domingo, 14 de diciembre de 2008

Escenas (I): GARGANTA PROFUNDA, de Gerard Damiano

Recordemos la historia: Linda Lovelace (el personaje se llama como la actriz) disfruta del sexo pero no completamente, y no sabe qué pasa. Cree que debería escuchar bombas, campanas… y no pasa nada de eso. Va entonces al médico, que descubre que no tiene clítoris. El problema era, por tanto, que la chica no tenía orgasmos. Lo sorprendente es que el médico encuentra el clítoris en el fondo de su garganta; para estimularlo, por lo tanto, tendría que recurrir a la felación. Más aún: para llegar al clítoris, dado que está al fondo de la garganta, el pene debe ser engullido totalmente. El médico le explica cómo debe hacerlo y se ofrece para que pruebe con él.

Problema narrativo: ¿cómo hacer que ella llegue al orgasmo? Con una felación, una garganta profunda. Pero ahora viene el gran problema, que es el de puesta en escena: ¿cómo mostrarlo? El cine hace cosas visibles: la tortura de un hombre (Roma, ciudad abierta), un desfile militar (Remordimiento), la dificultad de subir unas escaleras (Charlot a la una de la madrugada), una persecución de coches (Raw Street, acaso rememorada en Alphaville), un beso (Encadenados), o un culo (Ricas y famosas). Cada película hace visibles una serie de cosas, y siempre de formas más o menos distintas (¿cuántas veces de cuántas maneras se nos ha hecho visible un beso en cine?), por eso podemos distinguir a los directores por la puesta en escena: porque en cada uno de ellos cosas idénticas llegan a nuestros ojos de maneras distintas. Entonces, queremos saber por qué, y cómo.

Pues bien, aquí se trata de hacer visible una felación, que es algo tan modesto, o tan ambicioso, como hacer visible un beso. Y hacerla visible teniendo en cuenta que acabará con un orgasmo que por añadidura será el primero de esa mujer. Este es el problema que hay que resolver.

Damiano encara la escena centrando la atención sobre la boca y el pene. Si hace pornografía o no, no es lo importante; lo es, en cambio, darse cuenta de que estos dos son los elementos centrales de la escena, los únicos que permitirán una representación del orgasmo, una vez sabido lo que la felación supone para la protagonista. Así, tras un inicio en el que el médico se quita los pantalones, se tumba y ella comienza a hacerle la felación, Damiano pasa pronto a un plano mucho más cercano centrado en esos dos elementos, que ahora ocupan toda la pantalla: el pene, ya erecto, y la cabeza de ella, ocupando la boca por tanto el centro del plano.


Pero esto hay que verlo más lentamente. No hay sugerencia que pueda superar la, digamos, justicia plástica de esta elección: si son el pene y la boca los agentes del orgasmo, hay que plantear el plano como la construcción de la relación de estos que permitirá llegar a la conclusión que se desea. El orgasmo y placer de él no es central, siendo precisamente lo que podría mostrarse con planos de su rostro (que Damiano de todos modos incluye, aunque más bien como subrayados cómicos que por interés hacia el personaje); el de ella no podrá verse demasiado, pues al coincidir el momento de estimulación del clítoris y, por tanto, de mayor placer, con la garganta profunda, su expresión no podrá apreciarse bien. Damiano no recurre a la expresividad, por lo demás limitada, del rostro de Linda Lovelace (lo que podría haber hecho bien construyendo la toma de una forma habitual en la pornografía posterior: desde la cabeza del actor, de modo que ella mirase hacia arriba y pudiéramos ver sus ojos; pero hay que entender que esto sería equivocado, porque ella, como insistiré más tarde, no quiere hacerle una mamada al doctor sino hacerla para correrse, luego no tiene ningún sentido o, mejor dicho, introduciría una dispersión en la escena, que se mostrase una relación de miradas entre ellos), sino que construye algo mediante las relaciones de los dos elementos centrales del encuadre. Dicho de otro modo: plantea la operación de forma estrictamente visual, mostrando algo no visible a través de la relación de aquellos órganos sexuales cuya interacción lo hará posible. Así, he ahí el plano: pene y boca.

En el paréntesis, algo he avanzado sobre la composición. Para empezar, enfocar a Lovelace desde la cabeza del doctor (sea o no el plano un subjetivo de este) supondría sobrevalorar la perspectiva de este, la cual poco importa para lo que ocurre en la escena. En segundo lugar, una composición así daría más protagonismo al cuerpo de él, que tendría demasiada presencia visual, y digo demasiada porque éste en nada atañe al orgasmo de ella. Y, en tercero, el pene, desde ese ángulo, no parecería tan grande. El escogido por Damiano permite concentrar toda la atención exclusivamente en la felación, y que esta parezca mayor, pues un pene siempre parece más largo desde ese ángulo. Cabe preguntarse por qué no usar una toma lateral. A mi juicio, ésta no haría tan sensible el esfuerzo de ella. Hay un movimiento de empuje, de lucha, que el movimiento hacia abajo de la cabeza permite valorizar muy bien, al contrario que un desplazamiento lateral.

En estas últimas palabras, puede observarse que hablo de una composición pensada en relación al movimiento del interior del encuadre. Si conviene que el pene sea largo (que, de todos modos, no es el de Lexington Steele; habría que plantearse si la tendencia del porno hacia las pollas, tetas y culos enormes no viene dada, como el uso compulsivo de los primeros planos en el cine normativo, por el éxodo desde los cines a las pantallas de televisión) no es porque sí, sino porque conviene que Lovelace tenga un espacio suficiente que recorrer, que le plantee alguna dificultad y que valorice, haga sensible su movimiento. Esto es, y además es algo que convierte a Damiano en una auténtica rara avis en el mundo del cine pornográfico: el director no solo articula el encuadre de los órganos sexuales en atención a una pertinencia dramática sino que además, con esa intención, articula la relación de estos, su movimiento, es decir: la felación misma. Lo diré algo cómicamente: esta mamada es importante, no puede hacerse de cualquier manera.

El orgasmo tiene un equivalente o, mejor dicho, una condición formal: L. Lovelace tiene que engullir el pene entero. La garganta profunda será el signo visible del orgasmo invisible. Si lo hace, sabremos que el pene llega al clítoris y que por tanto la chica lo está estimulando. Dado el encuadre, el movimiento a realizar consistirá por tanto en un simple desplazamiento de la cabeza en la línea vertical central del plano, que corresponde al pene erecto, en una acertada coincidencia del eje plástico con el dramático. Pero, e insisto en que esto es un logro, Damiano quiere algo más: construir una escena, una auténtica escena. Por lo tanto, hay que “escribir” ese movimiento, no puede ser cualquiera.

Como ya he señalado más arriba, Damiano no pasa al encuadre que yo comento de inmediato. Lo prepara. Primero, el plano es más amplio, los dos calientan. Él se baja los pantalones, se tumba, ella empieza, luego se recolocan para estar más cómodos. El encuadre inicial es este:

Finalmente, llegamos al principal, ya descrito. Desde el principio, puede observarse que Linda Lovelace, tras calentar brevemente, trata enseguida de intentar hacer la garganta profunda. Nuevamente, esto es dramáticamente justo, repito: no se trata de hacerle una mamada al doctor, sino de lograr hacer una garganta profunda para tener, por fin, un orgasmo; por ello, Linda Lovelace va directa a lo que pretende, a lo que busca. No se trata, además, solo de lucir las capacidades de la actriz, sino de que luzca solo esas, las que son relevantes para la historia y no otras (en este momento). Las felaciones acabaron siendo toda una institución en el porno, pero si atendemos a lo que se hace en esta, nada salvo la propia garganta profunda ha trascendido: no se usan ni la lengua ni la mirada y el encuadre es único. Ella solo trata repetidamente de engullir el pene: acción construida para la cámara, en el sentido de estar concebida como articulación plástica de unos elementos con la finalidad de llegar a una conclusión determinada de manera correcta. Así, ella empieza rápido, pero no engulle el pene a la primera sino que esa imagen, que todos esperamos, y que sobre todo ella espera, ha de hacerse desear, ha de prepararse, de construirse.

Inicialmente, la de esta imagen es la posición más avanzada que la boca de Linda Lovelace logra tomar. Damiano construye inteligentemente la escena: en vez de mostrar a la chica entreteniéndose en la zona del glande, forma más o menos habitual de iniciar las felaciones (aunque ignoro si lo sería en aquel momento), lo cual sería una forma fácil de producir impaciencia en el espectador, hace que esta se lance enseguida avanzando más allá de la mitad del pene, lo cual guarda coherencia dramática con el personaje por las razones dichas. Por lo tanto, va a ello desde el principio, es su objetivo, es por lo que hace lo que hace.

Hay que advertir algo, por si no se ha caído en ello: en el momento en que la escena pasa a encuadrar solo lo mostrado en estos fotogramas, hay que tener en cuenta que Garganta profunda es una película de 1972, y que por tanto solo se veía en cines, en grandes pantallas. Lo que tenemos, y por eso es necesario ver esta película en cine al menos una vez, es un pene de varios metros de altura y de grosor, lo que hace que cada mínimo avance de la boca sea de una expresividad que el vídeo solo puede aludir.

