miércoles, 14 de agosto de 2013

Watch the zombies!




    World War Z no es una película de zombis al uso, por su obvio intento de incluir en sus redes al público más menor dejando en riguroso off toda violencia, aunque tampoco una película de James Bond, que es a lo que recuerda el periplo viajero del personaje de Brad Pitt, y desde luego no es un film de ciencia-ficción teórica, realista, científica o como quieran llamarla, al modo de La amenaza de Andrómeda o la sección central (la investigación sobre el vampirismo) del Soy leyenda de Richard Matheson. Es simplemente otra peli mediocre de manual, variante blockbuster, manejada por una mano histérica y sin carácter en su guión, sus imágenes, su narración o su montaje. Pero, eso sí, me hizo gracia su final.
    WWZ es una de esas películas que carecen de clímax final y no se han dado cuenta, pero no me refiero a eso. Para ciertas concepciones cinematográficas, hay una década maldita y otra bendita. La maldita es, evidentemente, la de los 70 (en Europa sobre todo) y la bendita, la de los 50 (principalmente en Hollywood). Los 70 fueron la década de la experimentación, del riesgo como norma, y los 50 la de la estabilidad de una creatividad que parecía a prueba de bombas, cristalizando en la última gran manifestación de los géneros clásicos: negro, western, melodrama, comedia… Es la época también de lo camp y lo kitsch, del rock & roll… y la previa a que todo cambiase, en lo político, estético, industrial…. Los 70 comparecen poco en el cine de hoy día, aunque comparecen. Los 50 en cambio se cuelan por cualquier rendija: su presencia es constante y hasta obsesiva.

    Me vinieron a la cabeza los 50 al ver el final de World War Z. Uno de esos finales discursivos donde se reúnen la última escena y una recapitulación de, en este caso, lo que viene después y ya no veremos, por supuesto a través de una voz en off, uno de los recursos estrella del último Hollywood en cualquiera de sus géneros, en este caso de Brad Pitt. ¿Y qué nos dice Pitt? Que eso que vemos, que hemos visto, no fue el final, ni siquiera el principio. Que lo conseguido es un camuflaje, no una cura, y por tanto lo que hemos visto no es sino el comienzo de la “guerra”. Y en consecuencia nos da un mensaje. Nos lo da como si la cosa fuese real, como si los zombis o infectados o lo que sean estuviesen allí de verdad y Pitt no fuese Pitt sino su personaje y todos nosotros, estimado público, estuviésemos metidos en el mismo lío: “luchad”.   
    Recordé, ya un poco antes pero sobre todo al llegar esa frase, el cine de terror y ciencia-ficción de los 50, concretamente debido a una de sus misivas clásicas, generalmente enunciada por el héroe de la película o algún científico (los dos tipos rara vez coincidían en el mismo individuo) en su última escena: “vigilad los cielos”. Había que vigilarlos porque, en aquella época, llegaban todo tipo de cosas del espacio: podían venir en cualquier forma, en cualquier lugar o momento, incluso podían haber venido ya mucho antes de que existiese el hombre (enterrados bajo capas y capas de hielo, por ejemplo), o a veces llegaban en sueños, aunque al despertar resultaba que aquel solo avisaba de lo que se venía encima, y al horror del visitante se sumaba el de la repetición. Había que vigilar, sin duda. Estar atentos, localizar la amenaza, neutralizarla, seguir vigilando. Por supuesto, en EEUU sobraban razones para ello: Joe Dante, a principios de los 90, en Matinee (que, junto a la anterior Gremlins 2, conformaría la que yo llamaría su “etapa heroica”), teorizaba sobre lo que fue aquel cine de aquella década recurriendo a la figura de William Castle, aunque en el fondo Hitchcock (que recordemos tomó a Castle como modelo para la promoción de Psicosis) y sus clarividentes declaraciones a François Truffaut sobre la naturaleza de su trabajo estaban allí: el espectáculo (the show, ese que siempre debe continuar) responde a una pura necesidad fisiológica, sirve para liberar la tensión acumulada por una vida en la que, sin duda, no faltan; se trata de movilizar todas esas tensiones, bien metaforizándolas o incluso