martes, 26 de agosto de 2014

El orden del laberinto




   El díptico indio que por poco clausura la obra de Fritz Lang presenta una atracción evidente por las dualidades en no pocos lugares aparte de su propia división en dos películas. En la primera de ellas, El tigre de Esnapur, el arquitecto Harald Berger llega al palacio del príncipe Chandra para construir escuelas y hospitales. En la segunda, La tumba india, el encargo de Chandra al ayudante de Berger, Rhodes, una vez desaparecido aquel junto con la bailarina amada por el príncipe, Seetha, es construir una gran tumba en la que aquella será enterrada tras su muerte, que tendrá lugar en cuanto la tumba sea terminada. La distinción en las construcciones no solo marca la lógica progresión en gravedad y peligro de la aventura narrada, sino que también describe la progresiva conversión de un gobernante si no modélico sí aceptablemente “civilizado” en uno cruel, sádico y despótico. Uno de los momentos más hermosos de La tumba india es justamente aquel que resuelve esta evolución precipitando el destino final de Chandra: apagada la rebelión de Ramigani, su hermano, Chandra acude espada en mano a los aposentos de Seetha encontrándose allí con Berger en plena lucha finalmente victoriosa contra los secuestradores de aquella. Parece que un nuevo y último enfrentamiento entre los dos antagonistas va a tener lugar; así nos lo indican, al menos, todos los códigos narrativos, de cine de aventuras y hasta de cualquier género que se nos ocurra. Pero Berger, agotado por los días o semanas de encierro (en realidad, el tiempo no existe en esta obra, solo el espacio, y es imposible saber nunca cuánto transcurre entre muchas de las secuencias como, por ejemplo, cuánto tiempo dura el encierro de Berger) y por la reciente y hercúlea lucha, se desmaya en los brazos de Seetha. Es entonces que Chandra deja, como Berger pero por propia voluntad, caer su arma y decide hacerse alumno de un santón de la zona, del que sabemos fue también hombre poderoso en tiempos pasados. Pero lo que convierte a la escena en hermosa es otra cosa que la negativa a la lucha, y es el qué pasará por la cabeza de Chandra en esos momentos, porque Berger, para él, estaba muerto. ¿Se le aparece en la mente, tal vez, el retorcido plan de su hermano para hacerse con el favor de los sacerdotes en su levantamiento? Difícilmente. Chandra se encuentra ante alguien que creía muerto, las razones de cuya supervivencia le son absolutamente imposibles de reconstruir, y lo que ante él se aparece no puede ser otra cosa que la absoluta incomprensión de un universo que creía manejar en todos sus recodos. El que hace unos minutos era poco menos que un dios (así se afirma indirectamente al impugnar el juicio de la diosa cuando ésta se disponía a matar a Seetha), es ahora menos que un criado, sabe menos que nadie. Evidenciada la ilusión de su poder, y acaso la imposibilidad radical del amor que le ha llevado a tal ceguera, hace de la humildad su único voto y se pone al servicio del sabio, sustituyendo a un niño que, relevado al fin en su labor, continuará su aprendizaje marchando a estudiar los textos sagrados. Chandra termina la película yendo a buscar agua a un anciano.