Entonces: la felación. Es una lucha. Linda Lovelace sabe hacer gargantas profundas sin ningún problema, tal y como veremos posteriormente en la película, pero aquí Damiano no la permite hacerlo sin más. Cuando ella llega al punto que alcanza en la anterior imagen, se detiene como si chocase con algo. Tiene que llegar, pero no llega. Como ella le decía previamente al dr. Young, ya había intentado antes tragarse un pene entero, pero nunca lo había conseguido. El avance de la boca, desde el extremo superior de la pantalla al inferior, no se logra. ¡Pero tiene que hacerlo! Primero avanza rápido y se para allí, luego lo hace de nuevo y de nuevo se para, pero en esta ocasión permanece. Realiza entonces movimientos con la boca con los que parece querer ganar esos centímetros que quedan, una auténtica lucha, como dije antes. Aunque no en el sentido hitchcockiano, esto es casi suspense: ¿lo logrará? No de momento: retrocede nuevamente. Cada nuevo retroceso es un gráfico recordatorio de la lucha que se emprende (y, de nuevo lo digo, sobre todo si vemos el film en un cine, en cuyo caso volvemos a ver un pene erecto de varios metros de altura, es decir, el esfuerzo es física, visiblemente perceptible, sensible), y un nuevo momento de frustración, tan importante siempre a la hora de crear una escena con cierta tensión (pensemos, por ejemplo, en la construcción habitual de las escenas de acción). Siguen entonces varios avances rápidos, con los que se diría que ella trata de llegar por la vía rápida, a lo bestia. Finalmente, se detendrá en el mismo punto y volverá a intentarlo de forma lenta. Esta vez, lo logrará.



Esto constituye lo fundamental de la escena, lo más logrado. Lo que sucede a partir de aquí tiene menos importancia: ella continúa, cada vez con más facilidad. Se construye un claro crescendo donde la cantidad y velocidad de las gargantas profundas irá aumentando. Aparecen, como es sabido, las campanas, cohetes y fuegos artificiales, menos una tosca forma de representación del orgasmo que un chiste a raíz de la insistencia del personaje en esas metáforas al exponer su frustración (algo que se hace presente en el personaje del doctor, que en un momento determinado la pedirá que no vuelva a repetir la retahíla de nuevo): nos sabemos todos tan bien la importancia de esas imágenes que la aparición de estas no puede dejar de ser divertido, es un decir “¡hale, aquí tienes las dichosas campanas!”. No son meras metáforas: son metáforas con la comicidad de lo obvio y enlazadas con elementos presentes en el diálogo, que también resultaban cómicos en aquel.

Damiano resuelve muy bien el orgasmo. Ya dije más arriba que el rostro de ella no está muy disponible. Durante la felación, se abre ligeramente el encuadre, hasta incluir la mitad de las piernas, dobladas, de él. Al comienzo del momento final de la felación, en el que ella traga a toda velocidad y levantando muy poco la cabeza, el encuadre es este:
Aquí Damiano logra dos cosas ampliando el encuadre e introduciendo las manos de la actriz: con las piernas de él en diagonal, crea una composición donde dos líneas confluyen en el centro de la acción, dirigen a ella. Es como crear una rampa para que nos deslicemos hacia lo fundamental (y, obviamente, crear un punto de fuga). Es subrayar el centro, decir o repetir, recordarnos que el centro es ese pero es ahora que el acontecimiento fundamental va a tener lugar, y va a ser allí, en ese punto preciso del espacio, del mundo, del plano.

Al mismo tiempo, construye la tensión. La diagonal de las piernas permite que ella las agarre y así, introduciendo una porción más del cuerpo, logra dar la tensión que se vive en ese momento, el inmediatamente previo al orgasmo. Aquí Damiano construye nuevamente la escena: ella sujeta las piernas para poder hacer fuerza y tragar más rápido. Es de nuevo un momento donde ella no hace tanto una mamada (que también: recordemos que él se corre) cuanto aquello que necesita para tener el orgasmo. Ahora bien: recordado el centro, evidenciado lo fundamental de lo que allí va a pasar, la cámara puede volver hacia delante a su punto de partida inicial, y concentrarse ya en el acontecimiento mismo, tras decir que éste va a tener lugar.

Como ya he dicho, la velocidad va en aumento. De las campanas nunca se dice lo importante: que interrumpen el ritmo de la escena, que desaparece la música, que su lentitud contrasta con la velocidad de Lovelace. Parece que Damiano hubiese decidido construir tres orgasmos y no solo uno, tres crescendos. Primero, está la progresión de más a menos presente en el comienzo de la escena, donde empezamos con una felación filmada de cualquier manera para pasar a una intensa concentración en el logro de la garganta profunda, que cuando se consigue por primera vez, debido a la prodigiosa y habilísima construcción, se siente ya como un triunfo, un logro “homérico”, que decía aquel.

A esto seguiría una pausa, la de la felicidad del logro. Hay un crescendo sutil, pero sobre todo se percibe a alguien feliz con lo logrado y el placer de la felación per se. Aquí Lovelace comienza a demostrar lo bien que sabe hacer aquello por lo que se ganó el papel.

Entonces viene el segundo orgasmo: el plano-rampa, si me permiten el chiste, afirma un nuevo comienzo, re-comienza lo que en realidad no había acabado, y nos dirige de nuevo al centro de la acción, ya frenética, donde observamos perplejos las proezas de Miss. Lovelace.

Y, tercero, nuevo comienzo, la articulación del orgasmo mismo. Es como parar cuando uno está a punto de correrse, y entonces empezar de nuevo: se coge carrerilla de forma más furiosa. Se retorna a un comienzo, más brusco: todo se detiene, se hace el silencio, aparece hasta otro mundo, figuras de metal que se dirigen hacia la campana. Y la tocan. Y todo empieza a acelerarse. La música vuelve, aparecen los fuegos, luego el cohete que despega y la eyaculación del doctor, montados a la vez, a intervalos cada vez más rápidos, hasta concluir casi a una alternancia de un fotograma para cada plano. Y se acabó. Todos se corrieron.

Es difícil hacer visible algo con las palabras, y no sé si lo habré logrado. Como todo, uno tiene que verlo por sí mismo. Como decía un profesor: enseñar es imposible, solo se puede dar ejemplo. Lo que quiero mostrar es que Damiano no ha puesto a una actriz delante de la cámara a hacer una buena mamada porque sabe que las hace muy bien, sino que sabiendo de su capacidad para hacer algo concreto, ha articulado cinematográficamente esa capacidad (como Keaton articula sus propias capacidades acrobáticas en sus películas, o Cassavettes las actorales de Seymour Cassel y Gena Rowlands en Minnie and Moskovitz, por poner dos ejemplos; no se trata de poner a alguien delante de la cámara a hacer lo que sabe hacer, sino de que el director sepa qué hacer también con eso que sabe hacer el otro; así Minnelli sí sabe qué hacer con el cuerpo y baile de Fred Astaire en The band wagon pero Carpenter no con el cuerpo de Ron Perlman en Pro-vida), y lo ha hecho, en este caso, teniendo la pertinencia narrativa como guía de esa articulación (hay otros modos, también, pero este es más claro e históricamente fundamental, por tratarse de la primera película de un nombre imprescindible en la historia del género y encima la que abre un nuevo período en la historia de este). En el cine pornográfico, habitualmente se trata, ya sea el film narrativo o no, de registrar la acción de un actante que hará las cosas mejor o peor. Aquí se trata de dirigir una película, saber cómo mostrar las cosas. No se trata de filmar cómo follan Ginger Lynn o Krystal Steal, sino de construir cinematográficamente un acto sexual. Calibren ustedes la diferencia.

Se trata de un enorme atrevimiento por parte de Damiano: utilizar órganos sexuales con fines narrativos. Desconozco la mayor parte de la pornografía anterior al 72 (y entre lo que he visto hay cosas muy interesantes), pero hay que observar que, entre los cineastas “convencionales”, se estilaba- y estila- mucho de lo que aquí Damiano demuestra un prejuicio: la imposibilidad de dignificar las imágenes crudas (así las llamó en cierta ocasión Truffaut, hablando de la imposibilidad de hacerse cargo de ellas), de darles un lugar en la imagen, de que puedan servir para algo. ¿De qué me va a servir a mí mostrar una penetración?, podría decirse Truffaut. Si yo- y digo “yo”; todo está aún por demostrar- pienso que en el cine pornográfico algo nuevo nace en esta película, más aún, en esta escena de ella, es por este uso estética y dramáticamente justo, preciso, pertinente. El cine pornográfico aparece aquí, en el proyecto de Damiano, como aquel que sabe qué hacer con el sexo explícito, que demuestra que con una adecuada articulación fílmica puede ser expresivo más allá de la excitación sexual de este o aquel espectador (acaso este “más allá” le llevaría a descartar el placer del sexo en sus siguientes películas, enormemente trágicas: la liberación plástica del sexo pasa por liberarlo de su sujeción a la representación exclusiva de un placer feliz). Por ello, ese proyecto consistía en, de cierta manera, crear el cine pornográfico para hacerlo desaparecer, esto es: para que se disolviese en el cine convencional. El cine pornográfico serviría para conquistar la última parcela de lo mostrable que restaba inconquistada, pero no simplemente mostrándola- lo que ya se llevaba haciendo desde el nacimiento del cine-, sino enseñando que servía, como tantas otras cosas, igual que ellas, para hacer cine, para contar historias, transmitir ideas, pensamientos, sentimientos, etc. A mi juicio, y para eso hay que acudir a las restantes tres películas fundamentales de Damiano (El diablo en la señorita Jones, Memories within Miss Aggie e Historia de Joanna), lo logró. Otra cosa, y muy importante por cierto, es por qué el cine, el cine desde entonces “normativo”, decidió no mirar aquello, no introducir esas nuevas parcelas, y a dónde llevó esto. Algo habría que decir al respecto.

