miércoles, 14 de agosto de 2013

Watch the zombies!




    World War Z no es una película de zombis al uso, por su obvio intento de incluir en sus redes al público más menor dejando en riguroso off toda violencia, aunque tampoco una película de James Bond, que es a lo que recuerda el periplo viajero del personaje de Brad Pitt, y desde luego no es un film de ciencia-ficción teórica, realista, científica o como quieran llamarla, al modo de La amenaza de Andrómeda o la sección central (la investigación sobre el vampirismo) del Soy leyenda de Richard Matheson. Es simplemente otra peli mediocre de manual, variante blockbuster, manejada por una mano histérica y sin carácter en su guión, sus imágenes, su narración o su montaje. Pero, eso sí, me hizo gracia su final.
    WWZ es una de esas películas que carecen de clímax final y no se han dado cuenta, pero no me refiero a eso. Para ciertas concepciones cinematográficas, hay una década maldita y otra bendita. La maldita es, evidentemente, la de los 70 (en Europa sobre todo) y la bendita, la de los 50 (principalmente en Hollywood). Los 70 fueron la década de la experimentación, del riesgo como norma, y los 50 la de la estabilidad de una creatividad que parecía a prueba de bombas, cristalizando en la última gran manifestación de los géneros clásicos: negro, western, melodrama, comedia… Es la época también de lo camp y lo kitsch, del rock & roll… y la previa a que todo cambiase, en lo político, estético, industrial…. Los 70 comparecen poco en el cine de hoy día, aunque comparecen. Los 50 en cambio se cuelan por cualquier rendija: su presencia es constante y hasta obsesiva.

    Me vinieron a la cabeza los 50 al ver el final de World War Z. Uno de esos finales discursivos donde se reúnen la última escena y una recapitulación de, en este caso, lo que viene después y ya no veremos, por supuesto a través de una voz en off, uno de los recursos estrella del último Hollywood en cualquiera de sus géneros, en este caso de Brad Pitt. ¿Y qué nos dice Pitt? Que eso que vemos, que hemos visto, no fue el final, ni siquiera el principio. Que lo conseguido es un camuflaje, no una cura, y por tanto lo que hemos visto no es sino el comienzo de la “guerra”. Y en consecuencia nos da un mensaje. Nos lo da como si la cosa fuese real, como si los zombis o infectados o lo que sean estuviesen allí de verdad y Pitt no fuese Pitt sino su personaje y todos nosotros, estimado público, estuviésemos metidos en el mismo lío: “luchad”.   
    Recordé, ya un poco antes pero sobre todo al llegar esa frase, el cine de terror y ciencia-ficción de los 50, concretamente debido a una de sus misivas clásicas, generalmente enunciada por el héroe de la película o algún científico (los dos tipos rara vez coincidían en el mismo individuo) en su última escena: “vigilad los cielos”. Había que vigilarlos porque, en aquella época, llegaban todo tipo de cosas del espacio: podían venir en cualquier forma, en cualquier lugar o momento, incluso podían haber venido ya mucho antes de que existiese el hombre (enterrados bajo capas y capas de hielo, por ejemplo), o a veces llegaban en sueños, aunque al despertar resultaba que aquel solo avisaba de lo que se venía encima, y al horror del visitante se sumaba el de la repetición. Había que vigilar, sin duda. Estar atentos, localizar la amenaza, neutralizarla, seguir vigilando. Por supuesto, en EEUU sobraban razones para ello: Joe Dante, a principios de los 90, en Matinee (que, junto a la anterior Gremlins 2, conformaría la que yo llamaría su “etapa heroica”), teorizaba sobre lo que fue aquel cine de aquella década recurriendo a la figura de William Castle, aunque en el fondo Hitchcock (que recordemos tomó a Castle como modelo para la promoción de Psicosis) y sus clarividentes declaraciones a François Truffaut sobre la naturaleza de su trabajo estaban allí: el espectáculo (the show, ese que siempre debe continuar) responde a una pura necesidad fisiológica, sirve para liberar la tensión acumulada por una vida en la que, sin duda, no faltan; se trata de movilizar todas esas tensiones, bien metaforizándolas o incluso