    Las dos construcciones, por demás, apenas son atendidas. Nunca vemos a Berger y Chandra construir hospitales, aunque sí veamos sus maquetas, y aunque llegamos a tener noticias de la construcción de la tumba y hasta llegamos a verla, nunca es terminada y no vemos ningún trabajo en ella, como sí hacemos con el de las pirámides en Los diez mandamientos o Tierra de faraones, por poner dos ejemplos. Su centralidad, por tanto, es más bien simbólica, paradigmática por así decir. Exponen una dualidad, el hospital y la tumba, que es la del propio Chandra, presentado como un dirigente influido por las ideas europeas (que se suponen progresistas, parece) pero que, al mismo tiempo, mientras los hospitales no existen, esconde a los leprosos en ténebres subterráneos custodiados por el cadáver de un soldado (quién mejor que un muerto, en efecto, para vigilar a los que pronto habrán de serlo, parece decir Asagara, ayudante de Berger). La evolución de Chandra manifiesta una tendencia ya existente, y a los dos polos de esta tendencia cabe darles el nombre de dos territorios: Europa y la India. ¿Qué otra cosa manifiesta el cine de aventuras exóticas más que la fascinación por la tierra lejana, dotada de numerosos encantos (Seetha, por ejemplo, pero también la belleza de los palacios, la majestuosidad de los elefantes, y hasta la bondad de la ley de la hospitalidad, guardada por los indios aún a costa de su muerte) pero brutal en el más esencial de sus corazones? El cine de aventuras, la manifestación tal vez más esencial y pura del colonialismo occidental, canta las bellezas de los territorios exóticos pero tratándolos como a las mujeres fatales del cine negro: su belleza es el velo que esconde su maldad, o cuando menos su peligro. La educación europea de Chandra se muestra en las escuelas y hospitales; su naturaleza india, en la tumba (india).
    Esta dualidad se presenta también en otro personaje, Seetha, bailarina de la que Chandra se enamorará perdidamente, quién sabe si intuyendo esta equivalencia espiritual. Se presenta incluso en su inverosímil forma de bailar, afectada mezcla de modos de la danza árabe y occidental. Los orígenes familiares de Seetha nunca se aclaran y es un ejemplo de cuántas líneas típicas del folletín deja este díptico, tan clásico pero también tan transgresor, sin cubrir: cuando Berger y Seetha indagan sobre la posible nacionalidad inglesa del padre de ésta, creo que cualquier espectador supondrá que esto tendrá una continuidad narrativa, es decir, que la averiguación de la identidad real de los padres de Seetha será uno de los intereses argumentales del film. Pero en absoluto sucederá así: la función de tal aspecto es puramente descriptiva de la naturaleza dual del personaje, que por lo demás carece de relevancia argumental alguna. Funciona en realidad como la explicación última de por qué, pudiendo casarse con un príncipe árabe, se enamora perdidamente de un arquitecto europeo (la primera, de índole heroica, es el enfrentamiento de Berger con el tigre de Esnapur, que por cierto también se dará dos veces, y antes de eso su ayuda, también a golpes, a su criada: ¿sería esta la atención propia del lado indio de Seetha?). Su sangre europea la autoriza a unirse a un alemán, igual que la educación europea de Asagara le inclina a la amistad con Berger y la empatía con su situación y la posterior de Rhodes y la hermana de Berger, Irene. Es indudable que el paso por Europa, aunque sea por herencia, deja un rastro de civilidad en el sujeto que le distingue del comportamiento más o menos brutal de los nativos. Considérese por ejemplo cómo no le hace falta a Berger tener sangre india, u oriental, para enamorarse de Seetha, una india: le basta con tener sangre en las venas y, también, con ser del país que manda, el país que narra.
    A esta última afirmación acude un contraejemplo poderoso: el poblado que ayuda a Berger y Seetha en la persecución a que son sometidos por Chandra, al inicio de La tumba india. Pero entramos aquí en otra división espacial, la que propiamente aporta más riqueza al entramado del díptico. Varias divisiones espaciales se nos presentan: el palacio y el pueblo por un lado, estando a su vez el palacio dividido en dos: las salas y habitaciones de la corte, y los subterráneos, a los que cabe considerar el corazón más propio del díptico o, al menos, el de su interés.
    Cambiemos, en este punto, la dualidad Europa-India por la de palacio y subterráneo, donde volvemos de nuevo a la dualidad de Chandra y al ejercicio y naturaleza del poder. Chandra recibe a Berger, a Seetha, a Rhodes… y también departe civilizadamente con aquellos miembros de su reino que habrán de buscarle la ruina. Recibe en palacio, un palacio real por cierto, lejos del cartón piedra tan propio del género (el cine de aventuras es un cine de interiores, donde los exteriores, si reales, son refilmados en interior para las transparencias y los interiores nunca son naturales sino decorados; el cine de aventuras es siempre una exterioridad reconstruida en un interior ensimismado, y la entrada en él de la luz real del sol no marcó sino el comienzo de su desaparición; este díptico bien puede marcar el principio del fin de un género). Es el palacio de las (buenas) formas, de la educación tanto europea como india, de la civilización. El espacio donde Chandra encarga hospitales, donde declara su amor, donde toma sus decisiones.
