The
immigrant ha sido titulada en España El
sueño de Ellis. Para los que, como yo, nunca acabamos de enterarnos, hay
que decir que Ellis es la isla de Nueva York donde los inmigrantes que llegaban
a los EE.UU. eran autorizados o no para penetrar al continente. “El sueño de
Ellis”, por tanto, es el de entrar al país y es en efecto obsesión clave de la
protagonista, Ewa (Marion Cotillard). Pero la principal no es esa, sino la de
permanecer siempre al lado de su hermana, cuya reclusión por enfermedad en el
hospital de Ellis equivale a un secuestro de facto de Ewa, que no abandonará su
penosa situación debido a su negativa a dejarla en la isla.
Y es que en realidad hay algo de lo que se puede no ser consciente al
leer el título original: para nosotros, The immigrant no tiene sexo, pero la traducción literal sería “la
inmigrante”. No “el inmigrante”, no Charlot, no ya el drama de la pobreza y la
inmigración, sino la pobreza y la inmigración cuando se es mujer. Mujer y,
además, bella. The immigrant rompe el
tópico, tan popular cinematográficamente por cierto, de que, en tiempos de
penuria, la belleza es un bien valioso para una mujer necesitada. Antes bien,
parece afirmarla como la mayor de sus condenas, pues es como mínimo por su
belleza que Bruno, el chulo interpretado por Joaquin Phoenix, emprende su
conspiración para impedir su entrada legal en EE.UU. y hacerla caer en sus manos. La belleza solo es una
bendición si, como la Marlene Dietrich de Berlín
Occidente por ejemplo, no se le ponen reparos a la prostitución, el destino
tantas veces inexorable de la pobreza femenina. Y es que si hay un tema, o
motivo, en el film de Gray, es la condición desnuda, desprotegida, sometida a
todos los abusos posibles, de las mujeres. La protagonista sufre por su
condición de inmigrante (para más inri, ilegal) pero, sobre todo, por la de
mujer. En el barco es violada pero sin embargo esto la marca, a partir de
entonces, como prostituta. Ese momento no filmado marca todo el devenir de Ewa,
la excusa para su no admisión en el país y para el rechazo de su
tío. Su ilegalidad la debe al deseo de Bruno por ella y al desprecio de ese
familiar al que debemos la escena clave en este discurso, aquella en que la
entrega a la policía por, al tomarla por prostituta sin siquiera preguntarla
por lo sucedido (acción que precisamente es la que la condenará a la
prostitución al no dejarla otra salida para recaudar el dinero necesario para
recuperar a su hermana), teme que ensucie el “prestigio” de su negocio. En el
temblor enfermizo, torturado, de la esposa de este hombre brutal, en las
convulsiones que en su cuerpo produce la evidencia de la injusticia y el terror
a la rebelión, es donde se evidencia que The
immigrant es una de las raras (casi me tienta decir “únicas”) películas
norteamericanas preocupadas por la indefensión de las mujeres, la tortura
sistemática a la que se ven sometidas por parte de unos hombres que solo ven en
ellas elementos de prestigio social o pedazos de carne para su satisfacción
sexual; en ambos casos, seres que merecen no otra cosa que su total desprecio.
Por ello la otra escena más brutal es aquella en la que Orlando saca a Ewa al
escenario. El modo en que el público la insulta y veja nos borra de golpe la
extraña escena en que un cliente la trata con gran ternura al despedirse de
ella. Aunque, como avisando de la realidad de la situación, descubrimos
enseguida que se trata de un policía, gremio que Gray muestra con nula simpatía.
Y al mismo tiempo, Ewa no es una muñeca hueca llena
solo de sufrimiento. Está indefensa, pero consigue utilizar a su favor el
amor de Bruno y nunca le niega el desprecio que por sus actos le merece. Su
paso de paciente a agente en su retorno a aquel no es juzgado moralmente, visto
como una mancha moral, una pérdida de su integridad o una condena de su alma, sino
como el máximo de acción que Ewa puede llevar a cabo dadas su situación y voluntad:
no puede evitar ya prostituirse si quiere recuperar a su hermana, pero sí puede negarse a besar
la mano del hombre que la pisa, y utilizar además su amor para hacerle cumplir sus objetivos; usar pues, sin culpa, a aquel que
la prostituye: puta, sí, pero no sumisa, ni imbécil. Bruno no es nunca redimido
en nombre de su amor, incluso aunque este evidencia sobradamente su verdad, y
si alguien tiene esa tentación Gray tiene el detalle de hacer que el propio Bruno
exponga, cual fiscal en un tribunal, todo el caso en su contra, de peso
considerable, a la propia Ewa y, con ella, a todos nosotros. El amor de Bruno,
incluso el evidente buen trato hacia sus “empleadas”, no le hace menos
miserable, antes bien tiene la virtud de permitir la mejor, más detallada y
precisa observación de la naturaleza y características de su miseria: el trato
de la mujer como objeto y propiedad, trato que ni siquiera el amor hace
desaparecer. El logro de The immigrant
es mostrar las penosas condiciones que deben soportar las mujeres en unas
condiciones determinadas, sin hacer por ello de la protagonista femenina una
cáscara vacía a merced de sus dominadores, negándose pues a verla desde la
óptica del dominio, y además haciendo que el chulo no sea un miserable sin más,
sino uno que simplemente no ve problema ninguno en su trabajo y que de hecho,
como aquel memorable Ben Gazzara de The
killing of a chinese bookie, trata a sus empleadas como protegidas con no
poco cariño. Por reconocer esto a Bruno, Gray logra precisamente manifestar el
horror de la prostitución como tal, sin necesidad de acompañarla de la maldad
de los propietarios (y por ello, nuevamente, la excelente opción de hacer que
los clientes de Ewa que llegamos a conocer sean de amabilidad y ternura
exquisitas: la prostitución no es infame porque los clientes o los chulos lo
sean; no es eso). Gray no niega el amor, pero tampoco la manipulación. De este
empeño en complejizar, en no hacer que unas características sustituyan a otras
sino que convivan, se extrae parte del interés de la obra de Gray, y su
singularidad en un cine como el norteamericano.
