miércoles, 28 de febrero de 2007


28-II-07

Ignoro si no se deberá al transfer a 35 (por mala que sea la cámara, no es normal que una imagen digital se vea así, ¿o no?), pero en la última película de David Lynch, “Inland Empire”, los planos generales no se ven bien. Habitualmente, en un plano de conjunto los rostros no se ven con mucha nitidez. Por las cámaras digitales que yo he usado, advierto que los planos cercanos tienen una mayor capacidad de definición que los más amplios (las cámaras que yo he usado, eso sí, no son muy buenas), pero no llega a ser tan diferente. Sea por lo que sea, este hecho tiene la virtud de subrayar lo que viene a ser una característica fundamental de Lynch, y particularmente del último (el que arranca a partir de “Twin Peaks. Fire walk with me”): es un cineasta de primeros planos. Siempre le ha gustado mirar de cerca las cosas, pero desde hace unos quince años le gusta, sobre todo, acercarse mucho a los rostros. Aventuro un inicio de la obsesión: Laura Palmer. Su rostro ofrece a la vez una máxima transparencia y una gran opacidad. Un rostro paradójico: ofrece la absolutización de la emoción que tanto gusta a Lynch, el sentimiento sin rincones, sin esquinas, claro, franco y directo (obsérvese, para verificar esto, el capítulo piloto de “Twin Peaks”: contra lo que algunos, recuerdo, han dicho, no hay ironía alguna en los frecuentísimos arranques de llanto que se dan en su transcurso, sino una simple emoción ante un suceso increíble e inesperado; el suceso tiene mil esquinas, como veremos, pero la emoción que surge ante la noticia del crimen, no: realmente a todos les afecta, lo que creo que les cuesta a muchos es aceptar a un director que muestra a gente llorando por otra y haciéndolo sin segundas intenciones, es decir, sin egoísmo, sin hipocresía… igual que el irónico y satisfecho de sí mismo Michael Moore se queda sin palabras ante el repentino llanto de un vendedor de casas al que, unos segundos atrás, estaba vacilando, en “Bowling for Columbine”), y a la vez la opacidad de una interioridad inalcanzable, de un infinito inasimilable lleno de secretos, rincones oscuros, ambiciones, miedos, esperanzas, heridas, contradicciones… no es raro que Sheryl Lee tiemble tanto en la película, como más tarde hará, más o menos, Naomi Watts al escuchar a Rebekah del Río (llamada, por cierto, “la llorona de los ángeles”). Gran parte de “Twin Peaks” y, desde luego, la película al completo, puede entenderse como el intento de descifrar un primer plano, o mejor, dos: el rostro de Laura Palmer, muerto, una vez se retira el plástico que lo cubre, y el que está enmarcado en el centro de la vitrina de su instituto, pues Laura Palmer era, no lo olvidemos, la reina del baile. La claridad del rostro de Palmer en esta segunda imagen, su sencillez, su belleza discreta, la limpieza de su rostro, su cabello rubio y recogido, permitiendo así admirar en toda su plenitud la piel del cuello… contrasta con esa piel grisácea, esos labios azules, ese cabello muerto, toda la vida acabada y envuelta en plástico.