    Cuando surgen los problemas, emergen los subterráneos. Con un cierto aroma a Poe en el ambiente, Berger confirma que los muros del palacio amenazan derrumbe por la presión de las aguas del lago, infestadas por cierto de cocodrilos que acabarán devorando a Ramigani en el interior de los subterráneos. Este espacio, plagado de pasadizos secretos, amén de las celdas que guardan los oscuros secretos del poder (o de la lucha por él, como cuando el propio Berger resulte el encarcelado), presenta la forma del laberinto, y es en este punto que la profesión de Berger y Rhodes termina de mostrar su pertinencia. Y es que el díptico indio, tan centrado aparentemente en sus dobles divisiones, entre Europa y la India, la civilización y el salvajismo, el palacio y los subterráneos o los poderosos y el pueblo, encubre en realidad un laberinto. Y la capacidad de Lang para perdernos en él, inducir una confusión espacial al tiempo que una conciencia de la misma que nos permita hacer pie en su interior, es una de las pruebas privilegiadas de la excelencia de su arte.
    El palacio es el espacio de la civilización y el subterráneo el de la barbarie, el de los secretos de esa misma civilización y, al mismo tiempo, el de su debilidad: no solo está el agua que comprime los muros sino que por allí entrarán los soldados rebeldes. Pero cuando el comportamiento del príncipe empieza a desatar su tendencia más cruel, el palacio comienza a volverse laberíntico. No será, sin embargo, la confusión sino el orden el que primero nos mostrará esto, es decir: es cuando Berger comienza a superponer planos del palacio para averiguar cómo llegar a los aposentos de Seetha, que empezamos a vislumbrar un laberinto. Es la búsqueda de un nuevo camino y no su pérdida, la que delata la naturaleza laberíntica del espacio. Cuando el comportamiento en palacio no sigue los caminos dispuestos por el poder, éste deviene laberinto. Después de esta transgresión imperdonable que no es solo la afectiva del descubrimiento de la relación entre Berger y Seetha, sino también la del ejercicio del espacio dispuesto por el poder, el palacio se convierte abiertamente en laberinto perdiendo a su transgresor, llevándolo hacia una muerte de la que imprevisiblemente acabará librándose (no solo por la fuerza y astucia del héroe, sino por la civilización que aún manda algo en el gobernante y que le obliga a cumplir su promesa de liberar al transgresor si se salva del tigre).
    Berger consulta los planos del palacio para averiguar cómo llegar a Seetha. Nosotros le vemos hacerlo, pero lo que él ve nosotros, incapacitados para la arquitectura, no podemos verlo (y a saber si lo haría un arquitecto: intuyo que esos planos son tan inverosímiles como los bailes de Seetha). Nosotros vemos un laberinto, un entrecruzamiento incomprensible de líneas que sabemos que responden a algo, describen un espacio, pero Berger ve ese espacio, plantas, habitaciones, escaleras, pasillos, ve en suma un problema a resolver, un camino real, que en efecto le llevará adonde desea. Nuestra visión denota una inferioridad respecto a Berger, pero al mismo tiempo estamos viendo en qué se convertirá el palacio antes que él. Será tras su transgresión que el laberinto se haga visible también para el arquitecto y le inunde en sus entramados. Y será tras una transgresión mayor, la fuga con Seetha y aun la profanación de la ofrenda a Shiva (la película no comparte, claramente, el ateísmo de Berger, quizá porque este cree que está en una película romántica, donde el amor es dios suficiente, pero Lang sabe que la película es de aventuras y que los dioses aseguran más emoción y riesgos: sin dioses, ni capturarían a Seetha y Berger, ni tendríamos la memorable danza de aquella en el juicio de la diosa) que le inunde del todo, que el poder le entierre en él, tanto que hasta le hará desaparecer de la película durante un minutaje de extensión realmente arriesgada. Es el momento en que Irene y Rhodes tratan de poner orden en el laberinto por excelencia, el de los subterráneos. Esta búsqueda se realiza bajo el signo de la confusión, además Berger logra liberarse y también vaga por los pasillos como sus buscadores, al igual que, por si fuera poco, los soldados rebeldes que los utilizan para llegar a palacio a través del templo, espacio privilegiado que conecta e incluye ambos, imperio a la vez de lo atávico y lo ritual, manifestación quizá de que tal dicotomía es solo aparente.
