jueves, 25 de diciembre de 2014

Salomé




    El pasado martes, caminando por Lavapiés con Mario, me asaltó de repente la certeza, la evidencia de que nunca más volvería a encontrarme a Salomé por aquellas calles. Cruzarse con ella era una de las ventajas de vivir por esa zona; aunque en los últimos tiempos esos encuentros fuesen cada vez más inusuales, seguían siendo posibles, y que esa posibilidad desaparezca es algo desgarrador que me hace más deseable todavía el abandonar esta ciudad de la que hace un par de semanas le decía a un amigo, ignorante de la crueldad que los días siguientes nos deparaban a todos, que tenía ya para mi “demasiados esqueletos en sus armarios”. No caminar las mismas calles hará menos doloroso el saber que ya nunca más me encontraré con ella, viéndola venir a lo lejos, con sus inseparables Nico y Lotta, y detenernos a hablar de a saber qué, siempre con esa mezcla de reflexión cuidadosa y comentario maligno que tan bien se nos daba cuando nos juntábamos.  
    Lo hará menos doloroso, pero será imposible olvidar, porque no es su muerte la que ha hecho de Salomé una de las personas más importantes y queridas de mi vida, es decir, una de esas personas mágicas a las que te llevas para siempre, ya, contigo.
    El día que me asaltó, que me golpeó esta certeza, Salomé no había fallecido todavía, lo que hizo más dura la sensación, como el leer a las voces que en los comentarios de facebook ya hablaban de ella en pasado. En realidad, volvíamos del hospital, de verla junto con Javier, los tres junto a su cama como si fuéramos personajes de El mago de Oz, despidiendo a la adorada Dorothy. Aún consciente, pero ya entre las brumas de la sedación, llegó a reír alguna de las bromas que son lo único que soy capaz de decir en estas situaciones. Qué vas a hacer, ¿llorar? Saber que entre sus últimas sonrisas se encuentra alguna provocada por mi es tal vez lo único que consuela en estos momentos en los que ya es cierto que se ha ido, y que no volverá. Escribo en Santander, para colmo, donde el frío no es tan duro como en Madrid pero es en cambio como una categoría ontológica, un esencial antropológico, un frío interno que te quiebra y te emponzoña. Todo lo que no era la sonrisa siempre cálida de Salomé. O la sarcástica y burlona, que también la tenía y me encantaba.
    Acabo de leer un comentario en facebook escrito por una amiga de Salomé a la que no conozco, Belén Guerra, que me parece la retrata tan, tan bien. Me permito la libertad de reproducirlo aquí:

    El 25 de Mayo del 2014 pasará a la historia como el día en que todo comenzó a cambiar de verdad. 

    Yo personalmente, ese día tuve el honor de acompañar a Salomé Ramírez en la tarea de inventar de la nada el típico lugar donde un partido político se reúne a celebrar resultados, llegado el caso. Yo, ni siquiera sabía que estaba tan enferma. 

    Ella, con la fuerza de mil ejércitos iba construyendo su casita de muñecas: aquí la sala de prensa, aquí el catering, uy y las cámaras y aquí los de redes que son un montón, uy el streaming y claro, la decoración!!!. "Que no nos quede cutre Belén, eso nunca". Yo le decía: "yo creo que así está bien", me miraba con cariño y decía. "Chapuzas no, nosotras no". Y yo decía: "pero Salo no nos da tiempo" y ella decía: "Ya verás que sí".

    Me van a permitir que recuerde el 25 de mayo de 2014 como el día en que aprendí de Salo cómo se hacen las cosas. Mientras PODEMOS empezaba a darle la vuelta a todo como un calcetín.

