martes, 20 de noviembre de 2012

Skyfall: política, violencia, sociedad


  En una escena central de Skyfall, M declara ante una comisión que investiga su gestión al frente del servicio secreto británico. Esta escena está claramente planeada de forma que el punto de vista que se quiere defender salga reforzado. No es inverosímil que M sea interrogada, pero es delirante- y este delirio refuerza aquello contra lo que se opone- que el discurso de los que quieren echarla sea no otro que ¡la inutilidad de los servicios secretos! Esta idea, que a algunos despistados encendió en los 90, duró poco hasta desaparecer por razones evidentes tras el 11S. Hoy, cuesta creer que cualquier espectador no ponga expresión incrédula y perpleja al escuchar decir al (en principio) antagonista de M que no se puede luchar en las sombras. Porque si algo tiene en claro un espectador, un ciudadano, un ser humano hoy, es que la política se hace en la sombra.
    Pero por supuesto, como decía, esto no tiene otra intención que reforzar la lucha “en la sombra”, la lucha de los 00, los “doble cero” (máxima oscuridad imposible). Examinemos primero las vías para ello: en primer lugar, dejar el parlamento contra M en manos de una mujer histérica (y no lo digo por faltar, este es un tipo cultural evidente utilizado aquí para desautorizar el discurso que sostiene, no atendiendo a los argumentos sino al carácter, la naturaleza de la persona); en segundo, haciendo que después de la defensa de M de la lucha en la sombra, ésta emerja a la luz e intente matarla en el mismo salón donde el interrogatorio tiene lugar (efectivamente: los malos se mueven en la sombra y si no penetramos allí, ellos emergerán para destruirnos); y tercero, el hasta entonces antagonista de M, posiblemente influido por este ataque (y claramente repelido por los ataques de la mujer histérica, que él mismo interrumpe), termina convertido en su sucesor.
    Skyfall, la película que conmemora el 50 aniversario de James Bond, no solo conmemora y defiende a Bond, que es acusado de antigualla pero que acaba resurgiendo de sus (alcoholizadas) cenizas, acompañado de un nuevo M y unos recuperados Q y Moneypenny, sino que va más allá apareciendo como una defensa de su propio trabajo: el servicio secreto, el espionaje, la licencia para matar, los dobles ceros. La mayor franquicia de la historia del cine no solo reaparece (después de toda una señora suspensión de rodaje) en defensa de su personaje, sino de la profesión sin la cual no existiría. Y con monólogo incluido a cargo de toda una Judi Dench (acompañado por profusión de violines, cómo no; luego tenemos que oír lo grande que es Sam Mendes…).
    Pero no nos rasguemos las vestiduras todavía: esto no es nuevo. Y el problema no es ya que no lo sea, sino que tampoco es mentira. Skyfall es solo la enésima película que nos pone frente al hecho no ya de que en el origen de toda sociedad se encuentra la violencia, lo cual es fácil y hasta tranquilizador de decir, pues de ese origen hace ya mucho, sino de que también se encuentra en su supervivencia, es decir: en todo momento, acompañando a la sociedad en cada paso de su desarrollo.
    El western, más que por mentir, pecó por omitir. Uno de los problemas de Ford es que en él la violencia aparece ligada casi exclusivamente a los orígenes. Los bandidos o los indios están relacionados con el intento de expansión y/o asentamiento de una comunidad. Pero una vez asentada esta, llega el momento de los bailes y las iglesias. Como mucho, Ford puede considerar el ataque fortuito de fuerzas externas (el Scar de The searchers), violencias propias de estados excepcionales donde la sociedad peligra (los abusos de los patronos y sus pistoleros en la depresión americana en Las uvas de la ira) y crímenes puntuales a cargo de elementos trastornados o simplemente malvados (los jóvenes ricachones robando y matando al final de Gideon´s day); entonces la violencia es necesaria- aunque a la vez es vista muy críticamente: Ford nunca es fácil- para el restablecimiento, aunque sea parcial, de lo roto. Lo que sí empieza en Ford una vez establecida la comunidad, es la política, un fueracampo visible en los demacrados rostros de Vera Miles y James Stewart en El hombre que mató a Liberty Valance, explicitado frontalmente en El último hurra y un poco más tangencialmente en la soberbia Gideon´s day. Es un mundo poblado por miserables o imbéciles, pero no uno en el que habite la violencia física propia de los orígenes, de la lucha contra los elementos hostiles, salvajes o naturales a superar.