Es el inicio de una etapa, en la carrera de Lynch, en la que comenzará a centrarse en los enigmáticos conflictos interiores de sus protagonistas. Y el primer plano, como lo era en Bergman, es fundamental en ello. El descubrimiento del rostro como paisaje, más que como máscara (y como paisaje, diríamos, lleno de pistas: por ejemplo, véase cómo el agente Cooper consigue ver, en uno de los ojos de Laura Palmer, una pista que le llevará a dar con el novio secreto de Laura, James Hurley: el reflejo de una motocicleta). Así Lynch, que antes buscaba el primer plano en los momentos de mayor drama, ahora, sin que desaparezca esto (el primero de los innumerables primeros planos de “Inland Empire” corresponde, precisamente, a una mujer llorando), también acude al rostro en momentos más neutros, por así decirlo, que aquellos otros: hablando por teléfono, fumando, mirando algo o a alguien, etc. El rostro ya no como índice de una emoción, sino de un enigma, de un misterio, algo secreto. La obsesión por las texturas de Lynch (incluso por las texturas sonoras: por poner un ejemplo, es de los pocos directores que cuidan el sonido hasta el punto de que se oiga el rozar de las ropas contra los cuerpos) tiene una relación con esto: convierte las superficies no en neutralidades, sino en entes con una presencia, incluso con una identidad (hablando ligeramente). Absolutamente opacas, por tanto, pues realmente tienen algo que oponer a una mirada que está acostumbrada a obviarlas (ejemplo claro es el uso de los cristales en “Inland Empire”: casi siempre enfocados con privilegio frente a lo que se ve a través de ellos). El rostro opone su materialidad inacabable, acrecentada por una detallista fotografía. No opone su identidad, por ejemplo, porque es precisamente esta la que acostumbra a ponerse en cuestión en las últimas películas de Lynch. Así, de este modo, confluyen en el rostro corrientes diversas, frecuentemente opuestas, que crean una tensión, digamos, interpretativa: podemos tener la emoción de ese rostro, pero en las determinaciones causales nos faltan piezas, o son demasiadas, sus conexiones pueden ser muchas, etc. Es lo que sucede con Laura Palmer: el final de cada capítulo nos devolvía a esa imagen de la Laura reina del baile, para que lo pusiésemos en contacto con cada nuevo descubrimiento: la adicción a las drogas, la prostitución, etc. Y según el rostro se iba haciendo más y más profundo, más grande era sin embargo su enigma… que, yo diría, era su vida misma. El rostro, en última instancia, le permite a Lynch ofrecer al mismo tiempo las dos dimensiones de la vida: la exterior, la de las superficies, los volúmenes y las texturas, y la interior, la de los sentimientos, las emociones, los pensamientos, ideas, los secretos… Y hacerlo poniendo en íntima relación los dos, más aún: identificándolas. El rostro es el mundo total.
He dicho antes que Lynch descubre el rostro como paisaje, ya no como máscara. Lo cierto es que todo primer plano cuestiona la máscara (piénsese en el de “El gran dictador” que filma al protagonista suplantando al dictador en su gran discurso, y del que André Bazin dijo “el mofletudo rostro de Charlot desaparecía poco a poco, corroído por los matices de la película pancromática, traicionado por la proximidad de la cámara y aumentado aún más por la “gran pantalla”. Debajo, como en sobreimpresión, aparecía la cara de un hombre envejecido, cruzada por algunas amargas arrugas, y con manchas blancas atravesando su cabello: la cara de Charles Spencer Chaplin”), pero se dan aquí dos primeros planos absolutamente terribles, que consisten precisamente en una conversión del rostro en máscara. El primero consiste en Laura Dern avanzando a cámara. En principio, ella está lejos, y su rostro no se ve. Según va acercándose, lentamente, por un camino solitario en lo que parece ser un bosque, de noche, uno advierte que su cara está congelada en un rictus extraño, una suerte de sonrisa demoníaca e histérica. Cuando se llega a apreciar este gesto, la imagen se acelera, el rostro llega a primer plano en apenas un segundo y la pantalla se ilumina. El segundo es peor aún, y más complejo: tras disparar a un hombre, el rostro de este se transforma en una diabólica cara de payaso. El gesto está petrificado en una sonrisa, y logrado a medias entre la gestualidad del actor y una manipulación de la imagen (creo). Supone la primera aparición en la película de un efecto así, y la agresividad de la transformación (dada por simple plano-contraplano, como el milagro del leproso en “El evangelio según San Mateo” de Pasolini), unida a una posible tardanza del espectador en aprehender ese rostro, motivada en gran parte por la extrañeza del trucaje en la, digamos, “paleta” de texturas del film, rostro que escapa a todo lo visto hasta el momento, hacen de esta imagen una de las más inquietantes y desestabilizadoras del cine de Lynch. Por no hablar de lo que sigue, de la siguiente metamorfosis del rostro (y que en cierto modo equivaldría, creo, a la del bebé de “Cabeza borradora” tras ser destripado por su padre). En definitiva, creo que las máscaras son casi siempre terribles en Lynch. Pienso en Frank Booth, en el hombre elefante, sepultado bajo una, en los dos únicos polos de expresión del rostro de Dick Laurent, en los ojos de Leland Palmer una vez forma parte de la Casa Roja. Aunque también es cierto que en algunos casos la máscara es ambigua, y solo es terrible en la medida en que el personaje afectado no sabe hacerse cargo de lo que se le descubre; pienso, evidentemente, en el hombre extraño de “Carretera perdida”.
