de un lado a otro mientras Becca se desplaza con sus pies hacia la izquierda, encontrándose siempre a la abuela mirándola de frente y cada vez más cerca, siempre que vuelve la mirada a la derecha.


    Evidentemente no vemos a la chica desplazándose, tan solo percibimos su movimiento a través del de los muebles, entrevistos gracias a la fantasmagórica luz del foco, trenzada con los relámpagos de la tormenta; todo ello crea una coreografía inquietante que nos ofrece uno de los ejemplos más logrados de esa mirada retadora, agresiva, de la vejez, que constituye la transgresión máxima de la película.
    Ahora bien, con la grabación de Tyler Shyamalan alcanza una de sus cumbres. El anciano coloca la cámara del niño en alguna mesilla, mostrando así el pasillo de la cocina.


    El primer término, el segundo y sobre todo el espacio off creado al fondo del encuadre por la gran mesa de la derecha, serán aprovechados a conciencia por Shyamalan. Tyler se encuentra inmóvil por el terror en primer término, de espaldas a la cámara. Solo escuchamos su respiración nerviosa. Como le sucedió con 8 años en el partido de béisbol, no puede moverse, aunque sepa que debe, para salvar su vida. El abuelo, al contrario, se mueve con total libertad del primer término al fondo y viceversa. El espacio le pertenece (y sin embargo, lo ha robado, de hecho ha matado para hacerlo suyo, y se prepara para volver a hacerlo).
    En el fondo, tapado por la mesa, fuera de campo por tanto, se baja los pantalones y se quita un pañal sucio:


    El fueracampo tiene sus métodos: ciertamente el pañal es retirado fuera de campo, pero ya ha habido una escena donde hemos visto no uno sino una montaña entera de pañales cagados, que el mismo Tyler descubría escondidos en un cobertizo donde olía “a culo”; tomaba entonces uno y era al desplegarlo que descubríamos que era un pañal sucio, y el niño salía corriendo, aterrado del cobertizo, casi más que si hubiera descubierto un cadáver de verdad (su otro trauma, recordemos, es el horror a los gérmenes). Todo eso es lo que permite que la acción en fueracampo de este plano sea tan efectiva. No nos hace falta ver ni la cara de Tyler ni la retirada del pañal, la relación entre ambos elementos es clara y cristalina para nosotros.
    Tras depositar el pañal sobre la mesa, el anciano vuelve a primer término y le dice a Tyler al oído “nunca me has gustado”. El modo en que los rostros, incluso las cabezas de ambos, quedan cortadas por el encuadre, hace aún más poderosa la frase con que las máscaras de la anterior familiaridad cordial definitivamente desaparecen.


    Pero la coherencia va más allá. El trauma de Becca afecta a la confrontación con su propia imagen, y por ello los momentos culminantes de horror se vinculan a la anciana mirando de frente, a la cámara o al espejo (lo mismo). El miedo de Tyler sin embargo carece de rostro, es incluso en parte anterior a la marcha del padre, y por ello se manifiesta en este encuadre cortado y, sobre todo, en el excremento: lo informe, lo oculto, lo sucio… todo lo que se opone a su autosatisfecha y narcisista apariencia.
    Término medio: más tarde, detenido a la altura media del pasillo, entre el pobre niño y el fondo de las excrecencias ocultas, el anciano se viste para ir a una fiesta, recurrencia obsesiva de su senilidad.


    De vuelta al primer término, como ofendido por el desliz en que le ha pillado el joven, toma el pañal, lo abre devolviéndonos a la imagen del horror que ya Tyler miró de frente en la escena citada, pero ahora se lo estampa en la cara, mientras graba la acción con la cámara que ha tomado en su mano.


    ¿Quizás hubiera sido mejor mantenerla en su sitio? Pero sin duda es buena idea que el personaje la tome para registrar su acción de cerca: hace más patente su desprecio por el crío, así como su poder absoluto en la situación, dominando el espacio pero también su registro. Aunque no se entiende bien por qué el hombre prefiere grabar la mierda que la cara de Tyler, sí se comprende que Shyamalan prefiera la primera, pues supone el objeto de horror máximo para el chico. 
    Cuando el anciano vuelva a colocar la cámara en su lugar, tras un perturbador monólogo, será dejándola caer y esta quedará torcida: será el encuadre de la conclusión, del enfrentamiento final…