refiriéndolas directamente, llamar a los miedos que todos tenemos dentro, acallados, reprimidos, contenidos, y llevarnos a un punto en que estos puedan gritar, explotar, manifestarse, llevarnos al punto en que, por fin, nos dejemos dominar por ellos. Y entonces, justo entonces, cuando estamos ciegos gritando, abandonados al horror, casi tan solo un segundo después, cortar el grifo. Cerrar la espita y devolvernos a la calma de nuestros hogares, nuestras familias, novios, novias, compañeros de colegio o de trabajo… devolvernos a las butacas del cine donde las bombas nucleares aún no han estallado y donde no existen hormigas gigantes ni larvas clonadoras ni extraterrestres ávidos de convertirnos en sociedades comunistas (no me reprimo por cierto el recomendar mi parábola política favorita de la sci-fi cincuentera: Red Planet Mars, Harry Horner, 1952). Es un trabajo simple, como rebajar la presión de una caldera o masturbarte si tienes 13 años y… existes. El espectáculo (aquí hablamos propiamente del terror y el suspense, pero lo dicho se aplica igualmente a todo el cine espectáculo, sobre todo al que acaba llevando a la actual moda del blockbuster) libera tensiones, no evadiéndonos de ellas sino haciéndose cargo, tomándolas en sus manos, llevándolas al estado de ignición, haciéndolas explotar y mostrándonos, justo después, que era todo mentira, que solo era un espectáculo, una ficción, que todo son trucos. Lo inteligente de Dante fue utilizar a Castle, por su costumbre de llevar el espectáculo de la pantalla a la sala, incluyendo máquinas de dar calambres en los asientos o actores vestidos como el monstruo de la película asustando a los espectadores en la sala en el momento en que hace lo mismo en la pantalla. Castle intentó estirar todo lo que pudo el modo en que el espectáculo debía afectar a los espectadores. Intentó llegar a sus cuerpos por vía directa. La tensión era mayor, el estallido era mayor, la paz era mayor. El espectáculo revuelve, sacude la vida, es la idea de Castle en esta película, pero para hacer que luego siga tal cual, y con todos un poco más tranquilos. La del espectáculo sería una tensión pacificadora.
    Pero volvamos al tema: en los 50, entonces, teníamos unos Estados Unidos aparentemente muy bien montados, muy estables. Se supone que había algo bueno y se trataba de protegerlo. Estaba el miedo a las bombas nucleares, y a los comunistas. La paranoia, aunque ésta es consustancial a todo régimen. Y en fin, había que vigilar. Era un mensaje razonable para dar al final de la película, imagino. El científico o el militar decían “vigilad los cielos” y, aunque no sirviese para nada (como agacharse en el suelo si viene la lava del volcán, en un memorable capítulo de South Park), todos sabían lo que podía venir de allí: el extraterrestre en las películas, y las bombas o la aviación enemiga (preferentemente soviética, en fin) en la realidad. Hoy, Brad Pitt dice “luchad”, y el caso es que no está muy claro contra qué, porque los zombis ¿a qué refieren? Si los extraterrestres podían leerse como una metáfora de los comunistas, que podían llegar del cielo en forma de bombas o aviones, los zombis ¿quiénes son, exactamente?, ¿a qué equivalen?, esto es: ¿contra quién hay que luchar? La peculiaridad del zombi como figura es que es una metáfora clara, pero clara en la evidencia de que es una metáfora, no en de qué lo sea. Hoy, frente a los 50, el mundo entero está en crisis, una tan grande que ni nos ponemos de acuerdo al precisar de qué es, o incluso si de verdad existe. Y se trata de no perecer, no arruinarte, no dejar que te pisen, que te quiten la casa, el trabajo o, también, no dejar que la chusma se crea que está a tu altura, te quiten los privilegios, te reduzcan tus ganancias o tu derecho a echar a quien quieras de tu empresa sin pagarle un céntimo. Sea quien sea y donde sea, hay que luchar. Ahora: ¿contra quién? Frente a la concreción ideológica de los 50, este mandato semeja otro de esos huecos mensajes de regeneración a los que tan aficionados se han hecho los medios en los últimos años. ¿Regenerar qué y cómo? ¿Luchar contra qué y cómo?
