domingo, 11 de noviembre de 2007

De Bresson, dramaturgia y arte dramático

Como mi verano ha sido bastante desordenado, y encima después de él vienen los exámenes (y después...), este blog ha quedado bastante dormido. No será la última vez, pero creo que habrá que poner algo para que las multitudes no dejen de visitar este modesto lugar, a ver qué cuenta el bueno de Rubén, y me den por muerto al no encontrar nada. Y los cuentecillos supongo que no valen, ¿no? Así, como ando un poco corto de ideas y de concentración últimamente, vayan aquí estas reflexiones que tuve hace unos días, mientras me preparaba las tostadas del desayuno, antes de marchar, fatalmente, a la primera clase del curso. El sujeto es: Robert Bresson.
Hace ya unos años, en la época del estreno de En construcción, José Luis Guerín, en una entrevista, decía sentir un interés especial por los cineastas “dogmáticos”. Nunca había pensado en algo tal como unos cineastas dogmáticos, pero inmediatamente, como la expresión no me parece desacertada, identifiqué algunos nombres, aparte de los que da Guerín (Bresson y Ozu) ¡Ah, encontré la revista! Letras de cine, nº 6, 2002, pags. 72-73: “los grandes cineastas, los que más admiro, son precisamente los que tienen una práctica fundamentalista y absolutamente dogmática, sin la necesidad de escribir y hacer públicos esos dogmas con la excepción del propio Bresson”. Evidentemente, para cineasta dogmático, fundamentalista, nadie como él: ya todos parecemos haber tomado felizmente la expresión “sistema Bresson” desde su uso por parte de Zunzunegui en su monográfico, y es lógico: se percibe en sus películas por un lado, y se reconstruye perfectamente en sus tan poéticas y amplias Notas sobre el cinematógrafo. El adjetivo “fundamentalista” tampoco le es ajeno en tanto hacía de menos a todo el resto de la producción cinematográfica (o a casi toda: tengo entendido que por ejemplo le gustaba Flesh, de Paul Morrisey), pero es un fundamentalista interesante y simpático por sus razones: porque lo es, básicamente, debido a su proyecto de realizar cine y solo cine, al entender que los demás no lo hacen, o que hacen uno bastardo, enfangado en la influencia de las demás artes, que no se ha buscado cuáles son los medios y el lenguaje propios del cine, que es lo que hay que hacer, y realizar cine con ellos y solo con ellos. Su sistema, por tanto, proviene de su reflexión sobre lo que es específico del arte que practica. En la búsqueda de esta especificidad, advierte la invasión de las otras artes y, para alcanzar la pureza, decide eliminar su influencia absolutamente, lo que supone reducir considerablemente, o prescindir del todo, de medios a los que sus colegas de profesión recurren de forma sistemática, siendo particularmente llamativos dos: música e interpretación.
Respecto a la música, poco que decir. Estoy absolutamente de acuerdo, pero ya sabemos que, de todos sus principios, la eliminación de la música fue la que más tardó en llegar. Yo, haciéndome las tostadas, encontré una posible razón: no existe otra manera de hacer presente a Dios en el cine. Si crees en Dios, lo verás en todas partes, de los árboles a (sí) las tostadas, pero, si no, o filmas a un señor con barba echando a Eva y Adán del paraíso o pones música. Así tiene que hacer Tarkovski, por ejemplo, en el último plano de Sacrificio: es infame que luego hable de la ambigüedad de la película, que no lo es tanto toda vez que el árbol desnudo recortado frente a las aguas es visto mientras se escucha la Pasión según San Mateo, nada menos (no recuerdo ahora si era esa la obra, pero sí que era Bach). Vamos, si pusiese a Megadeth, o nada, acordaremos que sería otra cosa. Así pasa a Bresson, sobre todo en Pickpocket: lo profano del tema, bastante novedoso en ese momento de su obra, le empuja a usar un montón de música (en comparación, claro está, con el resto de esta obra, no con lo acostumbrado en el cine convencional), que dignifique el material, que lo eleve, por así decirlo. Si encontráis otra justificación para tanta música, decídmelo (de verdad, decídmelo, este asunto me interesa mucho). En El proceso de Juana de Arco no hay una sola nota de música hasta el final, en cambio: no es necesario, ¡es Juana de Arco, por Dios! Yo aventuraría, de hecho, que ese interesante paso de un mundo lleno de gracia a otro donde el que manda es, probablemente, el diablo, viene marcado por el abandono de la música. Perdida esa dimensión sagrada que tan bien permitía dar al mundo su uso, quedan solo el ruido y el silencio, y eso, para una mente religiosa como la de Bresson (me da igual si creía en Dios, era católico o lo que sea, porque no hace falta para ser religioso), da vía libre a todo lo terrible, a su expresión ahora libre e imparable. La música, en cambio, aun cuando no elimine la ambigüedad, la dirige hacia un lado más que otro: pensad en el vaso que se mueve al final de Stalker, y cómo sería con Bach en la banda sonora en vez del ruido del tren, o, sin ir más lejos, pensad Pickpocket sin música en absoluto (tomadlo como unos deberes, y contadme el resultado en los comentarios).
