sábado, 15 de marzo de 2008

Películas (II): TENEMOS 18 AÑOS, de Jesús Franco

En numerosas ocasiones, Jesús Franco ha contado cómo la deriva de su cine en los 60 fue en parte motivada por la imposibilidad de poder realizar proyectos personales en España. Al serle rechazados ciertos guiones, optaba por hacer películas de género que no le darían demasiados problemas con la censura, y con las que de todos modos disfrutaba. Desconozco lo que de verdad haya en esto, pero lo cierto es que viendo su primera película, Tenemos 18 años, se asiste a una obra ya muy personal, muy reconocible, pero a la vez con un tipo de tensión que ciertamente irá desapareciendo a lo largo de los 60 y que, de todos modos, se encuentra aquí en un grado que no se ve en otros filmes de esa época o, al menos, no del mismo modo, no con estos elementos.

Jesús Franco ha sido siempre un defensor del cine como arte popular, espectáculo de barraca concebido para el disfrute del público, lo que no iría nunca en detrimento de la experimentación, como bien muestra su propia obra. A resultas de esto, siempre ha deplorado el cine que él declara aburrido o pretencioso. Admira a Godard- al que le unen no pocos elementos- pero hasta que se pasa a la política, es decir, su primera época, aquella en que juega con los géneros y luce un espíritu lúdico que acabará abandonando. Sus insultos a Bergman, Antonioni o Rohmer son bien conocidos. Su cine preferido es el expresionista, y por lo que sé su cineasta fundamental, o uno de los principales, es John Ford. Así pues: cine de género, entretenimiento, fantasía, diversión (no entraré en cómo se manifiestan estas constantes en su cine porque, aparte de la ingente cantidad de títulos y matices, el tema precisaría un desarrollo largo y, aunque muchos no lo crean, complejo, que excede del todo lo que aquí pretendo. Ya habrá ocasiones).

Tenemos 18 años muestra ya estos aspectos pero, a la vez, tiene más cosas. Es una comedia veloz y absurda (la presencia de un omnipresente y desbocadísimo Antonio Ozores colabora no poco en ello) con constantes juegos de referencias genéricas y culturales, una libertad en su construcción bastante inédita en aquellos tiempos, y una película humorística con una conclusión amarga pero también ambigua. En ella, dos chicas, primas, que estudian, muy aburridas, 1º de filosofía sin ningún conato de nada parecido a vocación filosófica (la única razón que se me ocurre para que Franco haya elegido esta carrera es cachondearse de la especialidad de su odiado Julián Marías, al que pone de vuelta y media en Memorias del tío Jess), intentan escribir los acontecimientos que vivieron en un viaje al sur durante las vacaciones de navidad. Este proceso de escritura es problemático: una, la más fantasiosa de las dos, prefiere transformarlo todo de modo que sea más divertido y agradable, la otra pretende ser más realista pero es igualmente exagerada (acaba novia de un existencialista). Si la primera discusión se da en torno a cuál es la versión verdadera (la escena de la anciana que les arregla el coche), en adelante se trata más bien de crear una narración graciosa, ocurrente, por lo que la verosimilitud se ve definitivamente suspendida: lo más posible es que nada de lo que vemos del viaje sea cierto.