    Hasta siempre Salo!
    Me disculparán que hable tanto de mi como de ella, pero me es inevitable: a pesar de que sin duda no consiga transmitirlo, porque es imposible y porque no estoy para muchos trotes, durante un tiempo mi vida estuvo anudada al trato con ella, a la labor en común. La conocí ya no sé hace cuántos años, como asistente al mejor seminario al que he tenido el placer de ir, el que al tema de la biopolítica dedicaban Javier Ugarte, Germán Cano y Jacobo Muñoz en el CSIC, personas todas ellas queridas y valiosas. Salomé era una rubia muy guapa, a la que recuerdo sentada frente a Mario y a mi, sonriéndose de las inaudibles pero evidentes malignidades que los dos solíamos compartir. Enseguida trabamos amistad con los miembros del seminario y descubrimos que Salomé era pareja de Germán Cano pero, sobre todo, la fuimos conociendo mejor. Envidiamos a Germán de forma secreta, y a veces hasta manifiesta. Tanto, que incluso hoy mismo seguimos haciéndolo.  
    Por mi parte, el trato pasó a ser cercano tras el seminario de cine y filosofía que Miguel Alfonso Bouhaben, Miki, impartió junto a Ana Useros y Violeta Alarcón en la Facultad de Filosofía de la UCM. Un grupo de gente que allí entablamos contacto, y entre la que estaba Salomé, montamos a proposición suya un seminario en Cruce, llamado On/Off Deleuze. Miki, Ana Useros, Ana J. Revuelta, Viole, yo, y Salomé. Hay que decir que de ella salió la propuesta, vinculada a aquel espacio del que yo, hasta entonces, solo tenía un recuerdo: una chica a la que quería, y que ya no me quería a mi, desapareciendo tras sus cristales empañados. Salomé abrió aquel espacio y no dejó de hacerlo desde entonces. Yo, que no hablaba en público desde la clase en que puse porno a menores en Santander (era la misma época de los cristales empañados, qué quieren), allá por finales de 2003, di tres ponencias que en cierto modo me pusieron en circulación de nuevo, me devolvieron a un ruedo que ya no he abandonado y al que Salomé siempre hizo por meterme aún más. La experiencia de aquel seminario fue clave para mi por muchas razones, también personales: fue una época extraña a la que justo en estos momentos vuelvo a rondar, por una película que quisiera terminar de una vez, y cuyas primeras imágenes llegué a proyectar en los momentos previos a la segunda de mis ponencias: solo Salomé llegó a verlas, o al menos a comentarme algo de ellas. ¿Para qué demorarse en decirlo? Era una persona atenta como pocas, sobre todo atenta a tus cualidades y preocupada por fomentarlas. Escuchaba o miraba, atenta, comentaba y, muchas veces, y cada vez más, proponía: un taller, curso, ponencia, película… ayudaba, animaba, incluso empujaba. Yo quería siempre su opinión y no puedo expresar cuánto me duele saber que no la tendré nunca más. Me alegró mucho que la gustase Valparaíso, 2011. Observaciones de un turista (ella la proyectó por primera vez, en un pase de prueba en Cruce para algunos amigos), y que además me alabase su subtítulo, pero nunca sabré qué pensará de Tres caminos a Cádiz, y me perderé la charla antológica que siempre supuse íbamos a tener sobre ella (la película es material de primera para nuestros chascarrillos). Inserta ya para siempre en mi sistema nervioso, cuando escribo un nuevo artículo, entrada de blog, película, siempre me pregunto qué pensará Salomé. Es una de esas personas de las que te preocupa su opinión, que en cierto modo ayudan a configurar tu criterio, incluso cuando no pueden estar ahí para opinar, y eso es porque la conoces, has integrado en ti mismo parte de su visión, porque te importa, te preocupa: está, como digo, en tu sangre. Aunque me gustara hacerla rabiar a veces, era una persona a la que me gustaba gustar. Pocas frivolidades en esto: la quería mucho. Era una gran amiga. Me lo demostró muchas más veces de lo que pude yo demostrárselo a ella.
On/Off Deleuze: "El seminario más alcohólico de Madrid"