viernes, 7 de noviembre de 2008

Gerard Damiano ha muerto

Siempre que escribo algo para este blog lo hago tomándome mi tiempo, con calma, a ratos muertos que cada vez abundan menos, y en Word. Hoy no, porque no quiero tomarme con calma esto. Acabo de enterarme de que Gerard Damiano ha muerto, parece ser que el 22 de octubre, con 80 años. Miro en El País y me encuentro con las clásicas referencias a Garganta profunda, la película sobre la que casualmente estoy escribiendo estos días, con la intención de actualizar este lento pero seguro blog esta semana o la siguiente a más tardar. Garganta profunda. Sí, todos saben qué decir de Garganta profunda: lo mismo. La última frase del artículo dice: "Damiano Jr. ha reconocido que, pese a que Garganta profunda llamó la atención y la gente hacía colas en las taquillas, no era el favorito de su padre. En términos de cine, mi padre nunca consideró que fuese una gran película, señaló Damiano Jr." Es cierto, no es mentira que lo pensaba, yo le he visto decirlo y confiaba en que en algún momento yo mismo podría preguntarle al respecto, en persona, pues de los directores veteranos y vivos que quedaban, Damiano era posiblemente el mejor, el más arriesgado, el más virulento, el más trascendental a un nivel histórico y estético y tal vez, para mí, el más emocionante. Pero siempre hay que recordar, que decir, que Garganta profunda no es buena. Ni en el entierro puede dejar de decirse. Todos hablan de ella, pero al mismo tiempo todos se preocupan por dejar claro enseguida que es una mierda, mala, mala hasta reírse. Sí, pero yo la vi en la filmoteca, en una pantalla grande, en versión original, y cuando Linda Lovelace consigue, tras unos tensos momentos en que parece que no lo logrará, tragarse entera la polla de Harry Reems, no escuché a nadie en la sala repleta reírse, solo el silencio y un sentido murmullo de asombro. Tal vez nadie sintió aquello como un gran momento de cine, pero lo que es seguro es que si todos lo sintieron fue porque de hecho es un gran momento de cine.

Damiano nunca consideró que Garganta profunda fuese una gran película, sí, pero sucede que, no siendo grande, no es mala y ni siquiera mediocre, y en al menos un momento, aquel sobre el cual hablaré aquí en unos días, es enorme y fundamental para la historia del cine por una razón que quizás chocará a alguno: porque esa historia se negó a mirarlo, a asumirlo, a aprender de él. La muerte de Damiano es la del hombre más insultado de la historia del cine, y esto porque nunca fue visto. Nadie ha querido nunca mirar sus películas. Siendo fundamental para el cine, éste nunca ha querido saber de él. Sus imágenes en Inside Deep Throat eran ya las de un muerto, un muerto tierno, amable, que sabía lo que había hecho pero aceptaba estoico que nadie más, aparte de él, lo sabía.

Esta semana vi Memories within Miss Aggie por primera vez. Copia en vhs, con todo el audio (doblaje y música) puesto en España, una calidad visual insoportable. Esa es la historia de Gerard Damiano, la del auténtico cine invisible. Ni Alonso ni Lanzmann ni Farocki ni Straub ni ningún otro de estos magníficos autores son invisibles: no se ven con facilidad, pero se sabe de ellos, se les alaba, se les proyecta en museos, festivales o filmotecas, les hacen merecidas capillas en cada número de atendidas publicaciones cinematográficas. Pero, ¿y Damiano? ¿Dónde se proyecta a Damiano? Solo la muerte de Linda Lovelace consiguió producir dos pases de Garganta profunda en la Filmoteca Española y yo, yo, que deseaba conocer algún día a este hombre para tener con él la conversación que se merecía, me he descubierto alegrándome de su muerte, pensando que acaso gracias a ella conseguiría ver alguna película suya, aunque sea una, aunque sea otra vez Garganta profunda, en una pantalla grande, que es para donde fueron concebidas, y con su sonido y formato originales (esto último, claro está, si los infames proyeccionistas del Doré lo permiten). La historia de Damiano está borrada porque el cine no quiso mirar hacia aquello que abría, a la conquista del último reducto de lo visible, del último rincón adonde la puesta en escena no se atrevía a dirigirse. No quiso ver que una polla o un coño podían ser elementos útiles y hasta necesarios en una puesta en escena, que eran tan articulables cinematográficamente como un zapato, un ojo o una ventana, que servían, en definitiva, para hacer cine. No quiso hacer caso de las películas que lo demostraban, de Devil in Miss jones, acaso la historia más terrible que se haya filmado, de Memories within Miss Aggie, de Story of Joanna, en la que se filma la mejor escena de amor que nadie se haya atrevido a enfrentar, la de un hombre y una mujer donde el cuerpo de él es en realidad el de otro, resuelta a base de planos detalle, de las imágenes que el cine, y solo el cine, descubrió. Y a este hombre, todo el cine le ha dado la espalda. Prefirió aceptar el mandato de no mirar en ese rincón, y ejercitar la prohibición más terrible que se le puede hacer a un arte de la imagen: no muestres eso. Siempre hay algo en toda imagen que no se muestra, pero ¿por qué siempre es lo mismo? Si el cine no mostraba el sexo explícitamente, no era porque no quería, sino porque no podía. Algunos lo solventaron bien, pero por lo general la historia del cine es la de la producción de una censura. El director oculto en la mayor parte del cine comercial producido es el censor.

He aquí entonces que una película rompe el cerco y mira, y enseña, muestra, hace visible. Y con eso, dice cosas que el cine anterior estaba imposibilitado para decir: que acariciar la polla de alguien puede ser acariciarlo también, que de hecho puede ser una caricia más íntima, más fuerte, más emocionante que la que se hace en la cara; ¿quién antes había mostrado qué es perder la virginidad para alguien que lo ha deseado con desesperación? Lo siento, pero esto solo puede lograrse mostrando el momento exacto, la confluencia precisa de los cuerpos, de la carne y los órganos. Hay que filmar el rostro junto al órgano sexual para entender lo que supone ese encuentro. Para verlo: el resto es hablar. Nadie ha filmado tampoco la emoción que se desprende de los cuerpos sin necesidad de la presencia del amor o la pareja como Damiano, la afectividad presente en aquello que Bataille un día llamó "las rajas de la inmundicia". Damiano miró a las cloacas del cine y, mostrando, dijo cosas que nadie había dicho en los casi 80 años de su existencia.

El maldito cine. Damiano amaba a este maldito cine, este cine que es maldito porque no correspondió ese amor, porque, si antes no miraba porque no podía, tras ignorar su conquista ya no miraba porque no quería: cine normativo. Damiano era propiamente un conquistador, un buen vasallo con un mal señor. El había mostrado que el sexo servía para hacer cine, y pensó que todos se darían cuenta, y que esta conquista, estas nuevas tierras, serían aceptadas. Pero nadie aceptó siquiera a Harry Reems como actor. El cine miró hacia otro lado. Podía haber luchado contra la censura, decir por fin: podemos mostrar lo que queramos, y la proposición consiguiente: ahora podemos no mostrar lo que queramos. Porque solo cuando uno puede mirar lo que quiera obtiene la libertad para no hacerlo. Y Damiano dio al cine esa libertad, antes solo ilusoria, y el cine no la quiso, no la aceptó.

El, lo intentó todo. Hizo en Garganta profunda un film lúdico y feliz y logró, como quien no quiere la cosa y en un único plano, articular un acto sexual en atención exclusiva a una finalidad narrativa. Y lo hizo con un primer plano de una felación, una toma muy cercana, y el mundo se maravilló, pero por la razón equivocada. Todos se quedaron boquiabiertos al ver lo que era capaz de hacer Linda Lovelace. Pero nadie se quedó boquiabierto por el hecho de que, si esa felación producía tal impresión, era por lo espléndidamente que Gerard Damiano la había construido. Porque él no ponía la cámara a ver qué tal lo hacía la gente: él hacía cine. No solo supo encuadrar una garganta profunda sino también construirla, conducirla adecuadamente a su irrupción en lo visible. Yo escribo sobre ese momento estos días, y podréis leer al respecto más en detalle, dentro de poco. Lo planteo como un tipo que decide mostrar una felación porque esta es algo muy importante, es trascendente, sobre todo para esa mujer que solo con ella logrará tener por fin un orgasmo. Ahora pienso que es también algo más: la construcción de un parto, el nacimiento de una nueva imagen, una visión que aparecerá por primera vez en ese instante. Y Damiano cuida al neonato, lo prepara con cuidado, lo lleva sabiamente a la luz.