refiriéndolas directamente, llamar a los miedos que todos tenemos dentro, acallados, reprimidos, contenidos, y llevarnos a un punto en que estos puedan gritar, explotar, manifestarse, llevarnos al punto en que, por fin, nos dejemos dominar por ellos. Y entonces, justo entonces, cuando estamos ciegos gritando, abandonados al horror, casi tan solo un segundo después, cortar el grifo. Cerrar la espita y devolvernos a la calma de nuestros hogares, nuestras familias, novios, novias, compañeros de colegio o de trabajo… devolvernos a las butacas del cine donde las bombas nucleares aún no han estallado y donde no existen hormigas gigantes ni larvas clonadoras ni extraterrestres ávidos de convertirnos en sociedades comunistas (no me reprimo por cierto el recomendar mi parábola política favorita de la sci-fi cincuentera: Red Planet Mars, Harry Horner, 1952). Es un trabajo simple, como rebajar la presión de una caldera o masturbarte si tienes 13 años y… existes. El espectáculo (aquí hablamos propiamente del terror y el suspense, pero lo dicho se aplica igualmente a todo el cine espectáculo, sobre todo al que acaba llevando a la actual moda del blockbuster) libera tensiones, no evadiéndonos de ellas sino haciéndose cargo, tomándolas en sus manos, llevándolas al estado de ignición, haciéndolas explotar y mostrándonos, justo después, que era todo mentira, que solo era un espectáculo, una ficción, que todo son trucos. Lo inteligente de Dante fue utilizar a Castle, por su costumbre de llevar el espectáculo de la pantalla a la sala, incluyendo máquinas de dar calambres en los asientos o actores vestidos como el monstruo de la película asustando a los espectadores en la sala en el momento en que hace lo mismo en la pantalla. Castle intentó estirar todo lo que pudo el modo en que el espectáculo debía afectar a los espectadores. Intentó llegar a sus cuerpos por vía directa. La tensión era mayor, el estallido era mayor, la paz era mayor. El espectáculo revuelve, sacude la vida, es la idea de Castle en esta película, pero para hacer que luego siga tal cual, y con todos un poco más tranquilos. La del espectáculo sería una tensión pacificadora.
    Pero volvamos al tema: en los 50, entonces, teníamos unos Estados Unidos aparentemente muy bien montados, muy estables. Se supone que había algo bueno y se trataba de protegerlo. Estaba el miedo a las bombas nucleares, y a los comunistas. La paranoia, aunque ésta es consustancial a todo régimen. Y en fin, había que vigilar. Era un mensaje razonable para dar al final de la película, imagino. El científico o el militar decían “vigilad los cielos” y, aunque no sirviese para nada (como agacharse en el suelo si viene la lava del volcán, en un memorable capítulo de South Park), todos sabían lo que podía venir de allí: el extraterrestre en las películas, y las bombas o la aviación enemiga (preferentemente soviética, en fin) en la realidad. Hoy, Brad Pitt dice “luchad”, y el caso es que no está muy claro contra qué, porque los zombis ¿a qué refieren? Si los extraterrestres podían leerse como una metáfora de los comunistas, que podían llegar del cielo en forma de bombas o aviones, los zombis ¿quiénes son, exactamente?, ¿a qué equivalen?, esto es: ¿contra quién hay que luchar? La peculiaridad del zombi como figura es que es una metáfora clara, pero clara en la evidencia de que es una metáfora, no en de qué lo sea. Hoy, frente a los 50, el mundo entero está en crisis, una tan grande que ni nos ponemos de acuerdo al precisar de qué es, o incluso si de verdad existe. Y se trata de no perecer, no arruinarte, no dejar que te pisen, que te quiten la casa, el trabajo o, también, no dejar que la chusma se crea que está a tu altura, te quiten los privilegios, te reduzcan tus ganancias o tu derecho a echar a quien quieras de tu empresa sin pagarle un céntimo. Sea quien sea y donde sea, hay que luchar. Ahora: ¿contra quién? Frente a la concreción ideológica de los 50, este mandato semeja otro de esos huecos mensajes de regeneración a los que tan aficionados se han hecho los medios en los últimos años. ¿Regenerar qué y cómo? ¿Luchar contra qué y cómo?