Respecto a la interpretación, Bresson la toma como intrusión del teatro. Pero hay que precisar, porque esto no me parece correcto: si hay actor, hay teatro, pero si hay teatro no tiene obligatoriamente que haber actor. Lo específico del teatro es la realización de una acción en un espacio tridimensional (digo lo de acción algo rápido, me parece: ¿hay teatro sin acción?, ¿un teatro sin acción no sería una instalación?, ¿es una instalación teatro?, ¿importa?). Pero las acciones las pueden realizar actores, o no. En el escenario, de hecho, no tiene por qué haber un solo ser humano. Los actores aparecen en el teatro, de acuerdo, pero eso es mera contingencia histórica, el arte dramático es más bien un arte cuyo objeto es el cuerpo de una persona, cuerpo que, al ser tridimensional y ocupar un espacio, se hace automáticamente arte teatral. Pero es evidente que hacer arte dramático, estudiarlo, por ejemplo, no es estudiar teatro. Así, no creo que sea invasión del teatro utilizar actores. Lo que sí es es invasión del arte dramático, por lo que la conclusión de no usar actores me sigue pareciendo correcta, de acuerdo con los principios establecidos: no aceptar intrusiones de otras artes (porque el arte dramático es un arte y, como he dicho, uno con medios propios, pero que se solapan frecuentemente al teatro).
Además, si se observan las películas y se leen los textos, se observa que Bresson elimina también con el actor otra intrusión, no de un arte, sino de la psicología, o, como matizaría Rohmer, del psicologismo, concretamente la construcción de personajes mediante el enlace de mecanismos psicológicos causales y lineales, que permitan la eliminación de lo enigmático, la sorpresa, el azar..., lo cual afecta enormemente, claro está, a la dramaturgia de los guiones, al carecer de la presencia de las tan clásicas motivaciones, antecedentes emocionales, etc. Como ya advirtió Artaud principalmente respecto del teatro, la psicología ha invadido el arte, convirtiendo todas las formas en meros aledaños de un discurso sobre la interioridad de los seres humanos (una interioridad, por cierto, infame). Bresson, ante todo, no quiere vender: no quiere vendernos la complejidad de x personaje sino mostrarla, que la advirtamos a través únicamente de los medios de su arte, es decir, no sirviéndose del arte dramático para ello. Porque, cuando una cámara filma a un actor, no filma al personaje, ni su sufrimiento ni su alegría: filma la performance de ese actor encarnando la reacción de un personaje, o lo que corresponda. En cine, el actor no es el lugar de la emoción, sino su muerte.