Pero en fin, ¡yo no quería hablar de esto! Lo que yo pretendía era señalar que la indefinición de los planos generales de “Inland Empire” subraya aún más si cabe la importancia de sus primeros planos, en los cuales la imagen se hace precisa e indefinida (si bien desenfoca muy ligeramente el rostro de Grace Zabriskie y los de otros actores, Dern incluida, en otros momentos). El primer plano es como la casa del ojo, allí donde funciona bien, donde puede ver a gusto. Y de hecho, aunque luego resulte que todo es cosa del tranfer a 35, lo cierto es que los planos generales en esta película sirven sobre todo para dejar desvalidos a los personajes en unos espacios que les sobrepasan (véanse los que hay en la escena con G. Zabriskie) o mostrar lo artificial de ciertas situaciones (la posición física de Jeremy Irons en su primera aparición), lo cual no va, por otro lado, en absoluto en contradicción con el otro elemento. Pero, si no es cosa del transfer (y, en las cámaras que yo he utilizado, desde luego los primeros planos se ven mucho mejor que los generales), entonces Lynch ha encontrado un elemento que le permite privilegiar los primeros planos provocando un incremento de la atención sobre ellos, al dar a los ojos una posibilidad de precisión en la mirada que el resto de planos no les da. Y, consecuentemente, todas las variaciones (de encuadre, ángulo, enfoque…) que se den en estos planos recibirán una atención, una importancia, mucho mayor de la que tienen en otras películas, donde el primer plano solo consiste en una amplificación de cierto elemento emocional. Tan importante como la expresividad de su rostro es la textura de los labios, en la primera aparición de Julia Ormond, por ejemplo. Tienen una textura fina y a la vez seca que dan la medida del personaje tanto como sus palabras, sus actos o sus gestos (desde luego, no en grado menor). De hecho, en la escena en que abofetea a L. Dern, Lynch evita sistemáticamente filmar un primer plano de J. Ormond, prefiriendo tomas más amplias, que simplemente recojan la expresión de su rostro (sin que, al mostrar éste más en detalle, aparezca algo que desestabilice la imagen de poder y seguridad que tiene que tener en esa escena), perplejo primero y furioso después, sus movimientos seguros en un espacio que claramente le pertenece… Los personajes cuestionados, por así decirlo, el de la “chica perdida” (así se la nombra en los créditos) y el de Laura Dern, son en cambio continuamente mostrados en primer plano. En el segundo caso, el abanico es amplísimo, tanto en los grados de aproximación como de enfoque, etc. Es el personaje central (en último término, no lo es argumentalmente, pero esa es otra historia), que será sacudido de múltiples maneras, y todas ellas han de ser visibles en su rostro. Así, Lynch me recuerda un poco a esa otra apoteosis del primer plano, “La pasión de Juana de Arco”, de Dreyer, donde esa pasión es encarnada en cada mínima vibración del rostro de su protagonista… que es contrapuesto a las pieles grisáceas, arrugadas y con verrugas de sus jueces y carceleros. El centro de este film son los primeros planos y es a partir de ellos y en relación con ellos que todo se gesta y ha de analizarse. Es la columna vertebral de su puesta en escena. Pero en cierta manera podríamos llamar minimalista a Dreyer, porque su plan funciona a partir de la congelación del rostro de Juana en ciertas características (piel clara, muy blanca y lisa, grandes ojos, mirada extasiada hacia arriba…), mientras que Lynch no congela nada, antes bien, los rostros de sus personajes están en un continuo movimiento, una interminable zozobra, que llega a veces a los extremos de crear personajes distintos en idénticos cuerpos. Ciertamente, nada más lejos de Dreyer. Nada de un núcleo inmóvil en base al cual evaluar los movimientos. No, en cambio un movimiento constante, con variaciones en ocasiones radicales, que el primer plano permite observar con un mayor detalle que el que permite otro tipo de planos. Variaciones en el encuadre pueden reflejar presencia de otros puntos de vista, apariciones de nuevos elementos en escena; cambios en el encuadre pueden obedecer a una importancia o intrascendencia del espacio; movimientos de enfoque pueden representar procesos de atención, de descubrimiento, o zozobra. Por decirlo superficialmente, claro (y rápidamente, sobre todo: por dios, esto es un blog, no me apetece ponerme a traer secuencias concretas para cada caso). Y por no nombrar los cambios en los rostros mismos: maquillaje o no, tipos de maquillaje, magulladuras o imperfecciones, iluminación… La historia del primer plano es, en fin, larga, y aún hay que ver si Lynch la añade algo nuevo, pero lo que creo seguro es que pertenece a la parte luminosa de esta historia, a la de los que utilizaron estos planos para hacer algo, cine, y no para que otros (los actores) les hiciesen su trabajo.