    Hoy por hoy, pegas una patada a una piedra y te salen mil lecturas del fenómeno zombi, las más duras de leer las de los mil tipos que no se han enterado que los zombis y la política van de la mano desde que George Romero decidió sacar a aquellos de las cálidas tierras del vudú y que ahora pretenden estar descubriendo América. Por supuesto, tampoco faltarán nunca las voces válidas, valiosas, iluminadoras. Está bien siempre apostar por algo, pero resulta que el zombi es yo y es también el otro (y yo como otro), es mi o nuestra sociedad pero también otra (recordemos que la figura proviene de sociedades coloniales, algo que muchas películas han tenido en cuenta), es mi clase social o es otra, es la pasividad pero también la agresividad, es la sociedad de esclavos, de robots, pero también el caos desorganizador y destructivo, la esclavitud pero también la rebelión, es el cuerpo vacío de alma pero también el animal o esclavo torturado por sus dueños. El zombi puede pasear por un supermercado como una patética repetición que dice la verdad de nuestras vidas mercantilizadas, pero también puede destripar y devorar al militar y posibilitarnos la liberación de las últimas rémoras de una sociedad enferma. Los millares de teóricos hablando hoy por hoy de zombis dan más bien pena y ternura por su pasión en poner puertas al campo e intentar precisar el sentido de algo que es ya un mito de puro derecho y que debe su potencia mítica actual a su capacidad, lentamente conquistada, de poder querer significar, literalmente, cualquier cosa. Así si la frase, el final, me hicieron gracia, me llamaron la atención, fue porque advertí de repente que los zombis han alcanzado el estatus que los monstruos y los extraterrestres llegaron a tener en los 50. Puede que su década dorada fuese en los 80, pero que la serie A se lance de repente a ello, y que salgan una miríada de libros, cómics y videojuegos (¡incluso una serie de televisión!) con aproximaciones más que variadas al asunto… todo eso indica que el zombi ha alcanzado el rango a nivel popular de Drácula, Frankenstein o los extraterrestres variante malvada. Ya no constituyen un sub-género, sino una corriente mainstream, un mito popular de primera magnitud. Ya no es cosa de un par de frikis desaseados en los pupitres de atrás del colegio, sino de discusiones apasionadas a la soleada luz del recreo, y participan los frikis pero también los empollones, los matones, y hasta las niñas rubias con sus carpetas de Hello Kitty. Los zombis han alcanzado la capacidad de ser cualquier cosa, y las lecturas políticas de su fenómeno acostumbran a ser tan poco interesantes como las del extraterrestre de los 50: porque siempre dicen mucho menos de lo que cualquiera de nosotros puede ver. Todos entendemos a los zombis incluso en su multiplicidad, no necesitamos intérpretes: están donde están porque sus implicaciones las hemos puesto entre todos, siguiendo el tirón de unos pocos pioneros (en este caso volvió a ser Romero, un ejemplo de tenacidad, aunque si la memoria no me falla la auténtica avanzadilla fueron los videojuegos).
    Llega World War Z, que a pesar de la Z es la primera zombie movie mainstream, para todos los públicos (la saga de Resident Evil no es una A comparable a esta: ¡el protagonista es Brad Pitt!). Así, por ejemplo, evita la sangre de modo que son los movimientos de Brad Pitt los que nos permiten entender que su palanca de metal se ha quedado enganchada en el interior de la cabeza de un zombi, y no la visión directa de la cabeza con la palanca dentro. Los mordiscos no acarrean la pérdida de inverosímiles cantidades de carne y sangre. El argumento, por su parte, se parece más bien a la película de epidemias de Soderbergh Contagio, donde se trata de buscar el origen de la enfermedad: una investigación, no una huida. Gracias al gran presupuesto, WWZ puede evitar la situación de asedio típica para entrar en un periplo viajero inaccesible para la serie B que modeló el género. Incluso se diría que, conscientes de ello, los realizadores han ideado una primera parte típica del género, para luego dar la impresión de que no solo el helicóptero salva a Pitt y su familia, sino que la película salva al espectador de la repetición del film de asedio zombi de siempre. Ridley Scott contaba que los productores de Alien protestaron por el decorado tan grande y caro que pedía para la escena en que John Hurt, Veronica Cartwright y Tom Skerrit encontraban el cadáver casi fosilizado de un alienígena gigantesco en la desconocida nave abandonada en aquel planeta inhóspito. Su respuesta: ese decorado, y el movimiento ascendente de la cámara que lo acabará mostrando completamente, es lo que hará que todo el público sepa que esa es una producción cara, que no es la típica película barata de alienígenas malvados. Que esa película es distinta a las otras. Porque pocas veces se ha hablado de la asfixia que a veces hace sentir la serie B, esa que se origina en la escasez de dinero que te impide salir de una casa pequeña, un decorado modesto, una nave espacial de cartón piedra, 5 ó 6 actores… La gran baza del mainstream cuando se acerca a estos géneros propios del B es el aire que aportan, la libertad de movimientos; el gran problema, que las máquinas de humo no suelen llegarles para tanto aire, que la atmósfera se tiende a diluir, o incluso a desaparecer. Es lo que sucede en WWZ. Con todo el planeta como escenario, Marc Foster no logra hacer sentir cómo éste se ha perdido del modo en que sí lo conseguía Romero en cualquiera de sus films del género (particularmente Dawn of the dead).