Pero a mi juicio hay algo que sí es un fallo grave en la reflexión bressoniana, y que inhabilita a Bresson como el cineasta “puro” que creo él se pretende (dejo para otro momento la reflexión sobre la pertinencia e implicaciones de la búsqueda de la pureza, tan denostada, por ejemplo, por Enrique Morente con frases como “la pureza, pa los nazis”): la eliminación de la influencia de otras artes no es completa. Esto acaso sea polémico, pero Bresson nunca se plantea no contar historias, y en eso se deja dominar por un arte que nunca oigo tener en cuenta como tal, y eso porque es, a mi juicio, lo que yo llamo un arte parasitario: la dramaturgia.
La dramaturgia es el arte de contar historias. Acaso su objeto inicial fuese la narración oral, pero el caso es que con el tiempo este arte ha ido invadiendo los objetos de otras artes (por ello lo llamo parasitario): teatro, literatura, cómic, cine, y haciéndolo de una forma tan violenta que para muchos no hay ninguna de estas artes si sus objetos no cuentan una historia, esto es: se pliegan al objeto dramatúrgico, la narración. Pero contar una historia es como componer música o pintar un cuadro, tiene sus reglas, sus técnicas, sus leyes, como las demás artes, y prácticamente no varían, ya hablemos de películas, novelas o lo que sea. Pues bien, Bresson ha dado por hecho que el cine puro tiene que contar una historia. ¿Por qué? ¿En base a qué argumento la narración de una historia es consustancial a la práctica cinematográfica, en virtud de qué le es específica? Para mí, está claro que en base a nada (retadme). Por eso el camino a la pureza de Bresson está cortado de raíz, porque solo le habría hecho falta prescindir también de la dramaturgia. Y no es que le faltasen en la época ejemplos de autores que lo hicieron. Muchos abstractos, experimentales o vanguardistas, o como queráis llamarlos, precisamente toda esa otra tradición ignorada o insultada por casi toda la cinefilia.
Pero concentrémonos en la dramaturgia. Este arte es la guía y norte de occidente, creadora de una visión y concepción del mundo tenida como verdadera en virtud de su coherencia, armonía y equilibrio ya desde tiempos de Aristóteles: dicta las normas de verosimilitud, los principios de normalidad, de ordenamiento correcto de los acontecimientos, enlaces psicológicos, emocionales, etc. La psicología es de hecho heredera de la dramaturgia, es posterior a ella y su aparición la rescata de las revoluciones vanguardistas: concibe al ser humano como una narración en sí mismo, aplica a la vida y no ya al arte las reglas narrativas. La dramaturgia concibe el mundo como un continuo, trae orden y armonía al campo imprevisible del acontecimiento permitiendo ubicarlo en líneas adecuadas para su comprensión. Afirma un mundo coherente donde determinadas acciones se siguen de forma lineal y lógica, desde un planteamiento inicial hasta una conclusión coherente con éste. Ciertas normas pueden cambiar según las épocas, pero este espíritu no lo hace nunca. Bresson, por su lado, es un heterodoxo leve en la historia de la dramaturgia, pues la opacidad de sus personajes nos deja desnudos ante todo posible cambio (como el que tan impactantemente acontece en el protagonista de El dinero), afirmando un mundo que es fundamentalmente enigmático y misterioso, mientras que la dramaturgia habilita reglas para la normalización de toda historia, de todo universo posible, ya sea “realista” o “fantástico”; y en esto curiosamente se une con alguien tan ajeno como Cassavettes (en cierto modo, otro cineasta dogmático): rompe con la dramaturgia más común, más habitual, a fuerza de mantenerse fiel a los dictados de su convencimiento de cómo debe ejecutarse su arte (una de las diferencias es que para Cassavettes lo importante es para qué debe servir el cine; para Bresson, esto no puede saberse hasta que no se haga, de hecho, cine, es decir, hasta que se haga cine y no cine-música, cine-teatro, etc.; es entonces que veremos qué es lo que puede), y tiene gran parte del centro de esa ruptura (por eso traigo aquí a Cassavettes en vez de a otro) en la concepción de cuál ha de ser el lugar del actor en el film, su concepto de trabajo y método actoral (en los dos casos tan distintos, pero en los dos tan fundamentales). Porque, en una época en que el arte empezaba