    Pero esta confusión es ambigua, es decir: acaso el espectador atento pueda llegar a conectar los espacios y poner orden entre ellos, pero mi impresión es que Lang no busca eso: la confusión espacial debe en efecto reinar, la contigüidad entre espacios no debe ser clara, el espectador debe sentirse perdido, no saber qué escenario espera en el siguiente recodo. Pero esta confusión deviene clara por virtud de su propia pertinencia. Por eso es relativa para el espectador, porque va acompañada de su propia conciencia, radicada en el hecho de ser el único que sabe en realidad todo lo que está sucediendo en todo momento, al igual que es consciente de lo cerca que los tres personajes pasan los unos de los otros, sin saberlo. Nadie sabe de la traición del hermano de Chandra salvo los implicados en ella, pero es su conspiración la que informa toda La Tumba india. Somos por esto conscientes de la realidad material del laberinto junto a la de su significación, la trama elaborada por Ramigani, que todos los protagonistas desconocen. Es por esto que la confusión no se siente tal, aun sabiéndose confusión, y que la desorientación espacial se acompaña de la claridad cognoscitiva, la de la enrevesada conspiración que a todos afecta y nadie conoce. El laberinto, y por esto es en él que el cine de aventuras palpita más fuerte que en otro espacio, es un laberinto interior. Berger y Seetha, en realidad, se creen viviendo en una historia que no es la real: el problema hace tiempo que dejó de ser el de los celos de Chandra. Y este laberinto es el que explota ante la cara del príncipe cuando se encuentra delante del supuestamente muerto Harald Berger. La evidencia de un laberinto que ya no se encontraba bajo sus pies, sino que constituía todo su universo y del que él hacía tiempo había perdido la clave.
    Y entonces, Chandra abandona. Sale del doble orden del palacio y los subterráneos y acude a un santón, que vive en el pueblo, entre el pueblo. Dos referencias teníamos de los habitantes de Esnapur: la de Ramigani, planeando su manipulación para que se negasen al matrimonio con Seetha, y la del propio Chandra, lanzándoles oro para que celebrasen el mismo. Como decía Daney de una escena clave de Saló o las 120 jornadas de Sodoma, “el dominio no ve sino el dominio”. El dominio solo ve lo otro en tanto dominado. Pero antes de Chandra, ya Berger y Seetha habían escapado del doble orden internándose en su exterior, al que por fin podíamos acceder y contemplar de primera mano. Un poder salvaje amenaza de muerte a los que acojan a los forajidos, pero aun así, entendiendo que la falta a la ley de la hospitalidad causa una deshonra mayor que la muerte, el poblado cuida a los huidos maltrechos y los avisa para que huyan de nuevo cuando uno de los habitantes, presentado como un egoísta que deshonra con su comportamiento a todo el pueblo, denuncia su presencia a la guardia.