La película se desarrolla en dos tiempos. Uno, el del viaje, y otro, el de la escritura de este, que coexiste con el desarrollo de la vida social de las dos jóvenes, y en concreto su emparejamiento con otros dos estudiantes de filosofía. Pero debo recordar que el tiempo del viaje es de todo menos seguro, pues hay como dije varias versiones de idénticos acontecimientos, y hasta una escena que introduce un relato ajeno a la narración, de corte claramente fantástico, aunque solo sea por el tiempo que abarca (unos 200 años). Si tenemos en cuenta el discurso del Jesús Franco de toda la vida, y si consideramos también la propia película, que hasta el final se desarrolla rápida y ocurrente, con un gusto por la referencialidad, el juego y lo cómico en todas sus vertientes (incluso en el uso del doblaje, arte que Ozores siempre dominó muy bien), la película mostraría en su conclusión cómo la madurez es una impostada obligación de seriedad que se impone a través de la convención social y, sobre todo, de una de las bestias negras de todo el cine de Franco, la pareja sentimental, el matrimonio. El novio, serio y debemos pensar que formal, de una de las chicas, en el final de la película, convence a esta de que la fantasía y la imaginación son cosa de niños, y que ellos han crecido y ya deben incorporarse a la vida adulta, y por lo tanto dejar esas niñerías (cito el diálogo final: “¿Verdad que ahora piensas de otro modo sobre las cosas? –Sí, es verdad. -¿Y que no te importaría saber que yo no soy príncipe, ni tú emperatriz? –Creo que no. -¿Y que esperarás a que yo acabe la carrera y a que encontremos un piso que desde luego no será un palacio y a que yo gane lo suficiente? – Claro, no sé qué me está pasando pero es verdad, todo empieza a tener otro valor. – Te está pasando algo estupendo que a mí me ha ocurrido hace poco: hemos dejado de ser niños, empezamos a comprender las cosas. Tú ya tienes casi 19 años, eres una mujer. (Toma los papeles que narran el viaje). ¿Lo tiramos? – Sí. Son tonterías, cosas de niños.”). En este momento siniestro, el último de la película, que a mí me hace pensar en tantas quemas de libros tan cercanas al tiempo de esta película, con ella ya convencida, los dos romperán las hojas donde está escrita la narración imaginaria del viaje, y lo tirarán, lo que equivale a despreciar casi toda la película (premonitoriamente, podría decirse, pues eso es lo que al final hizo la administración del momento). En uno de esos fragmentos aparecerá la palabra “Fin”, precisamente. Tenemos 18 años se convierte entonces en una película sobre la condena del juego y la imaginación en un contexto entregado sin condiciones a lo convencional, que doblega las personalidades y uniforma todas las conductas. En estas palabras del novio se vislumbra ya al Franco defensor de lo fantástico frente al cine que se pretende pegado a la realidad (frente al otro Franco que creó aquella realidad, valdría decir en este caso), más bien entregado a ella, y, ¿para qué queremos reflejar la vida, si no vale un pimiento? Para Jesús Franco, recordémoslo, Los santos inocentes y similares no son más que cine “de paleto lento”, como gusta de afirmar. Este momento final, en este esquema fantasía-realidad, casi equivale a decir: olvídate de Frankenstein y Drácula, y haz La colmena o Tasio. Tenemos 18 años tiene una dimensión de juego que no está solo en lo que narra sino también en las variaciones en iluminación y encuadres de unas escenas a otras con el resultado ocasional de obtener una auténtica sensación de esquizofrenia visual donde podemos pasar de unos planos casi de documental turístico a cómicas y alambicadas imitaciones expresionistas con descabellados colores en apenas unos minutos, la multiplicación de papeles de un Antonio Ozores que hace pluriempleo hasta en los doblajes, logrando con ello la sensación de estar viendo una película también contada por unos amigos (pues a Franco también se le advierte pluriempleado en los créditos, y uno se lleva la impresión de que es una película hecha entre dos colegas), la exageración constante de todos los elementos, como en todo a lo que lleva el carácter sablista del primo de las protagonistas, que une el film con el humorismo de sus admirados Tono, Gila, y tantos otros. La distinta forma de ver idénticos acontecimientos no se lleva en la dirección de la grave Rashomon, pues se abunda más en el placer mismo de la invención, el jugar con una realidad y darle formas distintas, lo que desde el principio se aplica a la misma película que Jesús Franco cuenta, con ese A. Ozores que hace su primera aparición acoplándose, siempre con ese tono torpe y socarrón que le caracteriza, a la descripción que una de sus primas hace de él, autocorrigiéndose constantemente. La película está planteada como un complejo juego con el espectador, hacer referencias, gastarle bromas, ofrecer una narración tan descabellada que sea totalmente inverosímil y se desarrolle siempre en ese campo de inverosimilitud (está lo fantasioso de lo que cuentan las protagonistas, está lo fantasioso de la propia película). El final trae sin embargo, frente al fragmentadísimo montaje de casi todo el metraje anterior, planos generales de larga duración, silencio, y la conversión de todo aquello en un juego ya no infantil sino inmaduro, impropio de una edad en la que ya toca estudiar, sacarse la carrera, crear un hogar, casarse. Ya no pintan nada las fantasías. Naturalmente, aunque no se diga, las amigas ya no viajarán nunca juntas, ahora tienen novios, y es de suponer que no inventarán historias de sus respectivas relaciones (aunque estén enamoradas ni ellas saben por qué). Es un final patético que se refleja en tantas y tantas parejas del cine posterior de Jesús Franco, siempre enfrentado a la normalidad y sus múltiples manifestaciones, la peor de las cuales, yo creo, en su cine correspondería al matrimonio.