    Hoy por hoy, pegas una patada a una piedra y te salen mil lecturas del fenómeno zombi, las más duras de leer las de los mil tipos que no se han enterado que los zombis y la política van de la mano desde que George Romero decidió sacar a aquellos de las cálidas tierras del vudú y que ahora pretenden estar descubriendo América. Por supuesto, tampoco faltarán nunca las voces válidas, valiosas, iluminadoras. Está bien siempre apostar por algo, pero resulta que el zombi es yo y es también el otro (y yo como otro), es mi o nuestra sociedad pero también otra (recordemos que la figura proviene de sociedades coloniales, algo que muchas películas han tenido en cuenta), es mi clase social o es otra, es la pasividad pero también la agresividad, es la sociedad de esclavos, de robots, pero también el caos desorganizador y destructivo, la esclavitud pero también la rebelión, es el cuerpo vacío de alma pero también el animal o esclavo torturado por sus dueños. El zombi puede pasear por un supermercado como una patética repetición que dice la verdad de nuestras vidas mercantilizadas, pero también puede destripar y devorar al militar y posibilitarnos la liberación de las últimas rémoras de una sociedad enferma. Los millares de teóricos hablando hoy por hoy de zombis dan más bien pena y ternura por su pasión en poner puertas al campo e intentar precisar el sentido de algo que es ya un mito de puro derecho y que debe su potencia mítica actual a su capacidad, lentamente conquistada, de poder querer significar, literalmente, cualquier cosa. Así si la frase, el final, me hicieron gracia, me llamaron la atención, fue porque advertí de repente que los zombis han alcanzado el estatus que los monstruos y los extraterrestres llegaron a tener en los 50. Puede que su década dorada fuese en los 80, pero que la serie A se lance de repente a ello, y que salgan una miríada de libros, cómics y videojuegos (¡incluso una serie de televisión!) con aproximaciones más que variadas al asunto… todo eso indica que el zombi ha alcanzado el rango a nivel popular de Drácula, Frankenstein o los extraterrestres variante malvada. Ya no constituyen un sub-género, sino una corriente mainstream, un mito popular de primera magnitud. Ya no es cosa de un par de frikis desaseados en los pupitres de atrás del colegio, sino de discusiones apasionadas a la soleada luz del recreo, y participan los frikis pero también los empollones, los matones, y hasta las niñas rubias con sus carpetas de Hello Kitty. Los zombis han alcanzado la capacidad de ser cualquier cosa, y las lecturas políticas de su fenómeno acostumbran a ser tan poco interesantes como las del extraterrestre de los 50: porque siempre dicen mucho menos de lo que cualquiera de nosotros puede ver. Todos entendemos a los zombis incluso en su multiplicidad, no necesitamos intérpretes: están donde están porque sus implicaciones las hemos puesto entre todos, siguiendo el tirón de unos pocos pioneros (en este caso volvió a ser Romero, un ejemplo de tenacidad, aunque si la memoria no me falla la auténtica avanzadilla fueron los videojuegos).