    Este tercer elemento es clave para entender que el poder no es un juego de palacio, sino el intento de incorporación de todo el espacio exterior a ese interior palaciego. El mejor ejemplo de esto es esa suerte de subterráneo de los subterráneos, la cueva de los leprosos, la muestra del pueblo que el poder produce cuando se ejercita a fondo, la de un pueblo convertido en demente y asesino, loco, trastornado, presencia espectral y putrefacta sometida ya a la única ley de la supervivencia y la barbarie. El pueblo, bajo la ley del laberinto. Pero Lang se niega a mostrarnos solo eso, se niega a mantenerse en la ley (la mirada) del interior palaciego, a dejar que su atención sea dictada por ella. Este pueblo afirma no su naturaleza sino la del poder que lo conforma. Lang por su parte afirma, al contrario, un pueblo firme en sus creencias solidarias. Y no se trata de si el pueblo es así o no, se trata de negarse a ver el mundo bajo la visión del poder terrible que lo ordena, de afirmar un exterior del laberinto que se piensa único. Es en esta afirmación de un tercer término que escapa a y niega una dualidad tan cerrada que no encubre sino una unidad que se pretende única y omnipotente, esta suerte de tercereidad por la que Chandra puede no morir o matar sino retirarse y cambiar de vida, extraerse al orden funesto en que creía reinar, que el díptico indio de Lang muestra la excelencia a la vez de un pensamiento y de una forma de hacer cine y pensar una narración. Poner orden en un laberinto no es ya solo dibujar flechas, sino evidenciar que hay mundo más allá de él.

lunes, 4 de agosto de 2014

La inmigrante




    The immigrant ha sido titulada en España El sueño de Ellis. Para los que, como yo, nunca acabamos de enterarnos, hay que decir que Ellis es la isla de Nueva York donde los inmigrantes que llegaban a los EE.UU. eran autorizados o no para penetrar al continente. “El sueño de Ellis”, por tanto, es el de entrar al país y es en efecto obsesión clave de la protagonista, Ewa (Marion Cotillard). Pero la principal no es esa, sino la de permanecer siempre al lado de su hermana, cuya reclusión por enfermedad en el hospital de Ellis equivale a un secuestro de facto de Ewa, que no abandonará su penosa situación debido a su negativa a dejarla en la isla.
    Y es que en realidad hay algo de lo que se puede no ser consciente al leer el título original: para nosotros, The immigrant no tiene sexo, pero la traducción literal sería “la inmigrante”. No “el inmigrante”, no Charlot, no ya el drama de la pobreza y la inmigración, sino la pobreza y la inmigración cuando se es mujer. Mujer y, además, bella. The immigrant rompe el tópico, tan popular cinematográficamente por cierto, de que, en tiempos de penuria, la belleza es un bien valioso para una mujer necesitada. Antes bien, parece afirmarla como la mayor de sus condenas, pues es como mínimo por su belleza que Bruno, el chulo interpretado por Joaquin Phoenix, emprende su conspiración para impedir su entrada legal en EE.UU. y hacerla caer en sus manos. La belleza solo es una bendición si, como la Marlene Dietrich de Berlín Occidente por ejemplo, no se le ponen reparos a la prostitución, el destino tantas veces inexorable de la pobreza femenina. Y es que si hay un tema, o motivo, en el film de Gray, es la condición desnuda, desprotegida, sometida a todos los abusos posibles, de las mujeres. La protagonista sufre por su condición de inmigrante (para más inri, ilegal) pero, sobre todo, por la de mujer. En el barco es violada pero sin embargo esto la marca, a partir de entonces, como prostituta. Ese momento no filmado marca todo el devenir de Ewa, la excusa para su no admisión en el país y para el rechazo de su tío. Su ilegalidad la debe al deseo de Bruno por ella y al desprecio de ese familiar al que debemos la escena clave en este discurso, aquella en que la entrega a la policía por, al tomarla por prostituta sin siquiera preguntarla por lo sucedido (acción que precisamente es la que la condenará a la prostitución al no dejarla otra salida para recaudar el dinero necesario para recuperar a su hermana), teme que ensucie el “prestigio” de su negocio. En el temblor enfermizo, torturado, de la esposa de este hombre brutal, en las convulsiones que en su cuerpo produce la evidencia de la injusticia y el terror a la rebelión, es donde se evidencia que The immigrant es una de las raras (casi me tienta decir “únicas”) películas norteamericanas preocupadas por la indefensión de las mujeres, la tortura sistemática a la que se ven sometidas por parte de unos hombres que solo ven en ellas elementos de prestigio social o pedazos de carne para su satisfacción sexual; en ambos casos, seres que merecen no otra cosa que su total desprecio. Por ello la otra escena más brutal es aquella en la que Orlando saca a Ewa al escenario. El modo en que el público la insulta y veja nos borra de golpe la extraña escena en que un cliente la trata con gran ternura al despedirse de ella. Aunque, como avisando de la realidad de la situación, descubrimos enseguida que se trata de un policía, gremio que Gray muestra con nula simpatía.