    Di tres conferencias en aquel seminario, el mismo número que ella. De lo peculiar de su aportación da fe la doble sesión que le dedicó a la imagen-afección en David Lynch: la primera, en vez de tratar del cineasta, fue un impecable análisis de políticas laborales en el neo-liberalismo, amén de su plasmación en campañas publicitarias y materiales de circulación interna. Pura y dura biopolítica. El caso concreto era Telefónica, la empresa donde trabajaba y que tenía analizada al dedillo, tanto que yo solía bromear, muy en serio, diciéndola que le dedicase la tesis a ella, en vez de a Lynch. Se reía siempre mandándome a la mierda, pero realmente conocía la empresa muy bien y la analizaba mejor. ¡Y nos dio una sesión sobre esto para introducir su reflexión sobre Lynch! Llámenlo como quieran, para mi es un ejemplo.
    De lo interdisciplinar hicimos bandera en el siguiente seminario, Cine Y, bastante más complicado y agotador, donde Salomé empezó a ejercer de tejedora imparable y brillante de lazos y proyectos comunes. Allí proyecté por primera vez tres cortometrajes propios, que la gustaron, para mi alegría. Pudimos y debimos haber seguido por ese camino (y si no lo hicimos, la culpa es solo mía, ella me lo propuso más de una vez), pero en su lugar nos metimos en una derivación extraña que nos sobrepasó, Los Límites del Cine. Horror a cuya frenética experiencia creo que se debe sin embargo la eficiencia posterior descrita más arriba por Belén Guerra. A mi, me mató; a ella, la hizo más fuerte.
    Aquella experiencia horrible, que temerariamente emprendimos juntos y prácticamente a solas, fue para mi una máquina asesina de la que solo me salvé, dicho en claro, porque ella asumió casi todo el trabajo. La culpa por ello siempre me ha perseguido en no pequeña medida. Lo reconocí públicamente en mis tres crónicas del ciclo (que dan fe de mi deplorable estado del momento, incluso sin la necesidad de leer entre líneas), pero la verdad es que nunca hubo un día en que la mirase y dijese: Salomé, tú y yo sabemos que fui un inútil aquellos días, que tú lo hiciste todo, que no estuve a la altura, ni del proyecto ni de ti. Fueron meses que nos machacaron a los dos, a mi por mi predisposición a ello propia del momento, y a ella por la sobrecarga de trabajo debida a mi incapacidad, y siempre he tenido la sensación de que fue protectora conmigo; igual me equivoco, pero es mi impresión: me había metido en una situación que, en el contexto emocional en el que me encontraba, no estaba preparado para afrontar. Ella, que sabía de aquella relación que acababa de terminar, con cuánta ilusión empezó y con cuánta amargura y rabia terminó, estoy seguro de que lo tuvo en cuenta. Y de que si no me mandó a la mierda, fue por eso.
    De hecho, no solo no lo hizo, sino que en la casa que compartía con Germán pasé mi última semana en España y la primera al volver de Chile. Incluso el billete lo pillé a través de Salomé. Con ella (y Mario) hice mi maleta, y fui al aeropuerto. Suya fue la primera llamada al día de llegar a Valparaíso. Lo recuerdo tan claramente, en la micro camino de casa de Diego, mi nueva casa, justo tomando la rotonda dirección de Playa Ancha frente al ascensor Artillería, suena mi teléfono nuevo (el más barato de la tienda), lo cojo y es ella. Preguntando si estaba bien, qué tal el viaje (yo había partido enfermo), la llegada, la nueva casa, si necesito algo, etc. Siempre ahí. Solo al volver a Madrid no pudo estarlo, y fue porque Nico la necesitaba: a los pocos días de llegar yo, Nico enfermó de algo grave y entre Germán, Salomé y yo la llevamos al veterinario. La recuerdo llorando aquel día: era casi seguro que Nico moriría. Pero no, Nico se salvó, sigue viva, y cada vez que pienso en ella lloro el doble (y acabo de leer otro mensaje en facebook donde veo que aquella experiencia también le sirvió para aconsejar a otros que se vieron con similar problema). Nico, Lotta.  