    Llega World War Z, que a pesar de la Z es la primera zombie movie mainstream, para todos los públicos (la saga de Resident Evil no es una A comparable a esta: ¡el protagonista es Brad Pitt!). Así, por ejemplo, evita la sangre de modo que son los movimientos de Brad Pitt los que nos permiten entender que su palanca de metal se ha quedado enganchada en el interior de la cabeza de un zombi, y no la visión directa de la cabeza con la palanca dentro. Los mordiscos no acarrean la pérdida de inverosímiles cantidades de carne y sangre. El argumento, por su parte, se parece más bien a la película de epidemias de Soderbergh Contagio, donde se trata de buscar el origen de la enfermedad: una investigación, no una huida. Gracias al gran presupuesto, WWZ puede evitar la situación de asedio típica para entrar en un periplo viajero inaccesible para la serie B que modeló el género. Incluso se diría que, conscientes de ello, los realizadores han ideado una primera parte típica del género, para luego dar la impresión de que no solo el helicóptero salva a Pitt y su familia, sino que la película salva al espectador de la repetición del film de asedio zombi de siempre. Ridley Scott contaba que los productores de Alien protestaron por el decorado tan grande y caro que pedía para la escena en que John Hurt, Veronica Cartwright y Tom Skerrit encontraban el cadáver casi fosilizado de un alienígena gigantesco en la desconocida nave abandonada en aquel planeta inhóspito. Su respuesta: ese decorado, y el movimiento ascendente de la cámara que lo acabará mostrando completamente, es lo que hará que todo el público sepa que esa es una producción cara, que no es la típica película barata de alienígenas malvados. Que esa película es distinta a las otras. Porque pocas veces se ha hablado de la asfixia que a veces hace sentir la serie B, esa que se origina en la escasez de dinero que te impide salir de una casa pequeña, un decorado modesto, una nave espacial de cartón piedra, 5 ó 6 actores… La gran baza del mainstream cuando se acerca a estos géneros propios del B es el aire que aportan, la libertad de movimientos; el gran problema, que las máquinas de humo no suelen llegarles para tanto aire, que la atmósfera se tiende a diluir, o incluso a desaparecer. Es lo que sucede en WWZ. Con todo el planeta como escenario, Marc Foster no logra hacer sentir cómo éste se ha perdido del modo en que sí lo conseguía Romero en cualquiera de sus films del género (particularmente Dawn of the dead).
    WWZ empieza y termina, por cierto, con múltiples voces de informativos, como las que usaba The purge en su conclusión. En la última versión cinematográfica de Soy leyenda, modélica en su comienzo (de en lo que acaba convirtiéndose, mejor no hablar), se mostraba un único telediario donde se anunciaba la cura del cáncer. El siguiente plano mostraba Nueva York destruida. Los millones de dólares no van en contra de las buenas soluciones cinematográficas, porque contar una historia no tiene nada que ver con el dinero. Me llama la atención (en The purge sí era coherente y hasta necesario) que se necesiten tantas voces de informativos, y la simpleza del razonamiento alarma: si la epidemia afecta a mucha gente, pues muchos telediarios. ¿Cuánto mejor hubiera sido una sola, narrando algo concreto? Es solo un signo: en World War Z no existe el horror de ser mordido, de ser despedazado o comido, del dolor de ser desgarrado, ni de convertirse en otro, otro terrible, o ver cómo tus seres queridos, convertidos en esos otros indefinibles, tratan de devorarte. Si en Cloverfield se era incapaz de mostrar la dimensión colectiva de la catástrofe, aquí la que no existe es la individual: el horror de un solo cuerpo. Aquella excelente primera mitad