    WWZ empieza y termina, por cierto, con múltiples voces de informativos, como las que usaba The purge en su conclusión. En la última versión cinematográfica de Soy leyenda, modélica en su comienzo (de en lo que acaba convirtiéndose, mejor no hablar), se mostraba un único telediario donde se anunciaba la cura del cáncer. El siguiente plano mostraba Nueva York destruida. Los millones de dólares no van en contra de las buenas soluciones cinematográficas, porque contar una historia no tiene nada que ver con el dinero. Me llama la atención (en The purge sí era coherente y hasta necesario) que se necesiten tantas voces de informativos, y la simpleza del razonamiento alarma: si la epidemia afecta a mucha gente, pues muchos telediarios. ¿Cuánto mejor hubiera sido una sola, narrando algo concreto? Es solo un signo: en World War Z no existe el horror de ser mordido, de ser despedazado o comido, del dolor de ser desgarrado, ni de convertirse en otro, otro terrible, o ver cómo tus seres queridos, convertidos en esos otros indefinibles, tratan de devorarte. Si en Cloverfield se era incapaz de mostrar la dimensión colectiva de la catástrofe, aquí la que no existe es la individual: el horror de un solo cuerpo. Aquella excelente primera mitad de Soy leyenda, con los dos primeros planos de Will Smith y su perro conduciendo por la desolada Nueva York, o aquel Smith al borde del derrumbamiento hablándole al maniquí de una tienda, muestran que el problema no son los millones sino, como siempre, los cineastas (y los guionistas, porque tener a inútiles como Lindelof escribiendo, desde luego, es hacerte la peor cama posible). El dinero destruyó a Peter Jackson, cierto, pero permitió a Dante hacer una de las películas más locas de la historia, Gremlins 2, la que de verdad tantos deberían estar viendo ahora, o a Carpenter hacer La cosa. Claro que lo que en última instancia me hizo sentir el “luchad” final de WWZ fue que lo que hoy llamamos blockbuster se ha convertido en algo similar a lo que eran las películas de los autocines de los 50. Uno va a ver blockbusters porque son blockbusters, muchas veces independientemente de sus temas, universos o, por supuesto, directores (aunque siempre habrá patanes que vayan a ver Pacific rim porque la hace del Toro, El hobbit porque la hace Jackson, Man of steel porque la hace… ¡Zach Snyder!). Esto ya lo han dicho muchos antes que yo, pero esto es un blog, mi blog, y lo digo porque, el otro día, por primera vez lo sentí. Un aroma de época, del cine (popular) de una época. Somos muchos los que vamos a ver blockbusters y ni sabemos por qué: es un mundo en sí mismo, que nos atrae a pesar de lo mucho que nos gusta el cine y lo mucho que éste es maltratado allí. Porque todo depende de los cineastas, pero en pocos sitios lo tendrán más difícil que en un blockbuster, donde da igual si defines bien las relaciones espaciales en una pelea, o lo filmas todo en primeros planos, o los personajes son previsibles hasta lo inverosímil… A mi el blockbuster sí me hace pensar que vivimos en tiempos peores, porque los 50 están llenos de joyas (aunque para muchos estas se llaman La mosca o Ultimatum a la tierra y, para mi, Robot Monster), cuando hoy las supuestas joyas son mediocridades como Skyfall o los Batman de Nolan, y se llegan a levantar capillas para basuras como Los vengadores. El “luchad” de WWZ es enternecedor porque nada hay más alejado de una lucha que un blockbuster. Verlos es como dormir, es como ver una película mientras sueñas con otra, una en la que igual también hay robots y monstruos gigantes que luchan entre ellos, pero donde igual los personajes no son unos subnormales con traumas clonados de 100000 películas previas, o donde no hay una voz en off que te explica todo lo que debes saber en los 5 primeros minutos, o no hay una música atronadora intentando producirte la tensión que el director y su montador son incapaces de conseguir. Yo veo Pacific rim como la gran metáfora del blockbuster: gilipollas flipados manejando grandes máquinas, hermosas en su enormidad, bellas por su exceso. El arte del imperio, cuyo poder nos aterra sin dejar nunca, por ello también, de fascinarnos.



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