Pero todos, solo vieron la mamada. Nadie vio aquello en virtud de lo cual ésta se les hacía visible. Y yo creo que Damiano tuvo que darse cuenta de que hacía falta algo más para liberar plásticamente al sexo: liberarlo del placer. Yo creo que se dio cuenta de que la gente había tal vez entendido que el sexo podía servir para mostrar la alegría del vivir, cosas así, todo aquello que llevó a Pasolini a desprenderse de la trampa de la trilogía de la vida y hacer Saló, pero no que servía para todo, para mostrar a alguien triste, alguien emocionado, alguien que desea morir, alguien que sufre. Yo creo que Damiano decidió que el sexo, en cine, solo se liberaría si se le quitaba de encima la determinación de mostrar el placer del sexo. El placer es algo demasiado plano, mientras que los cuerpos están llenos de sombras, resquicios, huecos, como las vidas de todos. Un cuchillo, en cine, puede servir para muchas cosas, como una mesa, un pañuelo, un bolígrafo, un beso, un baile. Así debe suceder con los órganos y actos sexuales para que todos vean que no pertenecen a otro mundo de objetos determinados unívocamente, y que en cambio se puede hacer mucho con ellos. Y Damiano se arranca a contar historias terribles con sexo explícito, con un sexo integrado a fuego en ellas, y la puesta en escena se afila, se hace más precisa, más exacta, la intuición genial de Garganta profunda se extiende a los films completos. Y hasta elimina la retórica de la liberación, tan de moda entonces: la liberación sexual de Miss Jones solo era la determinación de las condiciones de su condena eterna. El sexo de Miss Jones y Miss Aggie se realiza con la desesperación de la muerte próxima, una llena de ansiedad (más, más), otra de tristeza, de la certeza de que solo escapa por unos minutos al desastre de su existencia (pero no escapa a la tristeza de la cámara y de la luz, de todos modos: Damiano, por cosas como estas, es tal vez uno de los directores más crueles que jamás haya habido).

Pero, de nuevo, nadie ha querido mirar. Devil in Miss Jones es un clásico, sí. ¿Y qué es un clásico? Perdonadme el tosco juego de palabras: es algo que no se mira, sino que se admira. Está quieto en una vitrina o donde sea, pero una película tiene que moverse, hay que hacerla mover para poder verla. Pero, para colmo, solo los pornófilos admiran Devil in Miss Jones. Es un título que se pronuncia como una dignidad del pasado, nunca como una lección que enfrentar. Nada tan triste para un cineasta como no ser visto. Tal vez Damiano vivió feliz su vida a pesar de todo esto, y así lo espero, pero hoy siento que yo no puedo, sabiendo que la historia de este hombre es la de mi copia en vhs de Memories within Miss Aggie, la de algo genial escondido bajo el olvido y el insulto de una producción cinematográfica a la que nunca importó el cine. Los colores empastados y el sonido borroso no son sino los hijos, lógicos, naturales, de las miradas borrosas que como infamias se han lanzado día tras día sobre sus maravillosas imágenes, sus estremecedores descubrimientos.

Damiano supo ver hasta el futuro del cine que había contribuido a crear: en Miss Jones, preludia las mujeres típicas de Gregory Dark, las que ya han interiorizado hasta tal punto la eyaculación facial que no la reciben sino que la exigen, casi como rito sacrificial. Pudo ver, en Flesh and fantasy, magnífico remake cómico de Miss Jones protagonizado por un Ron Jeremy que no para de hablar en toda la película (nadie como Damiano ha sabido cómo unir el ejercicio del sexo y la palabra: mientras Miss Jones realiza su primera felación no para de hablar, como queriendo vivir el momento con todo lo que tiene a su alcance, practicar el sexo con todo lo que es susceptible de ser practicado, abrazar el cuerpo ajeno con todo lo que puede abrazar, dar calor, a un cuerpo, y hasta a uno mismo), que no para de follar y nunca se cansa pero, cuando finalmente toda la emoción y hasta la obsesión han desaparecido, empieza a aburrirse, que la eliminación de la narración de la en inicio interesante y prometedora deriva gonzo no llevaría, salvo en contadas ocasiones (por ejemplo, Wet dream Malibu de Stagliano), a una concentración en la puesta en escena (como por ejemplo sucede en films underground o experimentales como Sleep, Fuses o The act of seeing with one´s own eyes) sino a un registro desatado exigido por una necesidad industrial y, en verdad, una funcionalidad política (expuesta por ejemplo en el genial Testo yonqui de Beatriz Preciado). Los medical shots de Damiano son siempre puras imágenes-afección (para Deleuze, los primeros planos son imágenes-afección, y los planos detalle no se distinguen de los primeros planos), imágenes munca neutras, que no registran sino que ven, y con ello hacen ver. Muestra la excepcionalidad de un pezón, un culo, una lengua. Qué hace frecuentemente el gonzo, sin embargo, sino sumir al sexo en la indiferencia, hundiéndolo en el peso de determinadísimos (y variados, eso sí, en eso sigue por encima de la moda) tipos.

Pero es lógico. Qué ha pasado con el porno sino el haber sufrido la ignorancia del cine. Si las imágenes del cine no quisieron mostrar lo que mostraba el porno, quedó solo este para hacerlo: especialización, industrialización. Todo esto lo vaticinó Damiano. El cine es un poco más infame desde el momento en que no quiso escucharle, mirar lo que enseñaba.

Y ahora ha muerto. En mis 30 años de vida siempre me he alegrado que no existiese más allá, pero hoy por primera vez desearía que existiese el cielo ese, blanquito y tranquilo lleno de almas que nos observan, para que él, con sus pantalones subidos hasta los sobacos, mirase hacia abajo y supiese que hay al menos uno que lo siente, y que sabe de la injusticia. Que esto que digo sirviese al menos para eso. Pero ese cielo no existe: por mí bien, pero Damiano queda como uno más de los genios que mueren olvidados e injuriados. Gentuza como Elvira Lindo le llamaron "peluquero hortera". Pero solo los gilipollas recordarán a Elvira Lindo cuando muera por sus dotes como escritora. Espero. De momento, para algunos esto es la muerte. Y, para los que quedamos, la guerra. Vedlo.

miércoles, 2 de abril de 2008

RUBEN DICE:

Ved:

La mirada de Miguel Angel (Michelangelo Antonioni)
La aventura (M. Antonioni)
Sleep (Andy Warhol)
Noche fantástica (Luis Marquina)
Smorgasboard (Jerry Lewis)
Umbracle (Pere Portabella)
El precio de la gloria (John Ford)
Manicomio (Fernando Fernán Gómez)
Blue Moses (Stan Brakhage)
All that heaven allows (Douglas Sirk)
Mothlight (S. Brakhage)
Tenemos 18 años (Jesús Franco)
Vida/perra (Javier Aguirre)
Mambrú (F. Fernán Gómez)
El mar y el tiempo (F. Fernán Gómez)

Escuchad:

Kylie Minogue- X
K. Minogue- Fever
K. Minogue- Light years
Dannii Minogue- Neon nights
Coto en pel- Holocaust
La Humera- El milagro de San Ché
Eugene Chadbourne- Young and innocent days
Esplendor geométrico- El acero del partido / Héroe del trabajo
Esplendor geométrico- Polyglophone

Leed:

Aurelio Sáinz Pezonaga- Singularidades. El marxismo desajustado de Joaquín Jordá (Youkali, nº4, www.youkali.net)

sábado, 15 de marzo de 2008

Películas (II): TENEMOS 18 AÑOS, de Jesús Franco

En numerosas ocasiones, Jesús Franco ha contado cómo la deriva de su cine en los 60 fue en parte motivada por la imposibilidad de poder realizar proyectos personales en España. Al serle rechazados ciertos guiones, optaba por hacer películas de género que no le darían demasiados problemas con la censura, y con las que de todos modos disfrutaba. Desconozco lo que de verdad haya en esto, pero lo cierto es que viendo su primera película, Tenemos 18 años, se asiste a una obra ya muy personal, muy reconocible, pero a la vez con un tipo de tensión que ciertamente irá desapareciendo a lo largo de los 60 y que, de todos modos, se encuentra aquí en un grado que no se ve en otros filmes de esa época o, al menos, no del mismo modo, no con estos elementos.