Hay algo en lo que The immigrant, sin embargo, es inequívoca muestra de su tiempo.
Para empezar, lo diré rápida y rotundamente: su fotografía es una mierda. ¿En
qué momento el pasado en el cine empezó a pensarse como iluminado por un Sol
distinto al del presente? Un Sol gris, decolorante, muerto. Tiendo, aunque el
asunto merece un estudio más detallado, a culpar al Janusz Kaminski de la en
tantos sentidos nefasta Salvar al soldado
Ryan, a esa decoloración hipócrita de la imagen y, con ella, del mundo, que
solo buscaba que nosotros (en fin, ellos, los “americanos”, claro que ¿quién no
lo es?) devolviésemos el color a una bandera que rara vez se lo mereció. El
pasado de The immigrant tiene el
color de una fotografía vieja, o más bien pretende tenerlo. Los ocres dominan,
cuando no ese gris tan característico herencia de Kaminski, obligado en casi
toda película norteamericana (y la tendencia se extiende ya casi a todo el
planeta, no en vano nunca debe olvidarse que el arte norteamericano es un arte
imperial) que se quiera triste y dramática. En USA, hoy por hoy, pasa con la luz algo
similar a aquellos actores cómicos que se ponían barba cuando les tocaba hacer
algún personaje dramático: si se quiere ser serio, hay que quitar color, o
hacer que por lo menos no haya ninguno cálido. Evidentemente, esto se hace en
posproducción. No se trata de seleccionar colores, sino de eliminar o
neutralizar los que haya. Que la imagen sea una interpretación, que esté
filtrada por el discurso o, mejor dicho, por una retórica: no se trata de ser
una película dramática, sino de que ciertos elementos nos digan que lo es; se ve que la música ya no basta, así que ahora también se usa la luz. Hay
que hacerlo todo gris, eliminar el Sol, hacerlo metálico, duro, viejo. Para
decir que unas vidas concretas son tristes, hay que eliminar toda la vida del
plano, hasta la de las piedras. Pero no era eso. Pido que el que no me entienda
vea por ejemplo las películas “satánicas” de Bresson, sobre todo su cumbre, El dinero. Se trataba de mostrar que la
vida lo es todo, y que es la misma siempre, triste o no. La vida es esa
ausencia de significación en la que Oliveira decía se bañan los esplendorosos
signos, en el cine. El árbol movido por el viento servía para la tristeza o
para la alegría (o incluso para la indiferencia), pero era el árbol, era el
viento, el mundo que vivía y nosotros en él, bien o mal. El cine hace de la
vida signo, pero con ello la hacía hasta más vida. Pero ahora, no. En el medio
de la escena más terrible, un Kaurismaki no se niega colores cálidos, objetos
atractivos como tales. La vida, el mundo, siempre es indiferente, o muestra una
simpatía parcial, fruto de la selección y por supuesto la óptica, el ángulo
ineludible de la mirada. Si hay rojos o verdes, momentos cálidos en The immigrant, o están limitados al
music hall o envejecidos por la mirada implacable de la posproducción, la
sustitución del ángulo por la interpretación, el discurso, la retórica.
Un amigo, hace tiempo, me loaba a los técnicos
de Hollywood. Sobre todo, a los directores de fotografía. Pero desde hace
tiempo, décadas, el director de fotografía americano (no de nacimiento, se
entiende, eso es indiferente) no fotografía, sino que diseña. Crea una
apariencia para la película, eso que a veces se llama “una estética”, o incluso
“una imagen”. Darius Khondji, director de fotografía de The immigrant, es un experto en ello. Su trabajo en Seven, por ejemplo, instituyó un modelo lumínico
que aún está vigente, igual que lo hizo Kaminski en la película de Spielberg.
No se trata de fotografiar algo sino de vestirlo, disfrazarlo. No es malo en
principio (nada lo es), pero es una tendencia a observar, a estudiar. Khondji o
Kaminski, y muchos más, no fotografían objetos, rostros, no miran, dibujan.
