miércoles, 25 de mayo de 2011

Tren de sombras, de José Luis Guerín

(mientras los acostumbrados problemas técnicos y los no menos acostumbrados personales mantienen en el limbo una hipotética 8ª crónica chilena, incluyo aquí un pequeño texto escrito a raíz de mi comentario sobre Tren de sombras el día de su proyección en la Cineteca de la PUCV, donde durante toda mi estancia aquí dirijo un ciclo de cine español)

Leo en un ensayo de Gómez Tarín (Tren de sombras de José Luis Guerín. El cine es estado puro) que el segmento inicial de Tren de sombras haría referencia a los Lumiérè. Me permito disentir. La película doméstica de Fleury contiene, primero, muchos planos; segundo, está rodada casi íntegramente cámara en mano; tercero, hasta tiene carteles, sketchs, cierto ocasional sentido de la narración. Yo defendería que es en realidad la segunda parte, aquella en que el film acude a los espacios de la película de Fleury y sus alrededores, donde Lumiérè es efectivamente invocado: filmaciones casi siempre en plano fijo de realidades que tienen lugar frente a la cámara. ¿Qué sería el segmento inicial, la película de Fleury? El origen. La escena originaria. Ese origen que reaparece intermitentemente en la obra de Guerín: la película de John Ford en Innisfree, el encuentro con Sylvia (la real y la cinematográfica) en Unas fotos en la ciudad de Sylvia y En la ciudad de Sylvia… Para Guerín es difícil generar algo sin un origen, sin un punto del que partir, desarrollándolo en la mayor parte de sus aspectos posibles. Pero es algo más, que aparece al advertir otra de las razones más poderosas para disentir de Gómez Tarín: que las películas de Fleury son de los años 28 a 30. Lo que vemos es una sola película, más aún, la última que Fleury realizó antes de desaparecer; así, ¿por qué no decir que es por ejemplo del 30, en vez de ese extenso intervalo de tiempo? Mi hipótesis es que la razón de la fecha se debe a que los años que van del 28 al 30 son los de la desaparición del cine mudo. Añade sin duda un poderoso tono elegíaco a las imágenes de Fleury: pasan a representar un cine que se acaba ya. Añadimos con esto un carácter más al segmento: no solo se trata de un origen, sino de un origen perdido, el único tipo de origen que encontraremos en la obra de Guerín, que al desarrollar aquello que la escena originaria le sugiere, siempre acentúa lo que tiene que ver con la distancia respecto a ella, con lo que su irremisible pérdida funda en el presente. De aquí la primera de las dos causas del poderoso carácter melancólico de la obra de Guerín.

La segunda parte, la que sí remite a Lumiérè, al origen del cine que fue filmar algo enfrente de la cámara que se desea filmar, el deseo de registrar el mundo, se inicia sin referencia explícita a Fleury, filmando espacios que nos son desconocidos, a mi juicio en parte para posibilitar esta cercanía a la experiencia del cine de los Lumiérè, ver simplemente una imagen de un fragmento del mundo, el mismo mundo que podemos ver cotidianamente, pero encuadrado y fotografiado, segmentado temporal y espacialmente. Solo poco a poco Guerín va acercándose a las imágenes originales de Fleury, descubriendo que su inspiración estaba bajo lo que veíamos desde el principio, era algo que latía en la elección de las imágenes, dirigía calladamente su sucesión, es decir: constituía el montaje. Pero aún es pronto para llegar ahí, hay que esperar; antes de eso, Guerín tratará de agotar lo que pueda mostrar acerca de lo que el cine implica antes del montaje, en el simple hecho de filmar, de registrar. Esa experiencia simple del tiempo, primero; la experiencia, después, de que en la imagen individual reverberen otras, pasadas, de forma que, sin necesidad de montaje, en un único plano haya dos imágenes; la posibilidad, también, de que esa realidad firme y afirmada por la cámara y su registro, se ponga ella misma en duda, se disgregue por la vía del reflejo, la luz o la sombra y, sobre todo, por su movimiento. Es esto, el movimiento de las sombras, los reflejos, las cortinas, las ventanas, los árboles, etc., es por el movimiento del mundo que Guerín llega al movimiento del cine, en una asociación que no debemos olvidar y que retomaré más tarde.

Nos encontramos en la tercera parte de Tren de sombras: el montaje. La invocación bien puede ser a Dziga Vertov, pero bien poco importa eso ahora, porque todo cineasta es cineasta de montaje, es casi inevitable. En esta parte han de advertirse las dos acciones que realiza el “montador”: 1/ detener imágenes y 2/ asociar imágenes creando o descubriendo relaciones inadvertidas entre ellas. La película de Fleury es aquí el material de partida: si para la cámara la materia prima es la realidad, para el montaje es el material de filmación, lo que llamamos el “bruto”. Sorprende ver a Guerín, cineasta inequívocamente poco godardiano, muy cercano al francés en su defensa de que el cine consiste en dos imágenes que se suman produciendo una tercera. Pues así en cierto modo procederá: tras una fase de simple detención de momentos, que destacan no solo la plástica de ciertas imágenes sino su propia textura material, la selección de estos instantes parece ir tomando cierta dirección. Será la asociación de varias imágenes la que genere un cierto decir en la película, una información sobre ciertas relaciones entre personajes que se da no por la simple observación de estas en el interior de un plano (un decir, en cierta medida, de los personajes, de la gente frente a la cámara), sino por las relaciones entre las imágenes (un decir, así, ya de un montador, de un narrador). Surge, así, la idea de que la hija mayor está interesada por su tío y, posteriormente, que este tiene algo con una de las criadas. El montaje, así, mediante este bien modesto decir, lleva a un conato de argumento, de planteamiento de un argumento, casi un conflicto básico: A quiere a B pero B no quiere a B sino a C, es decir, A quiere B pero un elemento C le impide la satisfacción de su interés. Guerín no se moverá más lejos de acá, como es por lo demás su costumbre, avanzar hasta un mínimo argumental y una vez allí detenerse para que sea el cine sin más quien se mueva (la grandeza de En la ciudad de Sylvia, para mi gusto su obra maestra). Pero nunca como aquí le había hecho menos falta avanzar más, porque Tren de sombras es una película sobre la ontología del cine, donde éste se divide en: filmación/registro, montaje, narración/dramaturgia (prefiero el segundo término, pero por no liar las cosas uso los dos, aunque dejo claro que todo cine es narrativo pero no dramatúrgico; de todos modos en este blog ya hay cosas dichas al respecto), y puesta en escena, en que consiste la parte siguiente: aquí Guerín hace con actores, luz y espacios lo mismo que en la parte anterior, y es que así es un rodaje, empezar, parar, repetir, corregir, rehacer, empezar de nuevo, cortar, etc. El montaje, como en los 50 decía Godard, no es sino el otro nombre de la puesta en escena.

Pero este es también el momento en que el espectador puede empezar a advertir el engaño fundamental sobre el que se sustenta la propuesta: la película de Fleury era falsa, su autor es el propio Guerín. A partir de aquí se pueden empezar a sacar cuentas más definitivas sobre el origen, que refrendan lo que yo siempre digo dando la lata a todo el mundo sobre los fantasmas: que solo te persiguen si tú persigues algo, de suerte que, si te persigue un fantasma, piensa qué es esa cosa ya inexistente, extinguida ahora o tal vez desde siempre, que no cejas de perseguir, porque solo deteniendo ese empeño el fantasma desaparecerá, pues no otro sino tú era su perseguidor. Y digo esto porque el origen, en Guerín, está muy unido a la figura del fantasma (presente por lo demás en el subtítulo de la película: “El fantasma de Le Thuit”), como mínimo porque las imágenes originales se hacen presentes en las actuales sin superposición, pero están ahí, como fantasmas invisibles pero presentes, latiendo, percutiendo desde su interior, porque la imagen presente llega a parecer que invoca a la antigua, invoca o evoca, solicita su presencia, o el recuerdo de aquella. Pero he aquí que los fantasmas de Tren de sombras eran producciones del propio Guerín, que este se daba a sí mismo para producir su visión de lo que el cine es y del modo en que funciona.

Tren de sombras no da, por cierto, una definición del cine, pero sí una poderosa caracterización. Me permito destacar al respecto de esta, por inhabitual, la prometida segunda razón para el ánimo melancólico del cine de Guerín y de esta película en particular. Se puede empezar a percibir con fuerza en el momento en que el montador detiene momentos de las películas aparentemente al azar. Decía yo que esto llama la atención sobre la belleza plástica de las imágenes y su textura material. Pues bien, ¿por qué la llama? Porque es el único modo de advertirla: detener. Porque el cine es la pérdida del fotograma. Si el cine, cierto es, muestra el transcurrir del tiempo, es un movimiento que muestra el movimiento, un tiempo que muestra el tiempo (por ello en la película es el movimiento del mundo mismo el que precede a la aparición del movimiento específico del cine y no al revés), sucede en él consecuentemente lo mismo que en la vida: los momentos, los instantes, se pierden irremisiblemente. El cine es una máquina de matar instantes. Ese momento excepcional donde parece estar en la posición más perfecta en el espacio y el encuadre, dura solo un veinticuatroavo de segundo, el tiempo y el cine lo aplastan como una apisonadora, lo hacen de hecho imperceptible, lo someten a una síntesis con otros momentos singulares que hace que propiamente no lo veamos, precisamente- y qué paradójicamente, tratándose de un arte temporal- porque no tenemos tiempo para ello. El cine, así, en Guerín, se reviste de una poderosa aura melancólica, si bien Tren de sombras, al contrario que su restante obra, se libra de la nostalgia por ser el autor quien se dota a sí mismo de su origen. Hay fantasmas, pero son los que Guerín pone en escena para poder desarrollar su viaje, incluso aunque sirvan para informarnos a todos de que, él mismo, no puede hacer cine sin fantasmas que perseguir, sean reales e irreales. En la ontología cinematográfica más profunda de Tren de sombras se encuentran estas ideas: no hay cine sin fantasmas (y aquí vienen los problemas, porque parece que para Guerín, tal vez, el tiempo de los orígenes sería aquel en que éstos no era necesarios para producir cine), el cine es una máquina melancólica, un mecanismo que genera tiempo pero a costa de la vida del instante. Por encima, el viaje por el registro, el montaje, el nacimiento del argumento, la puesta en escena; a pesar de todo, la emoción del viaje, la enormidad de las posibilidades, del espacio a recorrer, la felicidad profunda de la producción.