Pero a la vez, hay otro movimiento en esta película, coexistiendo con este. Pues el novio soso que da el discurso sobre la madurez, a la vez le pide a su novia que le cuente por una vez la verdad, algo de aquel viaje que sea real. Y ella lo hace, y vuelve a una escena anterior, un encuentro con un atracador de bancos que ya de por sí resultaba dramático en su conclusión (su muerte en una desierta playa invernal y la imagen de su mano bañada por las olas), pero que constituía una referencia cómica al cine de gangsters, por el comportamiento y la vestimenta del hombre, y esta vez cuenta lo que sucedió de verdad. Un pobre hombre casi muerto de hambre y desesperado buscando llegar a la frontera con Portugal, y su última conversación con la protagonista, poco antes de ser detenido y acaso muerto (en un doloroso off hecho de gritos y disparos lejanos, mezclados con el viento del campo en apariencia desierto) a pesar de la ayuda de esta y su amiga. Escena triste en la que el que minutos antes era un personaje referencial, una broma, es ahora un ser sufriente de un destino azaroso que le hizo nacer en una guerra que le condenó al ostracismo y la criminalidad, y que solo busca huir con el dinero robado y penado para poder vivir tranquilo una vida normal como cualquiera... ojo, sin hablar de amor o familia, sino de algo más grave, reconocimiento por parte de los demás, que alguien le vea y le llame por su nombre, y le pregunte qué tal el día, nada más, “fíjate que ya no pido amor o amistad, pido y busco un poco de aire fresco y una silla donde sentarme”. Es esto lo que aparece cuando la joven decide contar lo que realmente sucedió aquella vez.

Entonces, ¿qué cuenta Tenemos 18 años? El dramatismo de esta historia no anula la comicidad de lo anterior, y además el parlamento final del novio soso es elocuente en lo que respecta a explicitar una condena a la convencionalidad. Pero Franco no muestra el monólogo del atracador con una laxitud que haga del momento un coñazo, un tostón, como sí busca hacer con las clases de filosofía, donde dobla al profesor con una voz que farfulla incomprensiblemente, de una forma harto irreal que no deje lugar a dudas sobre el hecho de que lo que se quiere decir es que eso, señores, es un coñazo. El cambio de ritmo, el repentino realismo, está exento de ironía, tan exento que abre una enorme fuga en la película que llevábamos vista, y en cierto modo hasta la hiere de muerte al introducir una grave descompensación. El emplazamiento, abierto y a la vez cerrado (un camino entre maizales, con vistas a casas en una colina), el sonido del viento, la declamación del texto y, en definitiva, la construcción de toda la secuencia, prácticamente desde que las dos chicas lo descubren desmayado frente a su tienda de campaña, da fe de la seriedad con la que Franco se toma la empresa, y constituye tal vez el momento más logrado de toda la película.

El primer movimiento, imaginación contra realismo, comicidad frente a seriedad, está ahí, es inapelable, y el propio director lo ha verificado en alguna entrevista, que lamento no tener a mano (pero aunque no existiese esa verificación, sería igual de obvio: el film opone la fantasía de dos amigas a la adocenada existencia cotidiana del mundo maduro, aburrido y contrario a toda explosión imaginativa, bajo la sucia excusa de una madurez que encubre la rendición sin condiciones a los valores sociales imperantes). Pero lo que hace al film tan rico es su coexistencia con este otro movimiento, que muestra a la fantasía también como modo de encubrir realidades terribles, algo de lo que alguien que odiaba el régimen franquista tenía que ser muy consciente (y que el propio Franco también afirma en otras entrevistas: “Cuando hice esa película cogí, por un lado, elementos que eran una burla del cine encorsetado español - con el sueño de una de las protagonistas, que se ve a sí misma como princesa a la que un galán de armadura y caballo blanco corteja en la Torre de Madrid- y, por otro, referencias culturales que habían calado mucho en la juventud de entonces, como el mito de James Dean y el Actor´s Studio. La otra chica protagonista está mucho más cercana a esta última tendencia (...). Quería hacer burla y homenaje a esas dos cosas, pero, a la vez, había la triste realidad que todos los españoles vivíamos en aquel momento, algunos conscientemente y otros inconscientemente. Entonces, hay un momento en la película en que estas fantasmadas, estas historias imaginarias de las dos chicas, se convierten en realidad y ellas tienen que afrontar la realidad. Y eso es lo que gustó menos al Ministerio. Eso hizo que casi prohibieran Tenemos 18 años. Hay en la película un realismo que no es a la italiana: el realismo que me interesaba era el que iba directamente al relato, sin adornos”, en Cine fantástico y de terror español 1900-1983, pag. 150). La fantasía es la producción, el juego, la diversión, pero también la mentira y el encubrimiento: el de tantas comedietas, fantasías cortesanas, radionovelas, etc., con las que todo régimen busca someter una realidad que solo por esa vía se deja vencer con facilidad, pues nada es tan persuasivo como ese tipo de mentiras aduladoras. Tenemos 18 años emprende la defensa de algo de lo que no obstante reconoce su aspecto encubridor. Porque tampoco es que se encubra algún suceso impactante en su versión sensacionalista, sino un momento en el que dos personas entran en contacto estrecho con alguien con quien es difícil que lo fuesen a tener nunca, y descubren que se parece poco a un gangster del Hollywood de los 30, y mucho a un pobre hombre dominado por unas circunstancias que también las acabarán engullendo a ellas (y con menos resistencia por su parte de la que posiblemente ofreció él, diría yo), el descubrimiento de cómo una situación social puede determinar a tal punto la vida de un hombre y convertirle en alguien vivido ya como sombra de lo que pudo ser, encaminado a esa muerte que, como bien sabemos (en la España franquista, como en la América del código Hays, el criminal tenía que pagar siempre, sin atenuantes), será inevitable. La ficción como encubridora de la realidad social del momento, pues. Algo sin duda inédito en el Jesús Franco posterior, lanzado con pasión a la defensa del cine como espectáculo intrascendente a nivel social y político, sin mensajes ni soflamas. Sabemos, porque él mismo lo dice en su autobiografía (su extraordinaria autobiografía, por cierto), que estuvo en las mismísimas Conversaciones de Salamanca, y defendió este mismo punto de vista: el cine no está obligado a tener un contenido social, ni político, ni nada: “aquello fue un coñazo mortal. Cada realizador se rompía la sesera para intentar explicar a un público dividido y contestatario el fondo social y trascendental de su obra. Cuando llegó mi turno, después de la proyección del film, recibido tibiamente por el público, me subieron al escenario, donde un joven Savonarola marxista me conminó a que explicara el contenido poco evidente de mi historia y, sobre todo, cuál era el mensaje de mi película. Yo confesé, entre divertido y atemorizado, que yo no tenía ningún mensaje que ofrecerles, aunque sí afirmaba contundentemente que el cine era algo hermoso que no debía ser vehículo, soporte de ideas, y que los filmes no tenían por qué trascender de la palabra Fin o el cierre de las cortinas. ¡La que se armó! Más de medio cine empezó a patear con furia, a insultarme. El resto, compuesto sin duda por una minoría silenciosa, rompió su silencio y me aplaudió con fuerza y gritaba unos “¡Bravo!”, tan inmerecidos como los pateos. Al salir del local, mientras un grupo, capitaneado por un cura, me daba abrazos y me decía “Adelante, sigue así”, los otros me insultaban y me lanzaban los epítetos más hirientes. Yo no estaba preparado para una reacción tan violenta sobre una película “de género” bastante maja, creo yo, pero absolutamente modesta e intrascendente”.

