viernes, 24 de agosto de 2007

(escrito el 8-VII-04)

La acompañé a tomar el autobús y, como vivía cerca, la invité a casa. En mi habitación, nos besamos por primera vez. Después, en el parque, nuestros siguientes besos coincidieron con el atardecer. Mientras comenzaba apenas a aprender su sabor, acariciaba sus hombros desnudos sintiendo casi en los dedos su color dorado. El templo de Debod, el Palacio de Bailén y la Casa de Campo, formando un triángulo, cerraban una trampa funesta que imperceptiblemente nos digería, tiñendo nuestras salivas de un negro ponzoñoso que habría de pudrirnos, lentamente, por dentro.

martes, 14 de agosto de 2007

Más acerca del pulso y la cámara en mano

Como desde la publicación de la anterior entrada he recibido cientos de cartas, mails y llamadas telefónicas a las cuatro de la madrugada instándome a escribir algo más sobre aquel tema, quisiera proseguir algunas de las cosas dichas más abajo acerca de la cámara en mano y el pulso, hablando de su presencia en la película Arrebato y en cierto cine pornográfico (particularmente, el gonzo).

Fue pretendiendo escribir un texto sobre la película de Zulueta, intentando poner en orden impresiones, sentimientos y reflexiones, que me encontré con el pulso. Pedro P. hace significativa referencia a él tras el regalo de José Sirgado (“ya no tenía que confiar en mi pulso”), y se opone a la pausa, “el talón de Aquiles, el punto de fuga, nuestra única oportunidad”. Hace muchos años, cuando descubrí esta película, tengo que reconocer que la adoraba a pesar de no entender gran cosa en ella. Años más tarde, empecé a abrirme camino en sus problemas. Por ejemplo, yo no entendía qué provocaba los espasmos de Pedro P. al ver sus filmaciones en Super-8, y ahora lo veo tan claro... Basta observar el contraste con las imágenes que obtiene tras el regalo del personaje de Eusebio Poncela, Sirgado. El problema es el pulso, precisamente. Las imágenes que filma Pedro P. no le devuelven otra cosa que su propio cuerpo, precisamente lo que él quiere olvidar, perder (introduzcan aquí, si lo desean, el tema de la fantasía y el complejo de Peter Pan): árboles y cielos que se mueven, temblor, un continuo latir del cuerpo que hace imposible mirar fijamente algo, que imposibilita la contemplación (imágenes muy similares a las de los films de J. Mekas, donde los ojos apenas pueden detenerse en nada). El trabajo como cineasta de Pedro P. consiste precisamente en querer hacer, realmente, cine, esto es, cine y nada más, la máquina y nada más que la máquina, su mirada y ninguna más. Pero he aquí que filma y solo se ve a sí mismo, el imperfecto movimiento de su cuerpo. Para lograr sus objetivos, debe librarse del pulso, para quedar al fin “colgado en la pausa... arrebatado”.

El regalo de Sirgado le posibilita dar el paso necesario hacia la separación entre la cámara y su cuerpo, y relegar el papel del director a la del seleccionador de objetos a filmar, Renfield del cinematógrafo. La liberación del pulso es absoluta: parte lo hace el trípode, evidentemente, pero el nuevo aparato permite que la cámara cree su propia temporalidad y produzca las imágenes que solo ella puede producir. Solo el cine, esto es fundamental. Pedro P. es un auténtico amante del cine: quiere el mundo que solo él puede mostrar. El nuevo aparato permite un ritmo constante, uniforme, de filmación, que no depende del dedo del cámara (hay que recordar que el único fallo que Pedro P. reconoce en su “obra maestra” es un plano en el que la cámara trastabilla y produce una imagen zarandeada). La cámara, sola, filma a ese ritmo, y el resultado es una naturaleza que fluye a un ritmo imposible de captar a un ojo humano (en el sentido de que nuestros ojos no ven de esa manera). El resultado es un nuevo mundo, nuevos ritmos, una manifestación de lo otro. Así, Pedro P. sale por fin de su casa y viaja en busca de nuevos objetos que sean tocados y transformados por ese instrumento mágico. El cine por fin le ofrece la pretensión largamente ansiada de poder ver el mundo por segunda vez, a través de otros ojos.