   Y al mismo tiempo, Ewa no es una muñeca hueca llena solo de sufrimiento. Está indefensa, pero consigue utilizar a su favor el amor de Bruno y nunca le niega el desprecio que por sus actos le merece. Su paso de paciente a agente en su retorno a aquel no es juzgado moralmente, visto como una mancha moral, una pérdida de su integridad o una condena de su alma, sino como el máximo de acción que Ewa puede llevar a cabo dadas su situación y voluntad: no puede evitar ya prostituirse si quiere recuperar a su hermana, pero sí puede negarse a besar la mano del hombre que la pisa, y utilizar además su amor para hacerle cumplir sus objetivos; usar pues, sin culpa, a aquel que la prostituye: puta, sí, pero no sumisa, ni imbécil. Bruno no es nunca redimido en nombre de su amor, incluso aunque este evidencia sobradamente su verdad, y si alguien tiene esa tentación Gray tiene el detalle de hacer que el propio Bruno exponga, cual fiscal en un tribunal, todo el caso en su contra, de peso considerable, a la propia Ewa y, con ella, a todos nosotros. El amor de Bruno, incluso el evidente buen trato hacia sus “empleadas”, no le hace menos miserable, antes bien tiene la virtud de permitir la mejor, más detallada y precisa observación de la naturaleza y características de su miseria: el trato de la mujer como objeto y propiedad, trato que ni siquiera el amor hace desaparecer. El logro de The immigrant es mostrar las penosas condiciones que deben soportar las mujeres en unas condiciones determinadas, sin hacer por ello de la protagonista femenina una cáscara vacía a merced de sus dominadores, negándose pues a verla desde la óptica del dominio, y además haciendo que el chulo no sea un miserable sin más, sino uno que simplemente no ve problema ninguno en su trabajo y que de hecho, como aquel memorable Ben Gazzara de The killing of a chinese bookie, trata a sus empleadas como protegidas con no poco cariño. Por reconocer esto a Bruno, Gray logra precisamente manifestar el horror de la prostitución como tal, sin necesidad de acompañarla de la maldad de los propietarios (y por ello, nuevamente, la excelente opción de hacer que los clientes de Ewa que llegamos a conocer sean de amabilidad y ternura exquisitas: la prostitución no es infame porque los clientes o los chulos lo sean; no es eso). Gray no niega el amor, pero tampoco la manipulación. De este empeño en complejizar, en no hacer que unas características sustituyan a otras sino que convivan, se extrae parte del interés de la obra de Gray, y su singularidad en un cine como el norteamericano.