Pero ya vemos que sí hay este contenido, y cómo, en Tenemos 18 años. Y muy rico pues hace coexistir dos movimientos de modo que un mismo aspecto puede favorecer tanto como condenar a ambos, instaura una ambigüedad que convierte a las protagonistas en jóvenes que no quieren dejar de jugar y al mismo tiempo en niñas bien que no ven la hora de echarse marido mientras no pueden dejar de frivolizar convirtiendo historias dramáticas que muestran la terrible realidad del mundo en que viven en fantasías con gangsters sacados del cine clásico. He aquí el peligro de la fantasía, diría yo (y aquí va mi “mensaje” en este texto): la imaginación de las dos niñas bien de Tenemos 18 años no se encuentra con la realidad en ningún punto, no la opone nada, es mero juego, pero sin embargo el juego es algo que no tiene por qué no tener consecuencias. El papel de lo fantástico en el posterior Jesús Franco, el de Miss Muerte, Vampyros lesbos, Macumba sexual y tantos otros films, es un fantástico beligerante, una imaginación que busca no evadirse de la realidad, sino oponer algo mejor a su despreciable funcionamiento, aunque sea mejor solo (¿solo?) por más divertido, por menos limitador. Incluso puede oponer algo peor, la muerte misma, si es que la muerte es peor que algo, pero opone, pelea, se enfrenta. La defensa de lo fantástico nunca puede ir por la vía de la del derecho a inventar mundos artificiales ajenos a este, sino por la vía del derecho a la guerra contra una realidad que debe ser destruida. Es por ello que el apocalipsis no es una fantasía (burguesa) entre otras, sino que es propiamente la fantasía. De la literatura de terror del XIX-XX a Alan Moore (su Promethea es casi un tratado sobre esto), el Tideland de Gilliam o Michael Ende, esto es así.

En adelante, tal vez por los portazos recibidos por productores y administración, Franco se lanzará a un cine entregado cada vez más a lo fantástico y enfrentado a un principio de realidad entendido como fascista. La realidad defendida por Franco será la del cine, la de sus mitos y su potencia, y cada vez más la del cuerpo femenino, sus líneas, contornos, superficies y profundidades (y que tiene el poder de sacar lo fantástico de los lindes limitadores del género fantástico). En el centro de esta evolución, Miss Muerte y el ciclo de Soledad Miranda. Pero esa es otra historia.