Crean una luz para toda la película, una “atmósfera”, como también se dice, una "estética", una
interpretación que tiña su universo. No fotografían un mundo (obsérvese que no
he dicho “el” mundo), lo crean. Muchos resabiados dirán que el cine crea, en
efecto, y tendrán razón pero solo en parte, y es en ella donde se juega todo: primero,
importa decir que hablamos de un cine de registro, es decir, que tiene que
haber algo delante de la cámara, algo ya creado para desde allí llegar a algo
nuevo, y segundo y sobre todo, importa pensar qué mundo es ese que se crea.
En estos tiempos, la mirada al pasado viene
acompañada de una luz particular, el pasado es siempre recuerdo. Pero no lo es,
es presente, siempre, tenemos esas historias ante los ojos, viviendo ahora,
pero resulta que ahora tienen que vivir como si fuesen viejas. Un peso externo
a ellas les está siendo impuesto. ¿Qué peso es ese? ¿El de la historia, la
tradición, la representación? Algo obliga a la ficción a sentir una culpa que
no la corresponde. La fotografía no muestra un mundo pasado sino que nos dice
lo pasado de tal mundo. Pero no es el pasado el viejo, sino el que recuerda. Y
si aquel tiñe al pasado de ocre, o lo decolora, le impone una antigüedad que no
es la suya, solo la de las imágenes que lo han sobrevivido. La razón más pueril
que pudo dar Spielberg para el blanco y negro de La lista de Schindler fue que así eran las imágenes de la época.
Las imágenes, sí, pero no la vida: los judíos murieron en color. ¿En qué
momento se ha vuelto obligatorio que las imágenes carguen con el peso de su
pasado, de su edad, o con su naturaleza de imágenes o ficciones? ¿Por qué The immigrant tiene que parecer no ya
una película vieja, sino envejecida? ¿Por qué yo no puedo relacionarme con los
objetos de la película tal como lo hacen los protagonistas? Porque estos
personajes, además, no son al contrario tipos extraídos de los viejos géneros o
del viejo cine. Evidentemente, son tipos bien reconocibles, pero traídos a la
vida, puestos en movimiento ante el presente de nuestra atención. Si Gray trata
a sus personajes como personas vivas, ¿por qué no hace lo mismo con sus objetos,
las fachadas de sus edificios, el aire de sus calles? En los personajes de Gray
hay una vida, debida sobre todo a la ambigüedad, sobre todo moral, que les baña
(y que tanto cuesta encontrar en el cine norteamericano), de la que carece su
luz, bañada esta sí plenamente en la estética de lo retro, la misma, y no
exagero, que ilumina las imágenes de Cuéntame
o Amar en tiempos revueltos. Que la
imagen de un mundo viejo tenga aspecto de imagen vieja. “Aspecto”: es decir,
que parezca tenerla, no que la tenga “de verdad”. Para eso, haría falta
preocuparse de verdad (ahora sin comillas) por cómo fotografiar los objetos de
un mundo, en orden a crear uno.
Por eso es también tan curiosa The immigrant. Por un lado, recuerda
todo lo terrible que ha llegado a ser Hollywood pero, por otro lado, nos lo
recuerda por su propia excelencia, aun sin ser excesiva. Tan solo su plano de
apertura, ese lento travelling de alejamiento de la estatua de la Libertad
(cuando debiera ser al revés, pues la película se abre con la llegada a los
EE.UU.) que en su movimiento nos descubre la silueta de a quien luego pondremos
la cara de Joaquin Phoenix, ese rostro al tiempo amable y brutal del nuevo
continente, deja bien marcada su distancia respecto a un cine incapaz desde
hace décadas de pensar un plano así, salvo en excepciones contadas como la de Gray.
La cosa ha llegado tan bajo que un mediocre con carácter como David Fincher o
un realizador impersonal pero con criterio como Richard Linklater se nos
aparecen como fueras de serie, pero porque la estulticia a su alrededor
realmente les dejan fuera, les vuelven excepcionales. Gray, aun habiendo visto a
día de hoy solo tres de sus películas, vuela más alto que estos, pero
igualmente sucede que tan solo con ese plano (no incluyo el último, que es un
plano-frase y eso a los americanos siempre se les dio bien, incluso hoy) o con
su guión, hecho a partir de materiales ya sobradamente conocidos pero capaz de
crear personajes hondos sin necesidad de descubrirlos, antes bien precisamente
por lo contrario, por su persistente creación de zonas de sombra, en esas
cosas, simplemente bien hechas, honestamente hechas diría incluso, se ve a
alguien que no se puede confundir con la infamia que le rodea, la que le rodea
incluso en su propia película a través de la luz de Khondji. Pasa a veces con
una película, una secuencia o un plano de Gray, de Linklater, de Shyamalan, y
algún otro que me olvido. Gente que destaca por saber trabajar un tempo, o
desarrollar un personaje, o editar un diálogo, o que muestran cierta
excentricidad, en realidad no es tanto que sean buenos, o tan buenos: es que no
son como los otros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario