lunes, 23 de noviembre de 2009

Acerca de OBJETIVO 40º, de Javier Aguirre (fondo y figura, 1)

“Demostrar que el cine objetivo no existe es una de las cosas que nos hemos propuesto aquí. Por mucho que limitemos hasta el extremo nuestra función de autor, siempre existirá una participación, por mínima que sea, subjetivadora y condicionante. Nos hemos propuesto la no-intervención, o la intervención reducida al mínimo. Hemos colocado la cámara en la calle y hemos apretado el botón hasta que el celuloide se termine. Ningún movimiento, ningún cambio de plano, ninguna rectificación, ninguna manipulación en el montaje. Y la elección de una óptica- el objetivo 40º- que es la que más se acerca al ojo humano. El sonido directo y sincrónico colocando el micrófono debajo del trípode, casi a la altura del objetivo. La tan cacareada realidad se nos muestra aquí en sí misma, sola, desnuda, sin manipulaciones. ¿Cabe mayor objetividad? Sin embargo, nosotros sabemos que no somos objetivos y que, además, no podemos serlo.” (los subrayados son del autor).

Así se explicaba Javier Aguirre sobre su cortometraje Objetivo 40º, allá por 1972, en su librito Anti-cine. Con su descripción, puede imaginarse el resultado: un plano fijo, en Madrid, en la plaza del Sol, y la gente que pasa, unos más rápidos, otros más lentos, y algunos que no, que se lo piensan, se quedan quietos...

Para empezar, el experimento no es completo: no cumple con todas las condiciones que serían necesarias para demostrar su tesis (que, por lo demás, es demostrable sin necesidad de experimento alguno; de hecho, es lo que hace Aguirre en su libro). La intervención, por utilizar el término del propio Aguirre, ha sido reducida al mínimo, lo cual se supondría condición de objetividad, pero intervención sigue habiendo, por muy mínima que sea, luego la no objetividad queda probada. Basta poco, por tanto, pero la intervención podría haber sido más mínima aún: estando la cámara oculta, porque su presencia es evidente en los rostros de todos los transeúntes.

Aguirre ha procurado también que toda la puesta en escena reproduzca lo más cercanamente posible unas condiciones perceptivas más o menos humanas, es decir, que el aparato técnico interfiera lo menos posible en la percepción. Pero olvida camuflar la cámara, esto es, hacer que pase desapercibida, tal como yo o cualquiera que no sea Jesse Jane pasaría al quedarse parado mirando a la gente. La imagen resultante no es parecida en absoluto a lo que yo recogería con mis ojos de pararme en el mismo sitio en aquel mismo momento, y esto porque, a mí, apenas nadie me miraría (ahora: acaso Jesse Jane sí vea el mundo así).

Pero, precisamente, lo más fascinante de la película reside en la absoluta conciencia que hay en ella de la existencia de una cámara, y la depuración con que se ofrece el resultado de esta experiencia. Aguirre no comenta nada al respecto en su texto, por lo demás muy interesante, pero creo que es en ello que radica su interés y su genialidad como película, así como sus intuiciones más importantes. Más claro: lo interesante de Objetivo 40º no es cómo demuestra que la objetividad en cine es imposible, sino cómo muestra un caso particular de intervención cinematográfica en el mundo, cómo produce una cierta quiebra visible entre la gente, y ello con unos elementos reducidísimos, realmente, esto sí, mínimos.

Tenemos un mundo: la plaza del Sol. En él, escogemos un lugar y, con las especificaciones descritas por Aguirre, colocamos la cámara. Por lo visto, además, Aguirre y sus colaboradores se echaron a un aparte y la dejaron sola. La gente que pasa por allí, entonces, se encuentra con esa cámara solitaria en medio de la calle. ¿Y nosotros que vemos? El experimento que en realidad ha llevado a cabo Aguirre: la transformación que en primer grado puede realizar el cine sobre la realidad. En primer grado, esto es: con su sola presencia, sin movimiento, “sin manos”, sin nada más que su posicionamiento físico en un punto cualquiera del mundo.

El cine, como todo arte, como toda acción humana, consiste en una articulación, una alteración o transformación de un elemento en otro mediante una acción. Objetivo 40º es un ejercicio de articulación mínima: trata de realizar la mínima intervención en la realidad que filma. Hagamos un ejercicio: en cualquier lugar, tomemos un fragmento de espacio, encuadrado por una cámara. Un bosque, por ejemplo. Tenemos una especie de magma, lleno de formas, que en cierto modo es un espacio de libertad, puede ser cualquier cosa, dependiendo de la luz, el viento, el sonido, en suma, de una cierta cantidad de variables. Lo que es casi seguro es que esa imagen, por sí sola, solo resultará enigmática en la medida en que nos preguntemos por ella, por su intención, las razones de su producción, o su posible ubicación dentro de una construcción fílmica más amplia (o en el contexto de nuestra propia vida; realmente, no de otro sitio parte Barthes en La cámara lúcida). Por sí misma, fuera de películas, sin más imágenes alrededor, sin ningún elemento, además, que introduzca alguna extrañeza en ella, la imagen resultará, por así decirlo, a-significante: no querrá decir nada, más allá de la sola afirmación de su presencia y de aquello que ella muestra. Será una imagen de un fragmento de un bosque, y punto. Todo intento de hacerla significar comportará tener que salir en cierta medida de ella (y ojito con las susceptibilidades: a mi juicio, no solo no hay nada de malo en salir, sino que no hay análisis completo sin esa salida).

Ahora, introduzcamos en esta imagen algo más: un hombre, por ejemplo, o una mujer. Introducimos con ello algo diferente. La intervención (el encuadre) ha supuesto bien poco, pero esto ya introduce algo más potente: una diferencia en la imagen, un movimiento diferencial, una pregunta, un enigma, el comienzo de algo (que no tiene por qué ser continuado, claro está). Pero el bosque ya es el lugar donde algo sucede: un elemento se ha destacado. Las ramas y hojas se moverán alrededor, pero será inevitable seguir la figura extraña que recorre el encuadre (imaginen, encima, si la figura, en vez de continuar su camino y salir del plano, se quedara quieta en medio de él, sin dar mayor explicación). Hemos encuadrado un fragmento del bosque, y después le hemos introducido un elemento ajeno. Tenemos con ello dos movimientos mínimos: encuadrar un espacio y filmarlo durante un tiempo determinado (a esto lo llamaré “intervención mínima”: supone la forma mínima en que el cine puede intervenir sobre la realidad, o sobre el mundo, o sobre los objetos, o como prefieran ustedes decir, lo externo a sí, etc.: una modificación, pero una que solo altera la imagen de lo filmado), y el de una narración, consistente en iniciar un movimiento, un enigma, una diferencia: un fondo, una figura (a esto lo llamaré “articulación narrativa mínima”, pues todo es articulación, desde el poner la cámara a decidir el encuadre, la luz o la duración, de suerte que la intervención mínima es de hecho también la articulación mínima; esta otra es el paso siguiente, por así decirlo: la articulación que se necesita mínimamente para poner en marcha una narración).

Pues bien, Objetivo 40º es una intervención mínima, o se plantea así con la intención de evitar toda articulación y aproximarse a lo que serían las condiciones ideales de una supuesta objetividad cinematográfica. Al tiempo, supone una articulación narrativa mínima de un tipo enormemente heterodoxo: por un lado, no presenta la introducción diferencial de la figura antes descrita: tiene la apariencia, al describirla, de una intervención mínima sin más; por otro, se lo puede ver como un ejercicio de conversión del fondo en figura o de la figura en fondo.

Comienzo explicándome respecto a lo segundo, menos importante. En mi “ejercicio” previo, el fondo es un bosque, algo un tanto indeterminado, pues en un plano general es difícil que las hojas o las ramas adquieran un grado suficiente de importancia. Más bien tendríamos el sonido y el movimiento, sin más. En Objetivo 40º ese movimiento lo realizan, de hecho, figuras. El supuesto fondo, la calle, asfalto, coches, etc., no tiene una entidad suficiente para entrar en una relación, digamos, dialéctica, del tipo que planteo, pero la gente misma, que no cesa de pasar, se convierte en el fondo que yo antes caractericé como “magmático”, ese fondo algo indiferenciado, que atrae nuestra atención como totalidad. Las figuras conforman, por tanto, el todo. Lo que sucede es que, al mismo tiempo, no pueden evitar el ser figuras, esto es, formas con cierta potencia para destacarse, de modo que ocasionalmente lo hacen respecto a las demás, dependiendo de muchos factores (entre los cuales no es menor, claro está, el interés del espectador).

Pero no insisto con esto, porque no tiene importancia: no está aquí el interés de la película, porque además lo cierto es que sí hay una figura, una principal y omnipresente durante todo el metraje. Javier Aguirre ha realizado una articulación narrativa en grado mínimo, aunque- y aquí empieza lo realmente interesante y en lo que radica el comienzo de la excepcionalidad del film- de forma diferente a la que yo he expuesto más arriba: no introduciendo una figura que se destaca frente a un fondo, sino haciendo que la figura sea la misma productora de la imagen; esto es: la figura, y comienzo por tanto de la narración es, aquí, la cámara.

Ya me diréis que vaya cosa, que he descubierto Roma, pero no: el que ha descubierto Roma es Aguirre. Objetivo 40º es un plano fijo de 10 minutos, donde casi todo el mundo que pasa frente a la cámara se la queda mirando fijamente. Por tanto, es como si todo el mundo mirase al espectador, ese que, como yo, les observa casi 40 años más tarde. Imposible no sentir la presencia física y material de la cámara, a pesar de que no se la vea, de que no se mueva. La articulación existe, pero no es un corte de montaje a otro plano, un movimiento de cámara o una figura humana que de repente se detiene haciendo que nos preguntemos por qué o que introduce una tensión nueva en el plano. Lo que introduce Aguirre es, precisamente, la cámara. La cámara, no el encuadre. El encuadre es una presencia en todo plano, pero no así la cámara. Y así, lo dicho: 10 minutos de una calle donde todos los que pasan frente a la cámara se dan cuenta de que está ahí, y la miran, y se ve cómo la miran. La cámara como personaje, como narradora, de hecho, inmóvil: las acciones de sus protagonistas consisten en parte en reacciones a su presencia.

Objetivo 40º es, así, un documental, en tanto retrata, registra, una parcela de realidad durante un tiempo determinado y en un grado de intervención, además, realmente mínimo (aunque, insisto, habría sido más mínimo si la cámara estuviese oculta, claro que el resultado no hubiese sido tan interesante). Pero también es una narración en un ínfimo grado, pues, por su puesta en escena, convierte a la cámara en un personaje del propio film, al insertarla en un contexto que es claramente violentado por su presencia. Para el que no haya visto esta película, hay que hacer notar que es absolutamente imposible no darse cuenta de la presencia de la cámara: durante todo el rato, casi todas las personas que cruzan el encuadre nos miran fijamente y, para más inri, casi siempre ceñudas, como si mirasen a un ser indeseable que se cuela sin avisar en sus vidas. Recuerdo haber pensado, mientras veía la película, incluso en la presencia de un monstruo, algún lisiado o ser deforme, que es mirado con sospecha, sorpresa, desagrado, por todos. Aguirre no demuestra la imposibilidad de la objetividad cinematográfica: muestra la acción de una cámara como violenta, como elemento cuasi-fantástico, extraño al mundo, observada por todos como algo sospechoso, curioso, atrayente, enigmático. La cámara es una excepción, no se la encuentra uno en la calle todos los días, menos aún a finales de los 60, y sola, sin nadie a la vista filmando. Aguirre creó un poco (pero solo un poco: solo, como en un experimento, dispuso unos elementos y se apartó algo, a ver qué pasaba, y la película es justo eso que pasó) la ficción de la cámara como ser autónomo, un ser extraño ajeno a la vida orgánica, que se planta quieto en un sitio y filma, ¿o no?, ¿cómo saberlo? Todos miran a algo que es un objeto pero que aún así es posible que les esté mirando- ellos no lo saben seguro, pero saben que es posible- y que, además, se lleve sus imágenes para hacerlas aparecer en a saber dónde. Repito que los ceños fruncidos abundan, casi todo el mundo repite esa expresión. La película no es una reflexión sobre la extrañeza que produce una cámara que filma solitaria en medio de Sol, es la muestra de las gentes que se encontraron en esa situación, el registro de sus reacciones. No reflexión, sino experiencia (y esto lo dije ya, más abajo, acerca de Warhol): experiencia de algo invisible pero protagonista, algo invisible pero que produce la imagen que vemos, invisible pero solo para nosotros, no para la gente que está ahora en la pantalla. Lo que pasa es que yo, aquí, lo que hago es escribir, por lo tanto digo, y por lo tanto digo otra cosa. Que pocas veces en el cine se ha ofrecido experiencia tan depurada y perfecta de la cámara como excepcionalidad, elemento extraño al mundo, de la cámara como transformadora del mundo en ficción, agente provocador, productora de extrañamiento. Sería interesante también proyectarla sin que nadie sepa lo que la rodea, sin su historia y sin sus créditos: ¿a qué se pensaría que mira la gente? Es posible que muchos opinaran que el punto de vista es un plano subjetivo de un ser vivo, cuya ausencia de movimiento constituiría uno de los muchos enigmas del film.

Me llama realmente mucho la atención que ni Aguirre ni las varias personas que hablan de la película en el libro Anti-cine llamen la atención sobre esto: es imposible escapar, una vez iniciada la proyección, a las miradas de las gentes que cruzan frente a la cámara y la miran (así: nos miran) fijamente. No sé cómo puede obviarse esto a la hora de hablar de la película, pero en el libro esto se hace del todo. Es, por ejemplo, en la forma en que todos miran a la cámara, mayoritariamente con cierta hostilidad, que podría encontrarse parte de la desolación y el vacío señalados por Eusebio Sempere, que también trata el tema de la mirada trascendida, señalado previamente con tino por Aguirre, pero del que no diré nada: lo que considero más interesante ya lo he dicho. Dice Alfonso Sastre: “este parón de la cámara en un lugar cualquiera, qué mundo nos descubre. Un mundo que- ay, hélas- ¡no se deja leer, no se deja leer...!”. Juan Hidalgo dice que le gusta la película porque le gusta la gente. Me gustan las dos referencias porque Objetivo 40º no es su intención ni su planteamiento, sino su experiencia. Y no en vano es por esta vía que Aguirre distingue su film de los similares de Warhol y Boisonnas: los casos individuales de aquellos son aquí acción colectiva (precisamente lo que más emociona a Sastre), y por tanto suponen experiencias de cosas distintas. Y eso es mucho, amigos. Yo añadiría que son también experiencias con formas distintas: en los filmes más similares de Warhol (desconozco a Boisonnas) se da una manipulación del tiempo cinematográfico que no existe aquí. Realmente, si no fuese por la presencia de la cámara, Objetivo 40º sería la pieza cinematográfica más objetiva del mundo, aunque sin serlo del todo. Gracias a tan proverbial despiste teórico, yo pude deleitarme al menos dos veces- y espero que lleguen muchas más- experimentando la inquietud que en ocasiones puede causar el cine al mundo.