    En esto, hay que acudir a otros. Hawks, Fuller, Lang, King, Anthony Mann (y después, por supuesto, el spaghetti western… pero es que Europa nació cínica, no tiene mérito) sí llegaron a hablar de las comunidades asentadas y la violencia que aún en ellas pervivía, muchas veces radicada en peleas territoriales y/o económicas. Pero solo el relevo a manos del thriller contempló de verdad el hecho de que la violencia acompaña cada paso que una sociedad da. Por supuesto, ya estaba antes el cine negro, pero quizá aún la vinculaba demasiado al hecho mismo de la ciudad, siendo ejemplar al caso el final de La jungla de asfalto. El thriller que ya obtiene sus primeros éxitos en la segunda mitad de los 60 es sin duda urbano, obtiene en la ciudad el caldo perfecto para su mensaje, pero ya no existe la sensación de que en el campo o en el desierto, en la naturaleza en suma, es otra cosa. En La jungla humana (Coogan´s bluff, titulada en Latinoamérica Mi nombre es violencia), de 1968, Don Siegel utiliza a todo un sheriff como Clint Eastwood para enfrentarse a una debilitada, hippie y gayficada New York; ciertamente Coogan viene de Arizona, pero digamos que aquí el exterior a lo urbano no está visto como un campo ajeno a la violencia sino todo lo contrario, pues la experiencia allá hace a Coogan perfectamente capaz de enfrentarse a la ciudad, por mucho que su mundo le desconcierte (o que lo hagan sus jipis y gays, mejor dicho). La violencia es, ya, el acompañante esencial de toda sociedad; los que no lo ven son ciegos, hipócritas, estúpidos o, de hecho, criminales. Se entiende que la sociedad tiene siempre un cuerpo de individuos que hacen su trabajo sucio, el cual nunca falta. Es un trabajo que se hace en la sombra, porque la sociedad es precisamente el lugar donde las personas se relacionan, a la luz del día o la electricidad, de forma pacífica (al menos físicamente). Hay un cierto número de cosas que se dan por hechas, sabidas, conocidas, aceptadas: una comunidad de costumbres, modales, intereses... Pero, por debajo, hay un cierto número de personas que saben que eso no se sostiene solo, que una sociedad siempre corre el riesgo de desaparecer, quebrarse, ser destruida. O que saben que toda sociedad se encuentra siempre en relaciones de competencia con otras, y que esto precisa cierta cantidad de trabajo sucio. Que toda sociedad necesita asesinos: policías, militares, espías…
    Aquí, hay que trazar dos líneas. En una, hay un thriller nihilista y otro, digamos, reaccionario. Es decir, el thriller que entiende que la violencia está en el núcleo de la sociedad y que de ahí no hay salida, y el que entiende que, dado que todos vivimos y sobrevivimos gracias a los “padres terribles”, como yo les llamaba hace unos meses, debemos a estos pleitesía, respeto, admiración y hasta obediencia. Es una división que no se aplica solo al thriller, por supuesto, sino al conjunto de todo el cine y aún de toda la producción artística de todos los tiempos. A la hora de analizar ideológicamente un film, creo que la distinción entre nihilista y reaccionario es de considerar, porque ambas cosas tienden a confundirse (es común por ejemplo en la crítica ideológica de los 70, que consideraba al thriller en bloque como fascista). Madigan y Harry el sucio son nihilistas; recuerdo La jungla humana como reaccionaria, pero hace demasiados años que la vi, así que digamos que Skyfall sí lo es, pues en ella no basta con reconocer que Bond existe, hay que admirarle (e incluso apiadarse de él: a fin y al cabo es un pobre huérfano).
    La otra línea trata de la violencia contemplada. El thriller urbano atiende sobre todo a la violencia que acompaña a la sociedad en sus mismas calles. Trata sobre todo psicópatas, ladrones, asesinos… puro lumpen. Es el aspecto en el que, aquí sí, la plana mayor del thriller deviene reaccionaria: el problema se cifra en que, por mucho que lo intentemos, el mundo está plagado de miserables, y no hay modo de acabar con ellos. Es lo que señalaban Thom Andersen y Nöel Burch en Red Hollywood cuando querían mostrar la relevancia de los guionistas “rojos” en el cine negro americano: todos se preocupaban por mostrar las determinaciones socioeconómicas de la delincuencia, no condenando sin más al criminal como un miserable porque sí. La caída en los 50 de esta “línea roja” en Hollywood determina la línea ideológica a seguir en los años siguientes, donde solo cabe, como he señalado, el nihilismo o lo reaccionario. Los responsables de librarnos de estos “miserables” son además victimizados porque su trabajo nunca tiene fin, y por esa vía se logra justificar en cierta medida su violencia, amén de su odio a la sociedad que supuestamente protegen, significada muy habitualmente por una multitud de molestos individuos que hablan de derechos civiles, raíces del crimen, etc., y que siempre se interponen en el camino del protagonista hacia la liberación de la chica  o niños secuestrados.