de Soy leyenda, con los dos primeros planos de Will Smith y su perro conduciendo por la desolada Nueva York, o aquel Smith al borde del derrumbamiento hablándole al maniquí de una tienda, muestran que el problema no son los millones sino, como siempre, los cineastas (y los guionistas, porque tener a inútiles como Lindelof escribiendo, desde luego, es hacerte la peor cama posible). El dinero destruyó a Peter Jackson, cierto, pero permitió a Dante hacer una de las películas más locas de la historia, Gremlins 2, la que de verdad tantos deberían estar viendo ahora, o a Carpenter hacer La cosa. Claro que lo que en última instancia me hizo sentir el “luchad” final de WWZ fue que lo que hoy llamamos blockbuster se ha convertido en algo similar a lo que eran las películas de los autocines de los 50. Uno va a ver blockbusters porque son blockbusters, muchas veces independientemente de sus temas, universos o, por supuesto, directores (aunque siempre habrá patanes que vayan a ver Pacific rim porque la hace del Toro, El hobbit porque la hace Jackson, Man of steel porque la hace… ¡Zach Snyder!). Esto ya lo han dicho muchos antes que yo, pero esto es un blog, mi blog, y lo digo porque, el otro día, por primera vez lo sentí. Un aroma de época, del cine (popular) de una época. Somos muchos los que vamos a ver blockbusters y ni sabemos por qué: es un mundo en sí mismo, que nos atrae a pesar de lo mucho que nos gusta el cine y lo mucho que éste es maltratado allí. Porque todo depende de los cineastas, pero en pocos sitios lo tendrán más difícil que en un blockbuster, donde da igual si defines bien las relaciones espaciales en una pelea, o lo filmas todo en primeros planos, o los personajes son previsibles hasta lo inverosímil… A mi el blockbuster sí me hace pensar que vivimos en tiempos peores, porque los 50 están llenos de joyas (aunque para muchos estas se llaman La mosca o Ultimatum a la tierra y, para mi, Robot Monster), cuando hoy las supuestas joyas son mediocridades como Skyfall o los Batman de Nolan, y se llegan a levantar capillas para basuras como Los vengadores. El “luchad” de WWZ es enternecedor porque nada hay más alejado de una lucha que un blockbuster. Verlos es como dormir, es como ver una película mientras sueñas con otra, una en la que igual también hay robots y monstruos gigantes que luchan entre ellos, pero donde igual los personajes no son unos subnormales con traumas clonados de 100000 películas previas, o donde no hay una voz en off que te explica todo lo que debes saber en los 5 primeros minutos, o no hay una música atronadora intentando producirte la tensión que el director y su montador son incapaces de conseguir. Yo veo Pacific rim como la gran metáfora del blockbuster: gilipollas flipados manejando grandes máquinas, hermosas en su enormidad, bellas por su exceso. El arte del imperio, cuyo poder nos aterra sin dejar nunca, por ello también, de fascinarnos.



martes, 6 de agosto de 2013

“The purge”, o la catástrofe como tradición

Viendo The purge, lo que más me llamó la atención fue la conclusión: llegada la mañana y el final de la “purga” (para quien no conozca la película, ésta transcurre en los USA en el año 2022, donde el partido NFA, New Founders of America, ha llevado a un supuesto “renacimiento” de la nación, eliminado el paro y la violencia, en parte gracias a la “purga”, una noche en la que todos los crímenes están permitidos y la policía, ejército y ambulancias no actúan), lo que queda de la familia protagonista se detiene en el porche de su casa y escucha el progresivo aumento del sonido de todas las sirenas y helicópteros que en la noche estuvieron apagadas. El último plano de la película les toma desde atrás, recortándoles sobre el fondo del mundo que