    …bueno, en realidad no. De manera misteriosa, cuando volvemos a Tyler después de ver a Becca huir de la habitación de la anciana, el encuadre es este:


    La cámara, buena profesional ella misma, se ha echado atrás para tener un encuadre más amplio. El progreso, oigan. Pero sea como sea aquí llega el mejor momento de La visita: Becca se ha salvado y ataca al anciano, que la vence con facilidad, tirándola al suelo. Entonces Tyler, al llamado de su hermana, despierta de su “hechizo”, como lo llama el hombre, y ataca: Recorre con su pequeño cuerpecillo el espacio que hasta entonces solo pertenecía al corpulento anciano, le golpea, le arrastra y le estampa contra el fondo: Tyler acaba de vencer el terror, recuperar el poder sobre su ánimo y su cuerpo, y así conquista el espacio y derrumba a su oponente.


    Esta conquista se remata además con un gag negro muy del gusto de Shyamalan, ya que el espacio fuera de campo en que el anciano se quitó el pañal que restregará contra la cara del chico será ahora aprovechado para que este mismo machaque repetidamente su cabeza con la puerta de la nevera, toda una equivalencia, una pregunta-respuesta en la misma zona oculta del encuadre, una venganza del personaje expresada en términos espaciales.
    Tenemos así un modélico uso del espacio en un encuadre fijo, donde para más inri el acto violento culminante ha sido mostrado en la posición más alejada posible de la cámara y, encima, fuera de campo. La muestra más contundente de la anti-espectacularización de la violencia y lo extraordinario que constituye lo más interesante del cine de Shyamalan. Pero aún queda añadir que a la cámara de Tyler se ha unido poco antes del final la de Becca, que ésta ha dejado sobre la mesa de cualquier manera (escuchamos el golpe con que la deja caer y vemos su temblequeo al posarse), de modo que solo enfoca una olla a la izquierda, quedando el pasillo fuera de foco.


    Cuando Becca forcejea con el anciano, Shyamalan incluye un plano de esta cámara, que solo muestra sombras de la pelea. Cuando Tyler arrolla al viejo, recorre el encuadre desenfocado y gritando sin parar, rememorando la vieja parálisis, ya para siempre superada. También en su acción dos elementos se unen, dos tiempos, uno presente y otro pasado, la imagen perteneciendo al primero, la voz al segundo: Tyler grita como si estuviera en el campo de béisbol de 5 años atrás. Cuando Becca, llorando, grita su nombre, puede temer que Tyler se haya vuelto loco, o quizá la emoción y tensión de ver a su hermano así la quiebran; en realidad, posiblemente le avisa de que el anciano se recobra, y por eso es entonces que Tyler le remata con la puerta de la nevera. Pero la ambigüedad de ese grito lloroso de la hermana, registrada además por la segunda cámara, desenfocada, tiene un poder único.
    La cámara de Tyler permitirá por tanto la visión óptima aunque sesgada del enfrentamiento físico, mientras que la de Becca mantiene este en segundo y desenfocado término (se puede crear cierta tensión respecto a si la olla servirá a alguien como arma, pero no). En conjunto, entre la importancia del fueracampo, lo sesgado de los encuadres y las superficies borrosas, se crea una extrañeza de la situación, una percepción imperfecta totalmente alejada de la descripción completa y detallada a que el cine habitual nos tiene acostumbrados, y a la que Shyamalan lleva bastante tiempo oponiéndose. El POV además le posibilita una reducción de elementos retóricos (la música, sobre todo), con lo que acaba favoreciendo su tendencia natural a privilegiar siempre la incredulidad ante sus acontecimientos sobrenaturales o extraordinarios, algo usual al menos después de El sexto sentido, cada vez más una rareza en su obra.
    Recordemos un par de ejemplos: el extraterrestre de Señales es sin duda más extraño e inquietante por el modo en que es mostrado que por su propia forma física. Primero, llama la atención que de toda la invasión a nivel planetario solo lleguemos a ver uno, más otro a través de una grabación de vídeo en Brasil, vista por televisión. La misma televisión donde se reflejará el atacante final en casi todos los planos en que aparece. De hecho, tras su derrota, veremos en la pantalla rota del aparato cómo su vientre deja de respirar.