    Hay algo en lo que The immigrant, sin embargo, es inequívoca muestra de su tiempo. Para empezar, lo diré rápida y rotundamente: su fotografía es una mierda. ¿En qué momento el pasado en el cine empezó a pensarse como iluminado por un Sol distinto al del presente? Un Sol gris, decolorante, muerto. Tiendo, aunque el asunto merece un estudio más detallado, a culpar al Janusz Kaminski de la en tantos sentidos nefasta Salvar al soldado Ryan, a esa decoloración hipócrita de la imagen y, con ella, del mundo, que solo buscaba que nosotros (en fin, ellos, los “americanos”, claro que ¿quién no lo es?) devolviésemos el color a una bandera que rara vez se lo mereció. El pasado de The immigrant tiene el color de una fotografía vieja, o más bien pretende tenerlo. Los ocres dominan, cuando no ese gris tan característico herencia de Kaminski, obligado en casi toda película norteamericana (y la tendencia se extiende ya casi a todo el planeta, no en vano nunca debe olvidarse que el arte norteamericano es un arte imperial) que se quiera triste y dramática. En USA, hoy por hoy, pasa con la luz algo similar a aquellos actores cómicos que se ponían barba cuando les tocaba hacer algún personaje dramático: si se quiere ser serio, hay que quitar color, o hacer que por lo menos no haya ninguno cálido. Evidentemente, esto se hace en posproducción. No se trata de seleccionar colores, sino de eliminar o neutralizar los que haya. Que la imagen sea una interpretación, que esté filtrada por el discurso o, mejor dicho, por una retórica: no se trata de ser una película dramática, sino de que ciertos elementos nos digan que lo es; se ve que la música ya no basta, así que ahora también se usa la luz. Hay que hacerlo todo gris, eliminar el Sol, hacerlo metálico, duro, viejo. Para decir que unas vidas concretas son tristes, hay que eliminar toda la vida del plano, hasta la de las piedras. Pero no era eso. Pido que el que no me entienda vea por ejemplo las películas “satánicas” de Bresson, sobre todo su cumbre, El dinero. Se trataba de mostrar que la vida lo es todo, y que es la misma siempre, triste o no. La vida es esa ausencia de significación en la que Oliveira decía se bañan los esplendorosos signos, en el cine. El árbol movido por el viento servía para la tristeza o para la alegría (o incluso para la indiferencia), pero era el árbol, era el viento, el mundo que vivía y nosotros en él, bien o mal. El cine hace de la vida signo, pero con ello la hacía hasta más vida. Pero ahora, no. En el medio de la escena más terrible, un Kaurismaki no se niega colores cálidos, objetos atractivos como tales. La vida, el mundo, siempre es indiferente, o muestra una simpatía parcial, fruto de la selección y por supuesto la óptica, el ángulo ineludible de la mirada. Si hay rojos o verdes, momentos cálidos en The immigrant, o están limitados al music hall o envejecidos por la mirada implacable de la posproducción, la sustitución del ángulo por la interpretación, el discurso, la retórica.
    Un amigo, hace tiempo, me loaba a los técnicos de Hollywood. Sobre todo, a los directores de fotografía. Pero desde hace tiempo, décadas, el director de fotografía americano (no de nacimiento, se entiende, eso es indiferente) no fotografía, sino que diseña. Crea una apariencia para la película, eso que a veces se llama “una estética”, o incluso “una imagen”. Darius Khondji, director de fotografía de The immigrant, es un experto en ello. Su trabajo en Seven, por ejemplo, instituyó un modelo lumínico que aún está vigente, igual que lo hizo Kaminski en la película de Spielberg. No se trata de fotografiar algo sino de vestirlo, disfrazarlo. No es malo en principio (nada lo es), pero es una tendencia a observar, a estudiar. Khondji o Kaminski, y muchos más, no fotografían objetos, rostros, no miran, dibujan. Crean una luz para toda la película, una “atmósfera”, como también se dice, una "estética", una interpretación que tiña su universo. No fotografían un mundo (obsérvese que no he dicho “el” mundo), lo crean. Muchos resabiados dirán que el cine crea, en efecto, y tendrán razón pero solo en parte, y es en ella donde se juega todo: primero, importa decir que hablamos de un cine de registro, es decir, que tiene que haber algo delante de la cámara, algo ya creado para desde allí llegar a algo nuevo, y segundo y sobre todo, importa pensar qué mundo es ese que se crea.