despierta después de su catarsis anual, con un movimiento de retroceso por el que la cámara acaba dentro de la casa, dejando a sus habitantes fuera. Es curioso esto, en tanto lo sucedido en la película no lleva a sus protagonistas a una auto-reclusión más firme; muy al contrario, la decisión de la mujer de no matar a nadie de los que hasta el último segundo intentan matarla a ella y su familia, supone un acto que por primera vez proyecta una decisión propia al exterior (un acto que por ello en cierta medida se podría denominar político), y arroja fuera de la reclusión a los que se escondían y otorgaban, negándose incluso a reflexionar sobre lo que fuera ocurría. El despertar de las sirenas y helicópteros, los sonidos del estado que se “ausentó” durante la noche de la purga, se escuchan ahora como el despertar de un mundo que muestra su verdadero rostro a quienes creían que la purga era un mero paréntesis en su universo, necesario para su supervivencia, y no su verdad. Y es por eso que es tan interesante lo que sigue: poco antes del fundido a negro y el paso a los créditos, y manteniéndose durante la mitad de estos, entran en la banda de sonido los comentarios de los medios de comunicación. Es en este momento que The purge alcanza verdadera altura como retrato de una determinada psicología actual, que me llamó más la atención si cabe por mi perpleja atención a la cobertura del reciente accidente ferroviario en Galicia. Y es que este final muestra que la purga tiene dos partes: la noche en que se mata, y el resto del año en que se habla de ella. Y que los que no matan al menos tendrán lo segundo: el relato de la catástrofe y la narración de las mil y una historias de la purga, contadas por innumerables voces de todo el estado, y analizadas y comentadas por intelectuales, políticos, periodistas…
    Hace casi diez años, J. G. Ballard ponía el ejemplo del atentado contra las Torres Gemelas como modelo del terrorismo del futuro, autor de acciones inexplicables y por ello imposibles de asimilar por una sociedad desconcertada. Como muestran sus novelas Running wild (publicada en España bajo el telecinquero título de Furia feroz) y Millenium people (aquí Milenio Negro), ambas protagonizadas por psicólogos, a Ballard el fenómeno del terrorismo no se le daba muy bien. El atentado del 11S en USA ni fue inexplicable ni, mucho menos, inasimilable. Por supuesto, la reacción inmediata fue de desconcierto, pero imagino que éste también aparecerá en los atentados “razonables” como reacción a la experiencia de la violencia. La muestra de que de verdad el acontecimiento es asimilado sería el inmenso auge de patriotismo (¡incluso Woody Allen apareció en la gala de los Oscars!) y la consecuente carta blanca para la política imperial que acarrearon los atentados. Y es que estos tienen un poderoso alcance libidinal a nivel comunitario. Un atentado, como ya intuyó Buñuel en los años 70, es un espectáculo, el más grande de todos: interrumpe nuestro mundo y afecta nuestro cuerpo más que cualquier otra cosa, y a la vez nos deja a salvo, porque ya decía Hitchcock que hay que sacudirnos fuera de nuestras cómodas poltronas, pero que al final el espectador debe volver a su mundo sano y salvo. El atentado nos sacude como nada (sabemos que las Torres Gemelas de verdad cayeron y que de verdad toda aquella gente murió) pero nos deja a salvo: es un espectáculo de base real. Las 3D, así, empalidecen frente a él, y frente a las imágenes pobres y poco detalladas gracias a las cuales la televisión se vuelve auténtico directo, como Ballard supo ver respecto al asesinato de Kennedy, del que dijo que supuso el golpe de estado final por el que la televisión pasó a ser en directo y lo que la permitió colonizar la realidad.