a pelearse con la dramaturgia, retorcerla hasta casi destruirla, el arte dramático vino a rescatarla, con la asistencia militar de la psiquiatría: contra el azar, contra la sorpresa, contra la disonancia, contra lo desconocido. Prescindir del arte dramático obliga a Bresson a hacerlo del principal elemento en el que todo director se apoya para hacer comprensibles las sutilezas del comportamiento de sus personajes, y dar con ello un orden legible a los acontecimientos. Eliminada la gestualidad, la mímica como él la llama, Bresson hubiera debido acudir al texto si quiere hacer transparente la interioridad de sus personajes. Pero hay que procurar agotar todo lo decible mediante la imagen y el silencio, si establecemos que el cine se produce poniendo en relación sonidos e imágenes. Y Bresson encuentra que lo que logra decir con esos elementos es bastante. Por esto es tan acertado que Zunzunegui le llame materialista: solo existe lo visible y audible, y lo que estos, y solo estos, convocan. Pero también hay que recordar que el materialismo (pensemos en Spinoza, Marx, Deleuze) es enemigo no tanto del idealismo (que también) como del humanismo. Queda ante nosotros un lugar donde la vida no es el resultado (solo) de las acciones y motivaciones de los hombres, hermanadas en Bresson al mundo de los objetos, los acontecimientos sociales, históricos, naturales... Un mundo movilizado únicamente mediante el rigor de una puesta en escena, donde el núcleo de la emoción no es el rostro de un actor (Guerín señala acertadamente esto en los extras de Lancelot du Lac).
El arte dramático fue, en el siglo XX, el gran defensor de la teoría clásica del libre albedrío, de la libertad de la voluntad: a través de su exigencia de buscar siempre la coherencia psicológica en el personaje para construirlo (precisamente una de las cosas más evitadas por Cassavettes, que no quería ni oír hablar de las sacrosantas motivaciones), la coherencia interior lograda a través de un encadenamiento lógico de motivaciones que conducen a acciones determinadas, que a su vez expliquen por qué ante ciertos estímulos suceden ciertas respuestas (así, la identificación en la dramaturgia funciona como la prueba de una teoría en ciencia, comprobando si podemos pronosticar resultados; el público se identifica con un personaje si puede prever sus comportamientos, por eso inicialmente el star system se basaba en estrellas que, a más fama, procuraban mantener una identidad constante no ya dentro de una película, sino en todas: esto aseguraba la identificación necesaria para el éxito de taquilla en una serie completa de películas), lo que se defiende es una cierta idea del ser humano y de la personalidad, como una unidad coherente y bastante cerrada en su funcionamiento, amén de previsible. Por muy torturado que esté el sujeto, hay sujeto, uno fuerte, claro, unívoco. Si no, es que es esquizofrénico, neurótico... La exigencia de tantos actores, sobre todo a partir del triunfo del Actor´s Studio, de tener un papel cada vez más importante en las películas, en su producción tanto como en la creación de caracteres cada vez más diabólicamente complejos en su psicología, siempre expuesta al aire en todos sus costados, conllevaba también la atribución a los hombres de una posición central en el universo: así como Artaud denunciaba que el texto había invadido el teatro eliminando la importancia fundamental de la puesta en escena, aquí podemos hablar no de la literatura contra el teatro, sino del arte dramático contra el cine: el actor, centro del plano, eje del montaje, línea del discurso. Todos los que han tratado en cambio de mostrar que el hombre y la mujer son unos elementos más en un mundo que no depende de su existencia para continuar (y eso como mínimo y por hablar rápido, porque el asunto es mucho más gordo), han tenido que tratar al arte dramático de una forma contraria a los métodos habituales: Brecht, Godard, Bresson... En las Notas sobre el cinematógrafo de este último, es factible leer no solo uno de los mejores textos escritos sobre el cine, sino una riquísima reflexión sobre el arte dramático, su funcionamiento, su relación con la psicología y la sociedad, y las implicaciones artísticas, intelectuales y espirituales de su abandono, para Bresson a todas luces positivas.