    Lotta apareció, para mi sorpresa, cuando alguien, creo que Daniel, me había ya avisado de la enfermedad de Salomé. Me temía una persona agotada, machacada, y sin embargo ahí estaba, Salomé caminando por la calle ya no con una perra, ¡sino con dos!, y ambas igual de fuertes y salvajes. La recuerdo bien, los dos sentados en una terraza de Argumosa, explicándome la situación de su enfermedad: no parecía describirme la terrorífica situación en que se encontraba, sino las inmensas posibilidades que se le abrían (y aquí hay que recordar que en España había sucedido una cosa llamada 15M y que Salomé, como Germán, estaba a fondo en ello y lo que siguió). La enfermedad era para ella como una oportunidad: de dejar Telefónica y concentrarse en las cosas que de verdad la importaban. Siempre tuve la impresión con Salomé de que se dedicaba más a los demás que a sí misma, impresión posiblemente falsa aparte de que solo Paulo Coelho y sus miserables seguidores pueden sostener ese pensamiento despreciable según el cual hay que quererse a uno mismo para poder querer a los demás; pero sí me parecía que había algo que aún debía emprender, que había algo que la sujetaba impidiéndola avanzar todo lo que podía. Igual me equivoco y tiendo a leerlo todo desde mi propia frustración congénita, pero aquel día, lívido por la descripción del terrible cáncer que la habían descubierto, encontré también sin embargo, por primera vez, a aquella Salomé soñada, que mandaba a la mierda los lastres y afrontaba la vida como un sujeto pleno de fuerza. Parece increíble, pero mi impresión es que la enfermedad dio a Salomé un extra de fuerza, la llenó de vida y energía. Esa claridad y capacidad de decisión y trabajo que siempre tuvo parecía apoderarse de todo y daba la impresión de que empezaba una nueva vida y que nada podría con ella.
    A partir de aquel momento, cada encuentro era una propuesta de hacer algo: un curso, un taller, un ciclo de cine… yo siempre estaba absorbido por algo y el recuerdo de Los Límites del Cine había mermado considerablemente mis ganas de hacer nada en ese terreno. Solo en la anterior primavera pensé proponerla algo, pero el trabajo en la tesis y el compromiso para la coordinación de un libro me lo impidieron. Es una pena, la hubiera tratado mucho más estos últimos meses; me imagino todo lo que hubiéramos cotilleado y nuestras peleas sobre Podemos. Era una fiesta disentir con Salomé, aunque la última vez que la vi en Cruce el encuentro fue tan breve que solo me llevé la impresión de la disensión en bruto, no tanto el buen rollo que sin duda había pero no tuvo tiempo para manifestarse con la intensidad debida.
    Ahora todo acabó. En los últimos años la vi poco pero la posibilidad de encontrársela alegraba los paseos por el barrio. Reconozco que en algún momento duro he paseado con esperanza de cruzarme con ella, porque era comprensiva y ayudaba con su sola presencia incluso aunque no le contases nada, que es lo que suelo hacer porque en los malos momentos soy absurdamente discreto. Yo no la preguntaba por su enfermedad porque a la enfermedad no hay que concederle nada, porque no quiero que nadie lea en mis ojos su desastre, solo la imagen de cómo lo vence. Mis “¿cómo estás?” no incluían la salud, no en su caso al menos, porque era muy evidente que las fuerzas de Salomé se redoblaban, se duplicaban, que la lucha la hizo crecer. Algunos no nos damos cuenta de que en la lucha se crece y tendemos a buscar la cobarde sobreprotección de la inactividad y la soledad. Cómo  nos equivocamos, cómo nos lo demuestra Salomé en sus últimos años.
    Decía Pasolini en un viejo y célebre escrito que la muerte da el sentido de la vida, que solo ella permite explicarnos. Que se pudra Pasolini. La muerte no da nada, ¿tan difícil es ver que solo quita? ¿Qué sentido dio tu muerte a tu vida, Pasolini? ¿Qué sentido ha dado a la de Salomé? Tan solo nos privó de un desarrollo que nadie puede predecir. Qué terrible esta necesidad de dar sentido a lo que solo es una putada: la muerte. Gorin escribió que Straub, en el entierro de Daniele Huillet, co-autora de toda su vida, compañera de toda su obra, empezó a gritar furioso y salió corriendo, perseguido por algunos asistentes. Me resulta más admirable esa negativa, esa insumisión a aceptar lo inevitable, que el intento patético de insertarlo en  nuestra vida y, más aún, hacer que sea ésta la que dependa de la muerte, como tantos filósofos de mierda que identifican con ella a la temporalidad (¿es tan difícil aceptar que la muerte pone fin al tiempo, que el tiempo solo puede ser identificado con la vida?), o quienes dicen que la vida es ser para la muerte, por lo que también sería válido decir que la vida de cada día está pensada para dormir, o cada dormir para levantarse, cada comida para el postre, cada desayuno para la cena, cada comida para el excremento: estupidez de un pensamiento teleológico que trata de redimir por la razón (una estúpida razón) su pavor ante la extinción y de difundir su odio a lo vivo y lo temporal, siempre a favor de esas máquinas contra lo humano, la materia, la vida y el tiempo que son la belleza, la armonía, lo divino, la muerte. No somos cadáveres de permiso, muertos que caminan, no somos nuestras células renovadas cada me importa una mierda cuántos años: somos materia viva, afectos encarnados, a los que un día la muerte pone fin. Es una mierda, ¿podríamos por fin aceptarlo y dejar de elevarle templos a aquello que simplemente nos mata? No implicará no aceptar la muerte de aquellos que amamos, y sí por contra el no volvernos imbéciles enamorados antes de nuestro fenecer que de nuestra potencia.
    Sí, Salomé vive en nosotros, no es mentira, en mi al menos sé que lo hace y lo hará, no es ninguna tontería, ninguna trivialidad, pero la muerte ha cerrado la posibilidad de que sea ella quien colabore en esa vida. En un viejo chiste, Woody Allen prefería vivir mediante el método de no morir, que hacerlo en el alma de sus seres queridos. Yo también preferiría olvidarme de que Salomé existió, si con eso me asegurase de que en efecto sigue viva, que es ella quien construye y crea su propia vida, su propio sentido. Pero es cierto, es cierto que vive en nosotros. Que por mi parte la llevaba ya, y la llevaré más aún desde ahora, en mi sistema nervioso. Y que aunque no me negaré las lágrimas, menos aún lo haré con la alegría que supo aportar a mi vida, y a la de tantos otros. Queriéndola, sé que muchos nos hemos hecho mejores. No conozco epitafio mejor.