    El extraterrestre por tanto rara vez es visto de forma directa (y cuando lo es, el contraluz en que es siempre filmado impide de nuevo una visión nítida). Shyamalan busca que casi no le confrontemos con los propios ojos, igual que en El incidente varios suicidios son vistos desde lejos, como el principal, el del personaje de John Leguizamo, mostrado a la distancia de una expectación temerosa. Esta lejanía (también hay que recordar la escena del cortacésped, contemplada desde la distancia de la huida de Wahlberg, o la de la anciana, fuera de la casa) es casi más aterradora que el propio tener lugar de los suicidios, dotados por el plano de una suerte de cotidianidad, naturalidad, en verdad perturbadora. También aquí, además, Shyamalan procura reducir los números de muertos y el campo mostrado, no tratándose de negar la dimensión a algo sino precisamente de dársela: con el cuidado en presentar la gravedad de una muerte, se entiende mejor la de muchas que con el recurso a una panorámica o un plano aéreo que solo podría darnos una imagen espectacular del desastre. Y es la anti-espectacularización de lo extraordinario, como ya dije, lo que destaca en toda la obra de Shyamalan.
     En La joven del agua se mezcla la visión directa con la indirecta, pero sin duda es más relevante la segunda, sobre todo por el momento crucial en que la gran ave mitológica se lleva a la narf, que será mostrado desde el interior de la piscina, brevemente iluminado el exterior por la tormenta en curso:


    Shyamalan rara vez mira de frente lo sobrenatural, lo extraordinario, pero más que por miedo se diría que por interés en salvaguardar lo misterioso, lo enigmático que en principio es siempre ahuyentado por la salida a la luz de lo heterogéneo. Shyamalan comienza diciéndonos que aún no estamos listos para ver aquello que impugna nuestro mundo, aunque sí para sentir su influencia. La joven del agua es para Shyamalan como Un fragmento de vida para Arthur Machen, una de esas excepciones en que el encuentro de los dos mundos se hace posible (aunque Machen no lo haga posible para sus lectores, en ese caso). En ambos autores, lo sobrenatural es temido, pero el terror indica muchas veces (no siempre en las ficciones de Machen, pero sí creo que es así en el fondo de su sistema) el camino a seguir, el objeto a enfrentar. No has de huir de lo que temes, sino enfrentarlo: ya señalé antes cómo el niño de El sexto sentido debe dejar de tener miedo de los fantasmas, que son los que están de verdad atormentados, y ayudándolos, aceptando su don, se hará dueño de sí mismo. Hay en Shyamalan una pedagogía del terror, como podría suceder en cierto Machen, como el de Un chico listo, y cuya novela El terror, por cierto, es muy próxima a El incidente, aunque es revelador que si el final del libro de Machen consiste en la intuición del diagnóstico (en sí turbador, por las sugerencias de la sospecha, o al menos así lo recuerdo), el de Shyamalan siempre ha de ser la resolución del problema. El diagnóstico de El terror es tan turbador como el de El incidente, pero el modo en que Machen lo mantiene en suspenso, en sugerencia final, incrementa su poder turbador, impugnador de todo un estado de cosas que abarca desde la estructura del conocimiento humano a la escalada bélica del siglo XX. La solución de El incidente, sin embargo, nos da una palmadita tranquilizadora en la espalda: lo que hace falta, chavales, es amor. Amor y familia. En Shyamalan realmente la duda dura poco: la clave es cómo solucionar la emergencia del terror. Y en sus soluciones, nunca ha ido mucho más allá de la literatura de autoayuda.
    En la anterior entrada, recordaba cómo Todorov explicaba que lo fantástico consiste en un territorio de zozobra, una duda entre la vigencia de la realidad que percibimos a diario y su impugnación a manos de lo sobrenatural. Me permitiría añadir también, sobre todo en el género de terror, la duda sobre la naturaleza de esa impugnación: vampiros, zombis, monstruos, asesinos… algo así como la duda sobre el subgénero ante el que estamos. La duda sobre lo que sucede en La visita, sobre la naturaleza real de la amenaza, alcanza grandes dosis de virulencia, sobre todo en las magníficas entrevistas a los abuelos, las sugerencias sobre cierto ser blanco que el hombre veía en la fábrica, o los fascinantes extraterrestres de que habla ella, por no hablar de las reacciones de esta a las preguntas sobre lo que sucedió la noche en que se hija se fue. Esto último acarrea sugerencias muy perturbadoras por ejemplo sobre el papel de la madre en una trama aún por descubrir, surcada por pistas sumamente extrañas… que Shyamalan nunca se atreverá a afrontar, optando por la más convencional de las opciones y convirtiendo a La visita en una película blanca e inofensiva hasta lo ofensivo, tanto o más incluso que en sus últimos dos largometrajes. Becca y Tyler afrontan sus miedos, pero Shyamalan no se atreve a que su película sea demasiado dura y que los abuelos sean, como debiera ser, los auténticos abuelos. Shyamalan debe demasiado a Spielberg como para hacer una verdadera película de terror: al final la familia queda a salvo en su integridad espiritual, los malvados eran ajenos a la santa institución, el secreto pasado es restablecido a la memoria familiar, el perdón se impone y el niño sigue rapeando. Un momento que puede hacer lamentar que los dos ancianos no asesinasen a las dos criaturas, por mucho que sus dos intérpretes sean los mejores actores infantiles que servidor ha visto en mucho tiempo (fíjense en ella cuando el niño le pregunta por qué no se mira en el espejo: su reacción se encuentra en las antípodas de la que habrían tenido actrices infantiles tan aplaudidas y tan espantosas como Dakota Fanning o Chloe Grace Moritz).
    Aunque en esta conclusión de la que ya algo dije más arriba, podemos percibir otro aspecto a considerar: la película que vemos, ¿no está editada acaso por una joven famosa que nos cuenta los hechos que motivaron su fama, su visita a unos abuelos que habían sido asesinados y sustituidos por los criminales, que intentaron a la vez matar a los jóvenes? Tras sobrevivir a la increíble situación, la historia sin duda debió ir a parar a toda la prensa y televisión del país por su innegable singularidad, a la que no puede de ningún modo ser ajena el que los adolescentes supervivientes grabaron todo con sus cámaras; se vuelve así imperativo utilizar el material grabado para editar una película que ya no trataría sobre la historia familiar tanto como sobre los sucesos padecidos, y que sin duda alguna producirá unos réditos económicos importantes para la modesta familia uniparental. Así, la conclusión del film resultante no solo muestra la instauración del perdón en el corazón de la familia, sino la alegría por la supervivencia y la fama subsiguiente. La visita está montada por una adolescente famosa, es la exhibición juvenil de un triunfo. Su comicidad vendría de no otro lugar que del hecho de que Becca está contando algo que fue horrible pero que ya está superado, y que al final no trajo más que alegrías (sus abuelos reales murieron pero en fin, ella no los conocía…). La visita, película de Becca, es la narración de unos hechos terribles, realizada desde la conciencia de su final superación. Es aquí que advertimos que quizá la película sí confiere a su montaje, a su narración, mayor atención de la que advertí en un principio: si las imágenes están en presente, no dejan de estar seleccionadas y montadas desde un futuro para el que ya son un pasado superado.