Jesús Franco ha sido siempre un defensor del cine como arte popular, espectáculo de barraca concebido para el disfrute del público, lo que no iría nunca en detrimento de la experimentación, como bien muestra su propia obra. A resultas de esto, siempre ha deplorado el cine que él declara aburrido o pretencioso. Admira a Godard- al que le unen no pocos elementos- pero hasta que se pasa a la política, es decir, su primera época, aquella en que juega con los géneros y luce un espíritu lúdico que acabará abandonando. Sus insultos a Bergman, Antonioni o Rohmer son bien conocidos. Su cine preferido es el expresionista, y por lo que sé su cineasta fundamental, o uno de los principales, es John Ford. Así pues: cine de género, entretenimiento, fantasía, diversión (no entraré en cómo se manifiestan estas constantes en su cine porque, aparte de la ingente cantidad de títulos y matices, el tema precisaría un desarrollo largo y, aunque muchos no lo crean, complejo, que excede del todo lo que aquí pretendo. Ya habrá ocasiones).

Tenemos 18 años muestra ya estos aspectos pero, a la vez, tiene más cosas. Es una comedia veloz y absurda (la presencia de un omnipresente y desbocadísimo Antonio Ozores colabora no poco en ello) con constantes juegos de referencias genéricas y culturales, una libertad en su construcción bastante inédita en aquellos tiempos, y una película humorística con una conclusión amarga pero también ambigua. En ella, dos chicas, primas, que estudian, muy aburridas, 1º de filosofía sin ningún conato de nada parecido a vocación filosófica (la única razón que se me ocurre para que Franco haya elegido esta carrera es cachondearse de la especialidad de su odiado Julián Marías, al que pone de vuelta y media en Memorias del tío Jess), intentan escribir los acontecimientos que vivieron en un viaje al sur durante las vacaciones de navidad. Este proceso de escritura es problemático: una, la más fantasiosa de las dos, prefiere transformarlo todo de modo que sea más divertido y agradable, la otra pretende ser más realista pero es igualmente exagerada (acaba novia de un existencialista). Si la primera discusión se da en torno a cuál es la versión verdadera (la escena de la anciana que les arregla el coche), en adelante se trata más bien de crear una narración graciosa, ocurrente, por lo que la verosimilitud se ve definitivamente suspendida: lo más posible es que nada de lo que vemos del viaje sea cierto.

La película se desarrolla en dos tiempos. Uno, el del viaje, y otro, el de la escritura de este, que coexiste con el desarrollo de la vida social de las dos jóvenes, y en concreto su emparejamiento con otros dos estudiantes de filosofía. Pero debo recordar que el tiempo del viaje es de todo menos seguro, pues hay como dije varias versiones de idénticos acontecimientos, y hasta una escena que introduce un relato ajeno a la narración, de corte claramente fantástico, aunque solo sea por el tiempo que abarca (unos 200 años). Si tenemos en cuenta el discurso del Jesús Franco de toda la vida, y si consideramos también la propia película, que hasta el final se desarrolla rápida y ocurrente, con un gusto por la referencialidad, el juego y lo cómico en todas sus vertientes (incluso en el uso del doblaje, arte que Ozores siempre dominó muy bien), la película mostraría en su conclusión cómo la madurez es una impostada obligación de seriedad que se impone a través de la convención social y, sobre todo, de una de las bestias negras de todo el cine de Franco, la pareja sentimental, el matrimonio. El novio, serio y debemos pensar que formal, de una de las chicas, en el final de la película, convence a esta de que la fantasía y la imaginación son cosa de niños, y que ellos han crecido y ya deben incorporarse a la vida adulta, y por lo tanto dejar esas niñerías (cito el diálogo final: “¿Verdad que ahora piensas de otro modo sobre las cosas? –Sí, es verdad. -¿Y que no te importaría saber que yo no soy príncipe, ni tú emperatriz? –Creo que no. -¿Y que esperarás a que yo acabe la carrera y a que encontremos un piso que desde luego no será un palacio y a que yo gane lo suficiente? – Claro, no sé qué me está pasando pero es verdad, todo empieza a tener otro valor. – Te está pasando algo estupendo que a mí me ha ocurrido hace poco: hemos dejado de ser niños, empezamos a comprender las cosas. Tú ya tienes casi 19 años, eres una mujer. (Toma los papeles que narran el viaje). ¿Lo tiramos? – Sí. Son tonterías, cosas de niños.”). En este momento siniestro, el último de la película, que a mí me hace pensar en tantas quemas de libros tan cercanas al tiempo de esta película, con ella ya convencida, los dos romperán las hojas donde está escrita la narración imaginaria del viaje, y lo tirarán, lo que equivale a despreciar casi toda la película (premonitoriamente, podría decirse, pues eso es lo que al final hizo la administración del momento). En uno de esos fragmentos aparecerá la palabra “Fin”, precisamente. Tenemos 18 años se convierte entonces en una película sobre la condena del juego y la imaginación en un contexto entregado sin condiciones a lo convencional, que doblega las personalidades y uniforma todas las conductas. En estas palabras del novio se vislumbra ya al Franco defensor de lo fantástico frente al cine que se pretende pegado a la realidad (frente al otro Franco que creó aquella realidad, valdría decir en este caso), más bien entregado a ella, y, ¿para qué queremos reflejar la vida, si no vale un pimiento? Para Jesús Franco, recordémoslo, Los santos inocentes y similares no son más que cine “de paleto lento”, como gusta de afirmar. Este momento final, en este esquema fantasía-realidad, casi equivale a decir: olvídate de Frankenstein y Drácula, y haz La colmena o Tasio. Tenemos 18 años tiene una dimensión de juego que no está solo en lo que narra sino también en las variaciones en iluminación y encuadres de unas escenas a otras con el resultado ocasional de obtener una auténtica sensación de esquizofrenia visual donde podemos pasar de unos planos casi de documental turístico a cómicas y alambicadas imitaciones expresionistas con descabellados colores en apenas unos minutos, la multiplicación de papeles de un Antonio Ozores que hace pluriempleo hasta en los doblajes, logrando con ello la sensación de estar viendo una película también contada por unos amigos (pues a Franco también se le advierte pluriempleado en los créditos, y uno se lleva la impresión de que es una película hecha entre dos colegas), la exageración constante de todos los elementos, como en todo a lo que lleva el carácter sablista del primo de las protagonistas, que une el film con el humorismo de sus admirados Tono, Gila, y tantos otros. La distinta forma de ver idénticos acontecimientos no se lleva en la dirección de la grave Rashomon, pues se abunda más en el placer mismo de la invención, el jugar con una realidad y darle formas distintas, lo que desde el principio se aplica a la misma película que Jesús Franco cuenta, con ese A. Ozores que hace su primera aparición acoplándose, siempre con ese tono torpe y socarrón que le caracteriza, a la descripción que una de sus primas hace de él, autocorrigiéndose constantemente. La película está planteada como un complejo juego con el espectador, hacer referencias, gastarle bromas, ofrecer una narración tan descabellada que sea totalmente inverosímil y se desarrolle siempre en ese campo de inverosimilitud (está lo fantasioso de lo que cuentan las protagonistas, está lo fantasioso de la propia película). El final trae sin embargo, frente al fragmentadísimo montaje de casi todo el metraje anterior, planos generales de larga duración, silencio, y la conversión de todo aquello en un juego ya no infantil sino inmaduro, impropio de una edad en la que ya toca estudiar, sacarse la carrera, crear un hogar, casarse. Ya no pintan nada las fantasías. Naturalmente, aunque no se diga, las amigas ya no viajarán nunca juntas, ahora tienen novios, y es de suponer que no inventarán historias de sus respectivas relaciones (aunque estén enamoradas ni ellas saben por qué). Es un final patético que se refleja en tantas y tantas parejas del cine posterior de Jesús Franco, siempre enfrentado a la normalidad y sus múltiples manifestaciones, la peor de las cuales, yo creo, en su cine correspondería al matrimonio.

Pero a la vez, hay otro movimiento en esta película, coexistiendo con este. Pues el novio soso que da el discurso sobre la madurez, a la vez le pide a su novia que le cuente por una vez la verdad, algo de aquel viaje que sea real. Y ella lo hace, y vuelve a una escena anterior, un encuentro con un atracador de bancos que ya de por sí resultaba dramático en su conclusión (su muerte en una desierta playa invernal y la imagen de su mano bañada por las olas), pero que constituía una referencia cómica al cine de gangsters, por el comportamiento y la vestimenta del hombre, y esta vez cuenta lo que sucedió de verdad. Un pobre hombre casi muerto de hambre y desesperado buscando llegar a la frontera con Portugal, y su última conversación con la protagonista, poco antes de ser detenido y acaso muerto (en un doloroso off hecho de gritos y disparos lejanos, mezclados con el viento del campo en apariencia desierto) a pesar de la ayuda de esta y su amiga. Escena triste en la que el que minutos antes era un personaje referencial, una broma, es ahora un ser sufriente de un destino azaroso que le hizo nacer en una guerra que le condenó al ostracismo y la criminalidad, y que solo busca huir con el dinero robado y penado para poder vivir tranquilo una vida normal como cualquiera... ojo, sin hablar de amor o familia, sino de algo más grave, reconocimiento por parte de los demás, que alguien le vea y le llame por su nombre, y le pregunte qué tal el día, nada más, “fíjate que ya no pido amor o amistad, pido y busco un poco de aire fresco y una silla donde sentarme”. Es esto lo que aparece cuando la joven decide contar lo que realmente sucedió aquella vez.