    Pero hay otra violencia: la de los poderosos. En Los Angeles plays itself, Thom Andersen muestra bien, mediante sus análisis de Chinatown y L. A. Confidential, el aprecio de cierto cine por las conspiraciones y la impotencia de los ciudadanos para defenderse de ellas… recurriendo precisamente a dos películas inspiradas en dos casos reales de conocidas conspiraciones que acabaron saliendo a la luz, al contrario de lo que nos muestran sus (en ese sentido) complacientes recreaciones, donde al final nada puede hacerse frente al omnipotente poder de las grandes fortunas o los intereses políticos. El thriller suele mostrar o afirmar cierta impotencia ante las conspiraciones que corrompen a la policía, los políticos, que afectan a todo el cuerpo social. En parte, esto se debe a que rara vez conocemos las tramas criminales sino desde el punto de vista de los que las sufren y/o investigan, de modo que la investigación es más el desvelamiento de un territorio escondido bajo lo real que el desmadejamiento de una trama que se reinventa al contacto con la investigación. Al ser los poderosos los criminales, la vida se va descubriendo afectada por elementos desconocidos, casi como en las películas de conspiraciones extraterrestres, y de hecho ambos géneros confluirían en esa cumbre de la conspiranoia llamada Expediente X. En los 80 se volvió mas habitual que los responsables de esas conspiraciones cayesen, pero era justo el momento en que, en la realidad, ya nada podía derrotarles. Si el thriller de los 70 pecaba al respecto de pesimista, el de los 80 parecía entregado al choteo: en realidad, comenzaba la general deriva de todos los géneros a la autoconciencia que les llevaría a rozar lo fantástico (por ello fueron el fantástico y el terror los géneros pioneros de esta transformación), lo paródico o simplemente cómico, justo lo que décadas antes había ya avanzado la franquicia Bond, incluso antes de la llegada de Roger Moore, y alcanzaría sus primeras cimas en los 90 con el desarrollo de la saga de Arma letal, El último gran héroe, El último boy scout
    En suma, hay un cine que hace de la violencia callejera su centro, y otra que atiende más a las conspiraciones políticas o de grandes grupos económicos, de las cuales hay varios tipos. Entre ellos, se encuentra la que refiere la lucha sucia en que todo estado acostumbra a encontrarse, sobre todo en aquellos complicados años, y en la que se centraba el cine de espías, género que no conozco con el detalle que quisiera, pero al que pertenece la saga Bond, que cubrió todos sus palos, desde el más serio (Desde Rusia con amor) a- sobre todo- el más paródico (Moonraker), la actual saga de Mission: Impossible, Topaz, de Hitchcock, o dos curiosas películas de Clint Eastwood: The eager sanction y Firefox. Todas ellas tienen algo en común: mostrar a individuos fuertes, asesinos profesionales y realmente temibles, que en el fondo son meros títeres movidos al viento de las luchas entre diversas naciones e intereses políticos o económicos. Pertenecen a un mundo subterráneo (el mundo de las sombras, en efecto), que solo sale al exterior en forma de acontecimientos determinados cuya real naturaleza nunca nadie, salvo los contadísimos implicados, llegará a conocer. En Skyfall, ¿cuántos pueden llegar a saber a qué se debe el atentado del M16? Topaz concluía con una demoledora sentencia: varios planos mostraban a todas las personas asesinadas y torturadas en la película, concluyendo la serie de imágenes con una noticia en un periódico que se cerraba y abandonaba en un banco callejero. Tal vez Hitchcock solo manifestaba su desgana por la historia que le había tocado contar, pero también cómo hasta la noticia más insignificante puede tener debajo una serie de actos violentos, de guerras silenciosas, frías, que constituyen el sustrato constante del mundo en que vivimos, o cuando menos de su articulación política: nuestras vidas están empedradas de muerte.
    Muchos son los críticos de los conspiranoicos, y no seré yo quien les quite razón, pero hay algo en lo que los estos nunca fallarán: en minusvalorar la real naturaleza de la política. Pues ellos saben que la política se hace en la sombra, que no es algo que se haga en casa (no, al menos, en las nuestras), o en las plazas, o las calles: es, más bien, el arte de hacer esas casas, plazas y calles. Es el arte (esto es: la producción, la creación de ciertos objetos partiendo de ciertos materiales) de producir unas relaciones sociales determinadas configurando para ello la materialidad de todo lo real disponible. Pero, y esto es fundamental, produciéndolas de una manera firme y duradera, esto es: que no haga falta tener Facebook para verse afectado por ello. Por esto el 15M u Occupy Wall Street no son movimientos o acontecimientos políticos sino que quieren llegar a serlo, que están animados por una intencionalidad política. La revolución no es un acontecimiento político hasta que no logra tumbar el régimen existente, cambiar las leyes y hacer otras nuevas (o instaurar otro medio o sistema que utilice otros elementos), que determinarán la producción de nuevas relaciones en todos los ámbitos sociales.