- La nalga
    Es en Señales donde, como ya señalé en anteriores entradas, el cine de Shyamalan inaugura un registro a medio camino entre lo cómico y lo dramático, cristalizado en la infantilización de los dos adultos de la película. El incidente sería la culminación de la que llamé “duda shyamaliana”, por la que el cineasta desplazaría la duda de Todorov a un nuevo territorio: ¿esto es de miedo o de risa?
    Pero La visita muestra que la irrupción de lo cómico ha de relacionarse más profundamente con el compromiso del cineasta con el género de horror. Lo cómico concurre como un nuevo obstáculo que se alía al del terror en el camino al conocimiento, esta vez impidiendo siquiera advertir el miedo. Lo extraordinario, lo otro, al ser ajeno a nuestra normalidad puede también, por ello, ser ridículo. Shyamalan ha trabajado como pocos, sin estar plenamente en los dominios de la comedia, esa dimensión en que el ser extraordinario (y no hablamos del clásico genio excéntrico, tan propio de toda una tradición del fantástico) puede ser ridículo. Lo ex-céntrico supone en efecto una exterioridad del mundo, y esta puede costar la seriedad: lo extra-ordinario puede parecer estúpido y hacernos reír.
    La visita parece la mejor ejemplificación de esto: las rarezas, e incluso enfermedades seniles, de una pareja de ancianos pueden dar miedo o risa, indistintamente, y ese es el mayor obstáculo para percibir lo terrible que está teniendo lugar. La mezcla comedia/terror se da aquí quizá con la mayor pertinencia discursiva hasta ahora en el cine de Shyamalan, culminando en el cierre de la secuencia del escondite: la nalga descubierta de la abuela.