Entonces, ¿qué cuenta Tenemos 18 años? El dramatismo de esta historia no anula la comicidad de lo anterior, y además el parlamento final del novio soso es elocuente en lo que respecta a explicitar una condena a la convencionalidad. Pero Franco no muestra el monólogo del atracador con una laxitud que haga del momento un coñazo, un tostón, como sí busca hacer con las clases de filosofía, donde dobla al profesor con una voz que farfulla incomprensiblemente, de una forma harto irreal que no deje lugar a dudas sobre el hecho de que lo que se quiere decir es que eso, señores, es un coñazo. El cambio de ritmo, el repentino realismo, está exento de ironía, tan exento que abre una enorme fuga en la película que llevábamos vista, y en cierto modo hasta la hiere de muerte al introducir una grave descompensación. El emplazamiento, abierto y a la vez cerrado (un camino entre maizales, con vistas a casas en una colina), el sonido del viento, la declamación del texto y, en definitiva, la construcción de toda la secuencia, prácticamente desde que las dos chicas lo descubren desmayado frente a su tienda de campaña, da fe de la seriedad con la que Franco se toma la empresa, y constituye tal vez el momento más logrado de toda la película.

El primer movimiento, imaginación contra realismo, comicidad frente a seriedad, está ahí, es inapelable, y el propio director lo ha verificado en alguna entrevista, que lamento no tener a mano (pero aunque no existiese esa verificación, sería igual de obvio: el film opone la fantasía de dos amigas a la adocenada existencia cotidiana del mundo maduro, aburrido y contrario a toda explosión imaginativa, bajo la sucia excusa de una madurez que encubre la rendición sin condiciones a los valores sociales imperantes). Pero lo que hace al film tan rico es su coexistencia con este otro movimiento, que muestra a la fantasía también como modo de encubrir realidades terribles, algo de lo que alguien que odiaba el régimen franquista tenía que ser muy consciente (y que el propio Franco también afirma en otras entrevistas: “Cuando hice esa película cogí, por un lado, elementos que eran una burla del cine encorsetado español - con el sueño de una de las protagonistas, que se ve a sí misma como princesa a la que un galán de armadura y caballo blanco corteja en la Torre de Madrid- y, por otro, referencias culturales que habían calado mucho en la juventud de entonces, como el mito de James Dean y el Actor´s Studio. La otra chica protagonista está mucho más cercana a esta última tendencia (...). Quería hacer burla y homenaje a esas dos cosas, pero, a la vez, había la triste realidad que todos los españoles vivíamos en aquel momento, algunos conscientemente y otros inconscientemente. Entonces, hay un momento en la película en que estas fantasmadas, estas historias imaginarias de las dos chicas, se convierten en realidad y ellas tienen que afrontar la realidad. Y eso es lo que gustó menos al Ministerio. Eso hizo que casi prohibieran Tenemos 18 años. Hay en la película un realismo que no es a la italiana: el realismo que me interesaba era el que iba directamente al relato, sin adornos”, en Cine fantástico y de terror español 1900-1983, pag. 150). La fantasía es la producción, el juego, la diversión, pero también la mentira y el encubrimiento: el de tantas comedietas, fantasías cortesanas, radionovelas, etc., con las que todo régimen busca someter una realidad que solo por esa vía se deja vencer con facilidad, pues nada es tan persuasivo como ese tipo de mentiras aduladoras. Tenemos 18 años emprende la defensa de algo de lo que no obstante reconoce su aspecto encubridor. Porque tampoco es que se encubra algún suceso impactante en su versión sensacionalista, sino un momento en el que dos personas entran en contacto estrecho con alguien con quien es difícil que lo fuesen a tener nunca, y descubren que se parece poco a un gangster del Hollywood de los 30, y mucho a un pobre hombre dominado por unas circunstancias que también las acabarán engullendo a ellas (y con menos resistencia por su parte de la que posiblemente ofreció él, diría yo), el descubrimiento de cómo una situación social puede determinar a tal punto la vida de un hombre y convertirle en alguien vivido ya como sombra de lo que pudo ser, encaminado a esa muerte que, como bien sabemos (en la España franquista, como en la América del código Hays, el criminal tenía que pagar siempre, sin atenuantes), será inevitable. La ficción como encubridora de la realidad social del momento, pues. Algo sin duda inédito en el Jesús Franco posterior, lanzado con pasión a la defensa del cine como espectáculo intrascendente a nivel social y político, sin mensajes ni soflamas. Sabemos, porque él mismo lo dice en su autobiografía (su extraordinaria autobiografía, por cierto), que estuvo en las mismísimas Conversaciones de Salamanca, y defendió este mismo punto de vista: el cine no está obligado a tener un contenido social, ni político, ni nada: “aquello fue un coñazo mortal. Cada realizador se rompía la sesera para intentar explicar a un público dividido y contestatario el fondo social y trascendental de su obra. Cuando llegó mi turno, después de la proyección del film, recibido tibiamente por el público, me subieron al escenario, donde un joven Savonarola marxista me conminó a que explicara el contenido poco evidente de mi historia y, sobre todo, cuál era el mensaje de mi película. Yo confesé, entre divertido y atemorizado, que yo no tenía ningún mensaje que ofrecerles, aunque sí afirmaba contundentemente que el cine era algo hermoso que no debía ser vehículo, soporte de ideas, y que los filmes no tenían por qué trascender de la palabra Fin o el cierre de las cortinas. ¡La que se armó! Más de medio cine empezó a patear con furia, a insultarme. El resto, compuesto sin duda por una minoría silenciosa, rompió su silencio y me aplaudió con fuerza y gritaba unos “¡Bravo!”, tan inmerecidos como los pateos. Al salir del local, mientras un grupo, capitaneado por un cura, me daba abrazos y me decía “Adelante, sigue así”, los otros me insultaban y me lanzaban los epítetos más hirientes. Yo no estaba preparado para una reacción tan violenta sobre una película “de género” bastante maja, creo yo, pero absolutamente modesta e intrascendente”.

Pero ya vemos que sí hay este contenido, y cómo, en Tenemos 18 años. Y muy rico pues hace coexistir dos movimientos de modo que un mismo aspecto puede favorecer tanto como condenar a ambos, instaura una ambigüedad que convierte a las protagonistas en jóvenes que no quieren dejar de jugar y al mismo tiempo en niñas bien que no ven la hora de echarse marido mientras no pueden dejar de frivolizar convirtiendo historias dramáticas que muestran la terrible realidad del mundo en que viven en fantasías con gangsters sacados del cine clásico. He aquí el peligro de la fantasía, diría yo (y aquí va mi “mensaje” en este texto): la imaginación de las dos niñas bien de Tenemos 18 años no se encuentra con la realidad en ningún punto, no la opone nada, es mero juego, pero sin embargo el juego es algo que no tiene por qué no tener consecuencias. El papel de lo fantástico en el posterior Jesús Franco, el de Miss Muerte, Vampyros lesbos, Macumba sexual y tantos otros films, es un fantástico beligerante, una imaginación que busca no evadirse de la realidad, sino oponer algo mejor a su despreciable funcionamiento, aunque sea mejor solo (¿solo?) por más divertido, por menos limitador. Incluso puede oponer algo peor, la muerte misma, si es que la muerte es peor que algo, pero opone, pelea, se enfrenta. La defensa de lo fantástico nunca puede ir por la vía de la del derecho a inventar mundos artificiales ajenos a este, sino por la vía del derecho a la guerra contra una realidad que debe ser destruida. Es por ello que el apocalipsis no es una fantasía (burguesa) entre otras, sino que es propiamente la fantasía. De la literatura de terror del XIX-XX a Alan Moore (su Promethea es casi un tratado sobre esto), el Tideland de Gilliam o Michael Ende, esto es así.

En adelante, tal vez por los portazos recibidos por productores y administración, Franco se lanzará a un cine entregado cada vez más a lo fantástico y enfrentado a un principio de realidad entendido como fascista. La realidad defendida por Franco será la del cine, la de sus mitos y su potencia, y cada vez más la del cuerpo femenino, sus líneas, contornos, superficies y profundidades (y que tiene el poder de sacar lo fantástico de los lindes limitadores del género fantástico). En el centro de esta evolución, Miss Muerte y el ciclo de Soledad Miranda. Pero esa es otra historia.