    La conspiranoia sabe que no se habla de política hablando de principios. Su problema es su tendencia fascinada hacia la claustrofobia, su claro amor por la derrota, su evidente pulsión masoquista, que descarta el hecho de un mapa configurado en el fondo por un continuo choque de fuerzas. Pero aciertan de pleno al entender que nuestras vidas están dominadas por gentes que trabajan “en la sombra”, si bien gustan demasiado de mitificar esas sombras, de decorarlas. Que la política es el arte del pasillo, la componenda, la “conspiración” (un término demasiado fuerte, digamos mejor “plan”, “planificación”, “trama”…). Lo único que salva a The wire de ser conspiranoica es que todo el mundo es en ella demasiado imbécil para conspirar como es debido (es casi berlanguiana en esto: en la vida, todas las cosas funcionan estropeadas). Por un lado la sociedad está enraizada en la violencia, la tiene metida hasta lo más profundo de sí misma; por el otro la política se hace en los pasillos, una trama infinita de favores, deberes, intereses privados, que en nada implica a los que habrán de sufrir las decisiones finales, ser configurados por ellas: la sociedad, efectivamente. No se trataba de otra cosa en Maquiavelo: puede haber un ideal por algún lado, pero no se hace política con eso sino, como mucho, con algún otro más cercano, como por ejemplo que el pueblo no se levante y te derroque, y que haya cierta paz social que te permita no tener demasiados quebraderos de cabeza y enriquecerte cómodamente. La política es gestión, mecánica, y el objetivo inmediato y principal es que el cacharro construido funcione mínimamente. Mínimamente.
    Decir que Rajoy no hace política es una estupidez (meterse también con la política, como hacen muchos en la derecha, apoyando algo más bien parecido a una mera gestión, es peor aún: no se puede no hacer política estando en determinadas posiciones; los gestores solo son políticos con la ideología de sus dueños). La política no es una intencionalidad, sino un poder, una capacidad: la de producir relaciones sociales y las infraestructuras que las hagan firmes y perecederas. Rajoy es político, hace política. Que haga la que le mande otro o no, no tiene nada que ver. Que siga órdenes del poder económico, tampoco: las grandes fortunas hacen política. Yo no hago política, Botín sí. La necesidad que todo el mundo tiene de sentirse político, de decirse político, es un error: somos el resultado de la política. Solo seremos políticos cuando seamos nosotros los que creemos esas relaciones firmes, los que digamos que el aborto se puede o no realizar, que se puede o no expropiar una vivienda, etc. Mientras tanto, somos meros y simples ciudadanos, dotados o no de una intencionalidad política.
    La guerra fría no es el nombre de la guerra entre los bloques estadounidense y soviético durante buena parte del siglo XX. Lo es, en fin, pero es un nombre demasiado bueno para perderlo: es la otra guerra, la que se da todos los días entre los distintos países, grupos económicos, intereses geoestratégicos, etc., o entre cosas más pequeñas, como las rencillas, amistades y enemistades de pasillos, deberes, favores… El nombre real de la política, de la producción del mundo. La conspiranoia lo ve, pero no sabe hacer otra cosa que cantarle a la impotencia. Pero como si esto fuese nuevo y nunca se hubiesen tumbado o caído edificios así. Lo problemático es si puede crearse un edificio distinto, que no precise de pasillos, sótanos, oscuros almacenes y armas secretas. No hay institución o asociación cualquiera de individuos en las que no haya encontrado estos elementos, la verdad, y por eso no voy a considerar reaccionario al thriller nihilista. O a Sade, ya que estamos. El problema de Skyfall es que le gusta que haya asesinos, ¿o es mi problema que no me guste? ¿Qué sistema ha nacido y se ha sostenido sin crímenes? ¿Qué sistema ha sido alguna vez sustituido por otro que haya nacido y sobrevivido sin asesinatos?  Es odiosa esa gente que se rasga las vestiduras por los crímenes de Lenin mientras se sientan placenteramente en su democracia pretendidamente impoluta; esos que no ven la sangre en que se bañan: Skyfall les iguala en reaccionarismo pero les gana en lucidez. Lenin tiene tanto derecho a matar como Kennedy: ninguno, tan solo el que su propio poder produce…