    La anciana, casi se diría que súbitamente rejuvenecida, acaba de asustarnos, y la duda entre si la persecución era un juego o no es una muestra habitual de la planteada por Todorov. Pero el momento en que ésta se retira, risueña, y muestra medio culo al descubierto, en una repentina e inesperada sexualización del cuerpo anciano (y qué hay más ajeno a la sexualización en el cine que los ancianos, que solo acceden a ella, precisamente, en la comedia, y siempre como objeto de risa), sintetiza el logro de Shyamalan: conseguir que lo pavoroso y lo ridículo sean indistinguibles, más aún, que sea lo ridículo, lo risible, el principal obstáculo para el conocimiento de nuestras circunstancias reales, pues es capaz de bloquear la percepción de lo terrorífico mismo. Aquí, la risa bloquea el conocimiento, mientras que el terror paraliza el cuerpo, impide moverse y afrontar la amenaza, de modo que lo que hay que superar es primero la risa para acceder al terror y luego el terror para vencer a los malvados (que aquí, al contrario que en El sexto sentido, son además malvados de verdad, pero como ya hemos visto enfrentarlos implica para los protagonistas superar el trauma del abandono paterno, su miedo más esencial, el que en cierto modo les conforma como individuos).
    Pero incluso más allá de esto se encuentra, en esta película de adolescentes obsesionadas por sus madres, de niños raperos y abuelitos raros, la irrupción de la carne. Más aún: la carne vieja, es decir el horror ante la carne futura. En esa nalga descubierta se aparece esa otredad de la vejez tan central por ejemplo en Rosemary´s baby, y en suma en toda ficción donde esta se niega a aceptar el papel subsidiario a que siempre se la relega. También Polanski había jugado a que los ancianos fueran risibles, por mor de su excentricidad, y que ello encubriera su carácter perturbador, el de dobles futuros de la madre enfrentada a la aparición de una radical otredad en su cuerpo, pero aquí esto es central y además es la enfermedad y la decadencia física lo que acarrea la risa, lo que introduce una zozobra incluso moral, donde son los jóvenes los que podrían ser acreedores de nuestra condena, por reírse de las desgracias de la senectud (claro que eso no sucederá… porque todos nos reímos, ¿verdad?). En esa nalga leemos una fisicidad que puede vencer a la de los jóvenes, un atrevimiento que les supera, pero también la duda entre si la mujer está enferma o no, si quería jugar o de verdad buscaba asustarles y qué habría pasado de mantenerse bajo la casa, incluso si se da cuenta de que tiene medio culo al descubierto, porque ¿y si lo hace, qué implicaría eso? La abuela inunda de terror a sus nietos y después les enseña el culo, riendo. La vejez enfrenta a la juventud la imagen de su carne, una imagen, ¡sacrilegio máximo!, orgullosa. Las salas de cine tienden a reírse, pero el reto está lanzado; el abuelo lo retomará al manifestar a Tyler su desprecio y estamparle el pañal manchado en la cara: de la carne a sus desechos, ahora sí enfrentados contra la mirada infantil, contra el cuerpo aún impoluto, sin mancha y satisfecho de sí mismo (recordemos a Tyler luciendo cuerpo ante la cámara, “a candy for the ladies”). Imposible no recordar de nuevo ese perturbador (y cómico) momento de Tyler en el cobertizo: la aparición de los pañales sucios es no solo la de la materia en una película hasta entonces muy poco física, sino la de una vida distinta, una experiencia otra, y para colmo futura, de la carne, una vivencia del cuerpo que no podría estar más alejada de la que tienen los jóvenes. La vejez impone las formas de su propio horror, les enfrenta a una visión del irremediable porvenir de su materia. Estos solventan el trauma de la falta paterna, pero a la presencia de la vejez solo ofrecen el rechazo, por eso de la supervivencia. La vejez queda rechazada, eliminada, alguien diría: forcluida. Y podemos perdonar y rapear tranquilos. Ni siquiera eran nuestros auténticos abuelos. Ni Shyamalan ha tenido el coraje de confrontar las implicaciones de su propuesta. La visita es la muestra de que los cobardes también puede hacer buenas películas. Buenas, pero cobardes. Cobardes, pero buenas. Buenas, pero cobardes… Cobardes, pero buenas… Buenas, pero…