    En estos tiempos, la mirada al pasado viene acompañada de una luz particular, el pasado es siempre recuerdo. Pero no lo es, es presente, siempre, tenemos esas historias ante los ojos, viviendo ahora, pero resulta que ahora tienen que vivir como si fuesen viejas. Un peso externo a ellas les está siendo impuesto. ¿Qué peso es ese? ¿El de la historia, la tradición, la representación? Algo obliga a la ficción a sentir una culpa que no la corresponde. La fotografía no muestra un mundo pasado sino que nos dice lo pasado de tal mundo. Pero no es el pasado el viejo, sino el que recuerda. Y si aquel tiñe al pasado de ocre, o lo decolora, le impone una antigüedad que no es la suya, solo la de las imágenes que lo han sobrevivido. La razón más pueril que pudo dar Spielberg para el blanco y negro de La lista de Schindler fue que así eran las imágenes de la época. Las imágenes, sí, pero no la vida: los judíos murieron en color. ¿En qué momento se ha vuelto obligatorio que las imágenes carguen con el peso de su pasado, de su edad, o con su naturaleza de imágenes o ficciones? ¿Por qué The immigrant tiene que parecer no ya una película vieja, sino envejecida? ¿Por qué yo no puedo relacionarme con los objetos de la película tal como lo hacen los protagonistas? Porque estos personajes, además, no son al contrario tipos extraídos de los viejos géneros o del viejo cine. Evidentemente, son tipos bien reconocibles, pero traídos a la vida, puestos en movimiento ante el presente de nuestra atención. Si Gray trata a sus personajes como personas vivas, ¿por qué no hace lo mismo con sus objetos, las fachadas de sus edificios, el aire de sus calles? En los personajes de Gray hay una vida, debida sobre todo a la ambigüedad, sobre todo moral, que les baña (y que tanto cuesta encontrar en el cine norteamericano), de la que carece su luz, bañada esta sí plenamente en la estética de lo retro, la misma, y no exagero, que ilumina las imágenes de Cuéntame o Amar en tiempos revueltos. Que la imagen de un mundo viejo tenga aspecto de imagen vieja. “Aspecto”: es decir, que parezca tenerla, no que la tenga “de verdad”. Para eso, haría falta preocuparse de verdad (ahora sin comillas) por cómo fotografiar los objetos de un mundo, en orden a crear uno.
    Por eso es también tan curiosa The immigrant. Por un lado, recuerda todo lo terrible que ha llegado a ser Hollywood pero, por otro lado, nos lo recuerda por su propia excelencia, aun sin ser excesiva. Tan solo su plano de apertura, ese lento travelling de alejamiento de la estatua de la Libertad (cuando debiera ser al revés, pues la película se abre con la llegada a los EE.UU.) que en su movimiento nos descubre la silueta de a quien luego pondremos la cara de Joaquin Phoenix, ese rostro al tiempo amable y brutal del nuevo continente, deja bien marcada su distancia respecto a un cine incapaz desde hace décadas de pensar un plano así, salvo en excepciones contadas como la de Gray. La cosa ha llegado tan bajo que un mediocre con carácter como David Fincher o un realizador impersonal pero con criterio como Richard Linklater se nos aparecen como fueras de serie, pero porque la estulticia a su alrededor realmente les dejan fuera, les vuelven excepcionales. Gray, aun habiendo visto a día de hoy solo tres de sus películas, vuela más alto que estos, pero igualmente sucede que tan solo con ese plano (no incluyo el último, que es un plano-frase y eso a los americanos siempre se les dio bien, incluso hoy) o con su guión, hecho a partir de materiales ya sobradamente conocidos pero capaz de crear personajes hondos sin necesidad de descubrirlos, antes bien precisamente por lo contrario, por su persistente creación de zonas de sombra, en esas cosas, simplemente bien hechas, honestamente hechas diría incluso, se ve a alguien que no se puede confundir con la infamia que le rodea, la que le rodea incluso en su propia película a través de la luz de Khondji. Pasa a veces con una película, una secuencia o un plano de Gray, de Linklater, de Shyamalan, y algún otro que me olvido. Gente que destaca por saber trabajar un tempo, o desarrollar un personaje, o editar un diálogo, o que muestran cierta excentricidad, en realidad no es tanto que sean buenos, o tan buenos: es que no son como los otros.