martes, 1 de enero de 2008

Películas (I): EMPIRE, de Andy Warhol

  Me enorgullece decir que, en la noche del 5 al 6 de diciembre se proyectó en Madrid, en La Casa Encendida, Empire, de Andy Warhol, y que yo fui el único que se la jamó entera. Debía durar 8 horas, pero resultó una menos: el proyeccionista la pasó a 18 f/s, y lo correcto es a 16, la velocidad del cine mudo; por lo visto, en cierto momento esta velocidad se estableció en 18 y no en 16 para evitar el parpadeo de la imagen, y la diferencia se nota en films tan largos como este, que de 8 horas pasa a tener, por lo que dice Callie Angel en un artículo, y mi experiencia concuerda con ello, 7 horas y 11 minutos. Tal como le cuenta un sufrido exhibidor a Jonas Mekas, creo que en 1964, acerca de un pase de Sleep (varias tomas de John Giorno durmiendo, 5 horas 21 minutos por lo visto), empezaron éste 500 personas, y acabaron 50, las realmente interesadas. Aquí no empezamos ni 20, de ellas solo yo miraba a la pantalla, y para las 22h (el pase comenzó a las 20h, como lo hizo el rodaje de la película) ya no quedaba nadie. A esa hora llegó Javier Aguirre, se sentó en la butaca detrás de mí, hasta las 22:18, en que se levantó, se dirigió hacia la pantalla, la contempló de cerca unos segundos, y finalmente se marchó. A las 23:09 llega otro tipo, y se va alrededor de las 23:45. A las 23:57 llegan una chica y dos tipos, pero duran solo diez minutos. A la 1:15 llegan otros dos, que se piran a la 1:32, y de ahí a las 3:10, hora aproximada a que termina la película, ya no viene nadie. Solo andan por ahí los guardas de seguridad, haciendo la ronda por las galerías con sus linternas, proyectando sombras al interior del patio, y el proyeccionista, muy amable, que me felicita al final del pase estrechándome la mano, y me dice que en cada sitio le daban una indicación distinta acerca de la velocidad a que había que proyectar la película. Yo he leído en todas partes, incluidos textos de Mekas, que fue responsable de varias proyecciones, que es 16. El problema es que por lo visto ahora es muy raro que un proyector tenga esa velocidad.
    Para acabar de fardar, diré que solo me levanté de mi solitario asiento una vez, al baño, a las 4 horas de proyección, durante el cambio de rollo. Por lo demás, no levanté el culo, aunque sí me moví en el asiento, sobre todo porque hacía frío. Comía chocolate cada 2 horas. Hay que cuidarse...
    El tiempo en que había gente fue más o menos como me esperaba, aunque más bestia, porque yo suponía que unos cuantos veríamos la película. Pero no fue así: el que más duró, y que se fue antes de las 22h, no la miró apenas, solo andaba por ahí, tumbado... Y lo mismo puede decirse de casi todos los demás, por no hablar de un par de subnormales que se pusieron a hacer sombras chinescas. Les debí de mirar con tal cara enfebrecida, que salieron echando leches. Lo mejor fue una pareja que se sentó detrás mío, donde ella, una mujer ya madura, empezaba recriminándole a él, que por la voz me pareció marroquí, ser un tacaño, que le había visto gastarse mucho dinero en ropa, pero aún no la había invitado ni a un café. No seguí toda la conversación, pero me parecía entender que él ya pasaba de ella y no había solución. Guardo como un tesoro este breve diálogo:
    - ¿No te gusta cómo te la chupo?
    - Duele.
    - ¿Cómo?, si lo hago muy bien.
    Como me consta que esta película no se proyecta mucho, y que hay gente como yo en el mundo, interesada por ella, me parece que estará bien hacer una pequeña descripción. Majo que soy. Hay por ahí un libro llamado Andy Warhol: cine, vídeo y tv, coordinado por Juan Guardiola, donde Callie Angell describe la obra en detalle (junto con este asunto de las velocidades). Utilizaré lo que ella dice y añadiré algunas cosas más. Por lo visto, la película se filmó con una Auricon, que permite usar rollos de 50 minutos (en Sleep, el máximo era 4). Se filmó un sábado a finales de julio de 1964, empezando a las 8 de la tarde, desde el piso 41 del edificio de Time and Life (según dice Mekas, que estuvo allí, en Diario de cine, Fundamentos, pag. 201). Durante toda la película tomé notas de lo que pasaba, apuntando las horas. Pero como la duración no era la que debía, las horas que yo he apuntado no son las correctas. Tomadlas en cuenta de forma aproximada y, si queréis, sacad cuentas. Angell habla de los primeros 50 minutos (es decir: la primera bobina), en los que anochece y se encienden las luces del edificio. En mi cronología, las luces se encienden a los 37 minutos de proyección. Pero tengo que añadir algo que no me habían contado: que la imagen diurna está lejos de ser clara, porque el paisaje que filma Warhol está cubierto de niebla. Las fotos (malas) que incluyo os permitirán haceros una idea. Se ve el edificio y algunos colindantes, pero otros tardan más en dejarse ver. Para mí fue una sorpresa, esperaba un Empire State orgulloso en un día espléndido. Más adelante, se enciende una luz en lo alto del edificio que está a la izquierda del ES (por lo visto, la Metropolitan Life Insurance Tower), anochece y se encienden las luces del ES. No llevamos una hora de película. La noche se va haciendo más profunda. Como podéis ver por las fotos, al principio todavía podemos vislumbrar la silueta del ES, pero al final, pongamos a la hora, en la pantalla solo vemos unas luces suspendidas en una pantalla negra, una forma que aún se afirma a duras penas en la oscuridad.


    Es posible advertir que la luz de lo alto de la MLIT parpadea de vez en cuando. Es constante, pero de repente empieza a parpadear un rato, no muy rápido, luego se queda a oscuras y finalmente vuelve. Todo ello en menos de un minuto. Lo que me extrañaba es que, más adelante, simplemente desaparecía, parpadeaba una vez, desaparecía de nuevo, y luego reaparecía otra vez. Leyendo ahora el artículo de Angell, ésta lo explica en una nota: “la luz que brilla en lo más alto de esta torre parpadea para indicar las horas y los cuartos (en la segunda bobina, por ejemplo, parpadea nueve veces a las nueve de la noche)”. Está claro, entonces: un parpadeo, esto es, era ya la una de la madrugada. Se puede seguir el tiempo de rodaje perfectamente, a pesar de que el tiempo de la proyección separe a esta de aquel. Un simple parpadeo le sirve a Warhol para distinguir radicalmente dos mundos. ¿Simple registro, entonces? Ya veis que no. ¿Cine directo? Una mierda.
    Hay otro parpadeo: una luz muy leve y pequeña en lo alto de la aguja del ES. Esa parpadea sin descanso. Una vez se hace la noche, solo los parpadeos delatan un transcurso del tiempo, constituyen un movimiento. Por lo demás, la imagen es como un cuadro, cuya composición podéis advertir más o menos en las fotografías. Bastante centrada en la imagen, la luz del ES, dividida en tres alturas; a la izquierda, mitad inferior, la luz del MLIT, y en la parte superior las luces de la aguja del ES, que no se aprecian en las fotos. A los 148 minutos, yo advertí algunas luces más, a la izquierda de la pantalla y a la altura de la del MLIT, y otras a la derecha del ES, casi pegadas a él y tocando el borde inferior del encuadre. Todas ellas muy leves. En cierto momento dejé de verlas, y no volví a advertirlas hasta la 1:38, a ratos más, a ratos menos. A las 2:08 se apagan, para mi sorpresa, las luces del ES. Entonces, se hace un leve reencuadre: se baja un poco la cámara para que las luces inferiores entren bien en cuadro.
    Así, tenemos estas luces abajo, junto con la del MLIT, en el centro quedan tres puntos luminosos, dos de ellos uno junto al otro en horizontal y otro, el de más a la izquierda, algo más abajo. 5 minutos más tarde, se apaga la luz que estaba más a la derecha y quedan esas dos formando una diagonal (se ve malamente en la última de mis fotos). En la parte superior, las luces mínimas de la aguja. La imagen es casi como los ejemplos de Kandinsky en Punto y línea sobre el plano, sobre la composición usando puntos, sus volúmenes, relaciones, etc. Esta es la imagen que se mantiene hasta el final de la película. En el caso de mi proyección, unos 63 minutos.