    La catástrofe natural o accidental pertenece al mismo tipo, no en virtud de sus causas (que son, a este respecto, irrelevantes) sino de su tratamiento mediático y, por así decirlo, su producción libidinal. Y es que a mucha gente le ponen cachondo los accidentes. No al nivel de Crash: no al de vivirlos, padecerlos, sufrirlos (esto, en cierto modo, me parecería digno y hasta sano), sino al de contemplarlos (el descarrilamiento, a velocidad real o lenta, del tren en la curva, exhibido por todos los medios) y, sobre todo, asistir a la narración de las múltiples catástrofes individuales que implica. Mi mayor perplejidad del año ha sido ver por televisión lo cachondo que ponía a muchos el accidente de Galicia. Cómo narraban hasta el último detalle del acontecimiento, la posición de los vagones segundo a segundo del descarrilamiento, todas las historias implicadas en el accidente, de las víctimas, los que ayudaban, los que miraban, los que llegaron tarde y los que llegaron pronto, los que esperaban en la estación y los que no, los que se enteraron más pronto o más tarde, los que se libraron porque se libraron y los que no porque no, los que esperaban angustiados en el hospital (y, por supuesto, no olvidemos al personaje estrella: el conductor), cómo se intentaba saber todo lo que sentían, pensaban, cuánto les dolía esto o aquello… Opiniones de la policía, de los médicos, psicólogos… información sobre cómo supervivientes y familiares, y hasta los que ayudaron o fueron testigos, sufrirían graves secuelas psicológicas durante mucho tiempo… Información de absoluta irrelevancia, a no ser que lo pensemos desde una lógica espectacular, esto es, desde la necesidad de vivir y sentir una experiencia extrema pero lejos de su peligro, a través de su narración, descripción, retrato, etc. No otra palabra viene aquí a cuento sino la de “placer”: placer de asistir a auténticas historias reales de sufrimiento, verdaderas catástrofes personales y detalles truculentos. Y placer, por supuesto, de exhibir el sufrimiento propio ante el ajeno, la preocupación y desconsuelo propios por la tragedia. Como ya he comentado en este blog, Salvar el soldado Ryan enseñó al “gran público” que podía ver gente sufriendo con las tripas fuera sin sentirse sucia y morbosa, bajo la condición de que sintiese estar acompañando de algún modo el dolor de aquel hombre. El destripamiento se vuelve expresión de un dolor más hondo, y la visión de ello un acompañamiento de la víctima (complejísima figura cuya relevancia política desde los años 70 está aún por analizarse adecuadamente, y que funda la dimensión actual de otra categoría capital: el testimonio). El que mira el horror acompaña a la víctima con su piedad: el espectáculo deviene aquí caridad. Los televisores, radios y ordenadores se llenan de imágenes, sonidos y palabras que no aportan nada a nuestro conocimiento de la catástrofe, a nuestra comprensión de sus causas, imágenes, sonidos y palabras que tan solo aportan un goce al deseo de conocer dramas verdaderos y extremos, un sufrimiento que sea de verdad, de gente que podríamos conocer, que se parece a la que conocemos, que incluso podríamos ser nosotros. Placer de sufrir en nombre de aquel dolor. Dolor auténtico, historias auténticas. Sin culpa alguna pues se supone que necesitan ayuda, empatía, comprensión, atención, tras la catástrofe el resto de la humanidad acude gozosa para comerse el dolor de las víctimas.
    En The purge, los asesinados en la purga son considerados “sacrificados”, en cuyo nombre se entonan oraciones agradecidas. Ellos se han inmolado por el bien y la estabilidad de su sociedad, que gracias a las muertes es económicamente próspera y gracias a los asesinatos permanece casi libre de actos violentos el resto del año. Pero en su final también descubrimos que no se trata solo de la noche de los asesinatos, sino de que el resto del año la población devorará las historias producidas por esa noche única, pasará a alimentarse de los increíbles números de víctimas (se habla de calles de Los Ángeles llenas de cadáveres, y uno se acuerda de lo sublime kantiano), y de las historias singulares, pero también de los debates intelectuales sobre la necesidad o no de la purga (el debate deviene espectáculo cuando sus argumentaciones y conclusiones, caso de haberlas, carecen de consecuencias). El acontecimiento no es solo la liberación de frustraciones, violencia, etc., sino la producción de un gran espectáculo 100% auténtico, para consumir libidinalmente durante todo el año (y calentar motores para el siguiente). Mucho se dice de la noción de acontecimiento, pero poco de su circulación social a posteriori: que el acontecimiento siempre se constituye en narración. The purge, en este final, sugiere que la catástrofe, accidental o deliberada, lejos de suponer un trauma comunitario (o, mejor aún, gracias a serlo), es una fuente de placer capaz de dotar a una comunidad incluso de pilares para sus estructuras. Una narración ideal para sostener una subjetividad comunitaria. Una tradición.