    
    Pero en medio hay alguna sorpresa. Ocasionalmente, se enciende alguna luz en la habitación donde Warhol y sus acompañantes (Henry X., John Palmer, Marie Desert, Gerard Malanga y Jonas Mekas) filman. En una o dos ocasiones, se trata de un par de fotogramas (así que supongo que sucede en el cambio de rollo), pero en otras dos se ve claramente el reflejo de algunos presentes (por lo visto, se ve a Warhol, aunque yo no lo reconocí: sí creí ver a Mekas, pero yo a Mekas es que lo veo en todas partes) en el cristal de la ventana a través de la que se filma. Esto me resultó fascinante: es una táctica similar a la que yo usé para delatar el hecho de la puesta en escena en mi segundo cortometraje, Espacio II: un supuesto fallo, un despiste, pero la mejor herramienta para deshabilitar la lectura del film como mero registro objetivo de un acontecimiento, y sin necesidad de tener que decir que un registro, cinematográfico o del tipo que sea, no puede ser objetivo. En esta película, donde el espacio va desapareciendo poco a poco, repentinamente todo otro espacio se afirma en la pantalla: aquel desde el que se filma. Warhol pudo quitar los fotogramas, pero no lo hizo: cineasta sensible al espacio como pocos, sin duda pudo observar bien lo impactante de esa aparición casi extraterrestre en la superficie de la imagen negra, sin profundidad, superficial, casi una pintura, y, no olvidemos, sin personas (cosa muy rara en Warhol). La luz que se enciende produce imágenes como sobreimpresionadas al reflejarse en el cristal, que introducen una fisicidad ambigua en la pantalla, e interrumpen el fluir de la contemplación haciéndola dar un giro en redondo... pero sin girar la cámara (este corte es perceptible, claro está, si uno ve de verdad la película y no levanta los ojos en las 8 horas... vaya, si la película se ve como se deben ver las películas: mirando lo que hay durante el tiempo que dure, y no escabullirse arguyendo que es arte conceptual y que basta que te lo cuenten para verlo; en resumen: es perceptible si uno no es un gilipollas).
    A continuación, una serie de ideas atropelladas sobre la película, sin ánimo de hacer un artículo o nada serio, sino simples esbozos de ideas surgidas al alimón de la experiencia. Ya habrá tiempo para más.
    1- Empire es la obra más extrema de Warhol, y una de las más extremas de la historia del cine. Por "extrema", quiero decir: se sitúa casi en la frontera del cine, en uno de sus límites extremos, aquel en que solo la duración, el tiempo, lo distingue de la fotografía. Durante horas, lo único que distingue Empire como película de una fotografía de gran tamaño es dos parpadeos y la suciedad del celuloide. Como toda obra fronteriza, sirve para hallar los elementos que delatan la especificidad del arte a que pertenece; aquí, el auto-movimiento de la imagen, como dijera Deleuze, y la materialidad misma del dispositivo (las rayas, manchas y defectos en general del celuloide y el sonido del proyector). El cine sería la obtención de imágenes móviles mediante dispositivos móviles (pero esto necesita más precisión: ¿qué pasa con las linternas mágicas, por ejemplo? Acaso debiera decirse “proyección o emisión de imágenes móviles obtenidas mediante dispositivos móviles”), entendiendo “móvil” como aquello en cuya constitución se incluye el tiempo, lo que excluye la necesidad del movimiento perceptible. Una pantalla en negro, sin sonido ni nada, de 9000 horas de duración, por ponernos bestias, sería cine puro y duro (una fotografía o cuadro en negro, no: el tiempo no es constitutivo de esa imagen como tal, sino del objeto físico).
    2- Hay una cercanía entre Warhol (este Warhol, sobre todo) y John Cage. Los dos reducen, en varias de sus obras, el grado de articulación autoral al mínimo (pero no lo eliminan). En este caso, a la selección de un sujeto a filmar, al encuadre y al tiempo (de rodaje y proyección). El montaje, al contrario que en Sleep, se reduce a empalmar los rollos. Warhol se acerca algo a conseguir ese silencio que Cage descubrió no existía, uno visual, con el negro que invade progresivamente la pantalla. La desaparición del ES equivaldría a la de los sonidos articulados en Cage, y abriría la percepción a los inarticulados, aquí esas otras luces en absoluto tan identificables. Por otro lado, Warhol utiliza vías indirectas para ejercer su poder, a través precisamente de la elección, aspecto nunca suficientemente bien ponderado. Cuando Cage abre el piano, en 3:33, suena el mundo, se trata de que lo escuchemos, y por tanto su intervención es mínima, él solo dispone un espacio y un tiempo donde puede pasar lo que sea. Aquí Warhol hace igual pero sabiendo muy bien que vamos a ver la desaparición del Empire State Building en la oscuridad, en 8 horas. Lo mismo, pero en un grado más indeterminado, sucede en la extraordinaria Henry Geldzahler: no es solo un tipo sentado frente a la cámara; es que ¡qué tipo! A Warhol no podía darle igual la persona, y elige a un carácter histriónico y sobrio a la vez, juguetón y cómico, que hace imposible que nadie con dos ojos pueda aburrirse viendo la película. Warhol no puede saber qué cosas hará exactamente Geldzahler, pero sabe cómo las hará, puede imaginar qué ofrecerá a la cámara.
    3- Desaparición del Empire State Building. Es decir: movimiento. Un movimiento en tres fases: día, noche con luz, noche absoluta. Un movimiento con dos pasos, el encenderse y apagarse de unos focos, separados por unas seis horas. La película respeta la duración real, tanto que hasta la incrementa para convertirla en protagonista. Una duración tan basta puede verse como una adecuación al sujeto filmado: algo tan grande, ¿filmado durante 90 minutos? El Empire State lleva décadas allí, “viendo pasar el tiempo”, que cantaban aquellos. Si queremos verlo, hay que hacerlo con ese tiempo, y una duración excesiva lo hará de verdad sensible. Sin embargo, a la vez Warhol no nos da una película en la que el edificio se afirma orgulloso, pétreo en el mundo que pasa, sino uno tan móvil como el tiempo mismo, que se enciende primero al llegar la noche, pero pasadas las horas, ya en la madrugada, se apaga y le deja la palabra a ésta. ¿Primer aviso del Warhol interesado por la muerte? Quizás. O uno que, al contrario que el pintor, contempla sus iconos en el tiempo, los ve vivir y pasar, y decide fijarlos en ese transcurso, no a pesar de él, sino con él (atención al lío: fijar en, y con, el transcurso. Porque no se trata de salvar a las cosas de su naturaleza temporal, la gran obsesión cinéfila, sino de llevarse también el tiempo, constituyente inseparable del objeto), por mínimo e imperceptible que sea. Esto acaso pueda iluminar en algo el por qué de las obras pictóricas en serie pero distintas entre sí.
    4- En parte tengo la sensación de no haber visto la película. Si Warhol la concibió para proyectarse en 16 f/s, ¿qué he visto yo, que la he conocido en 18? Si en los 70 se pasó de 16 a 18 para evitar el parpadeo (esto es: la presencia sensible del proyector en la imagen, algo que también interesaba mucho a Brakhage), estaría bien saber qué me pierdo con él. Encontraría, creo, que me pierdo la experiencia de una imagen y un tiempo clara y visiblemente construidos, de una realidad radicalmente modificada, y ello sin montaje, sin movimiento de cámara, etc., sino con el simple movimiento. Y no me hace falta imaginar mucho esto: por alguna razón, la imagen inicial, durante bastantes minutos, parpadeaba levemente, y esto lo pienso recordando aquello.
    5- Y esto lleva a: Warhol no hace cine conceptual (¿quién cojones hace cine conceptual?, que me lo traigan acá, que quiero saber cómo se hace eso), hace cine “experiencial”, por usar un palabro al uso. Y tampoco hace un discurso sobre la modificación cinematográfica del tiempo, sino que habilita una experiencia para convertir esa modificación en vivencia, y que el menor número de elementos posibles se interpongan. ¿Alguien me dice qué concepto, o conceptos, pone en imágenes Warhol en esta película? Y si alguien es capaz de decírmelo, ¿puede asegurarme que la película es esos conceptos, que no los sobrepasa y supera en el vuelo de su experiencia, esa pedazo de experiencia de nada más y nada menos que 8 horas de duración?
    Como he dicho, estos son meros pensamientos lanzados a vuelapluma, en los pocos instantes de ociosidad que he tenido desde la proyección, y que quedan pendientes de un deseable desarrollo futuro. Warhol está pendiente de una recuperación que el elitismo artístico que, como tantas cosas (la derecha, sin ir más lejos, y diría yo que de hecho van muy juntos), ha regresado con tanta fuerza en las últimas décadas, tratará de hacer inviable y ridícula. Hablar de esto en cine encima es más grave porque sus castas sacerdotales son más dogmáticas y conservadoras que cualquier otra. Por acabar de alguna manera, diré que estas castas, de grupos variados pero siempre infames por una u otra razón, suelen coincidir en la denostación de aquellos cineastas llamados “experimentales" -por lo general de forma peyorativa- y que florecieron abundantemente en los EE.UU. de los años sesenta. Para mí, en cambio, estos cineastas, gente como Brakhage (acaso el mejor, a tenor de Dog Star Man), Jacobs, Mekas, Snow o los dos Smith (Jack y Harry) han hecho gran parte del mejor cine conocido (pero no diré que el único bueno, y mucho menos que el único válido). En cualquier caso, se trata de los escasos cineastas que se preocuparon primariamente de hacer cine, y no de contar historias, prioridad absoluta de casi la totalidad del cine que se ha hecho. Todos ellos admiraron a Warhol y le atendieron como un gran creador cinematográfico, uno de los más importantes del momento. Esto no debe servir para defenderle, pero sí para recordar que hubo grandes y muy serios autores que le tuvieron por otro grande y mostrar al menos un respeto y una curiosidad con cuya falta me encuentro continuamente al hablar de Warhol y, más concretamente, de Empire. Pero lo importante no es esto, que es una tontería: el trabajo de un amante del cine, si lo que le gusta es de verdad el cine, es ver las películas y no decidir si son válidas -mucho menos si le gustan- en atención a su idea del cine o del arte o de la puesta en escena, sino tratar de comprender aquello que se le presenta, ya sea Ford, Warhol, o los putos Wachovsky, en la medida de sus capacidades. Si autores como Mondrian o Malevitch- ¡o el propio Warhol!- son respetados en pintura, no veo por qué Warhol no puede ser al menos atendido y estudiado con seriedad por la teoría y crítica cinematográfica. Si lo que gusta es el cine hay que atender a todo. Si no, solo os gusta el cine que os gusta.