Es curioso, a este respecto, que es al recibir el regalo que vemos imágenes filmadas con trípode. El regalo, sin embargo, no es el trípode: es como si Pedro P. lo hubiese descubierto o le hubiese servido solo en el momento en que el problema se resuelve del todo, es decir, que el movimiento de la cámara en sus manos era solo un síntoma del problema, y no el problema mismo. El problema no es la cámara en mano, sino propiamente el pulso, que puede estar presente aun filmando con una cámara fija. La cámara montada en el trípode solamente registraría una parcela del mundo tal como tiene lugar ante ella, seguiría siendo un mero apéndice de la realidad, cuando se trata en cambio de la realidad que la cámara puede crear, producir. Cierto tipo de cineasta espiritual, como Tarkovski, procuran generalmente huir del pulso: piensen en sus travellings ceremoniosos, que buscan más bien sumarse a la tierra, el agua, el cielo, el fuego, más que imponerles su mirada, adaptarse a su ritmo en vez de añadirles otro. Pienso también en los cineastas mayores del fantástico, Fisher, Browning, Mario Bava. Con frecuencia, en ellos el travelling tiene una suerte de autonomía que hace sensible lo invisible, y lo logra porque procede abstrayendo la imagen de su origen humano, de la mano, del cuerpo del hombre que filma (podríamos decir: hacen sensible lo invisible porque producen un invisible: el hombre invisible). Cuando la cámara comienza a moverse, no se sabe qué se mueve, se mueve algo, pero no alguien.

Las imágenes de las primeras “películas” de Pedro P. son, sin embargo, iguales a él, que filma. No es solo que sean imágenes de su vida, lo cual no tiene apenas importancia, sino que esas imágenes huelen, saben a él, solo le denotan a él. Podemos sumarle la alteración química inevitable en el proceso de registro, pero no es algo que le baste. Por ello, entenderá que su investigación ha triunfado en el momento en que es la cámara misma la que decide el inicio de la filmación, el ángulo y duración de la toma, y que la imagen comienza a absorber su propio cuerpo. Para Pedro P., el auténtico cineasta habrá triunfado en el momento en que él sea obra del cine, y no el cine obra de él. Es un amante del cine desaforado: no quiere hacerse grande gracias al cine, sino colaborar en lo posible a que el cine sea algo más grande. Y esto, sin duda, lo logra. Aunque haya que entregar el cuerpo para ello; el cuerpo, no la vida: vivirá la vida del cine mismo, dentro de él, parte de él (si el final de Arrebato es en cierto modo trágico, es porque esa vida cinematográfica final se da en un solo fotograma; uno solo, inmóviles en lo móvil; vivos en un fotograma, pero no en el cine, que para existir precisa, como mínimo, de dos).

El porno, obviamente, es otra historia. Además, quiero aquí referirme al porno “sin historia”, sin ficción dramática, esto es, al gonzo. Al porno dedicado a la simple filmación del sexo (¿quieren una justificación de la enorme dignidad del porno? Radica en que se enfrenta a un único objeto, de filmación más que complicada. Un único objeto, y difícil hasta la extenuación. No es extraño que las películas pornográficas sean usualmente malas: la extrema dificultad de su proyecto, máxime si encima carece de elementos dramáticos, como en el caso del gonzo, precisaría de un gran talento, un gran cerebro cinematográfico para conseguir el éxito). Mi problema es que no he visto demasiado aún, así que seré más bien general, y os remitiré, por ejemplo, a los vídeos de Asstrafic, Give me pink, etc. Simplemente vídeos de actrices, solas o acompañadas (de mayores). En estos vídeos el movimiento de cámara es continuo, y frecuentemente brusco. Ignoro si el director es el operador, pero es muy posible que sí. En cualquier caso, el protagonismo de la cámara es absoluto. Uno piensa en la calma y la atención con la que Gerard Damiano filmaba a Georgina Spelvin en su iniciación sexual en El diablo en la señorita Jones, o la primera felación de Linda Lovelace a Harry Reems en Garganta profunda (para mí, uno de los planos más importantes de la historia del cine, un día os cuento por qué), y se da cuenta de la distancia a este otro cine en el que no hay nada que contar de esa persona, solo que mirar, y en el que casi toda toma, todo ángulo, dura bastante poco, y la inmovilidad es para la mirada una ambición siempre irrealizada. También piensa en las filmaciones de un director que arranca, para mí, de la deriva final de la señorita Jones, Gregory Dark, cuyo modo de filmar se aproxima más a este cine, muy nervioso, ya bastante alejado de intereses narrativos, pero con unas mujeres voraces, ansiosas, exigentes, que hacen justo el nervio, la tensión, el movimiento de la filmación, y se da cuenta de que aquí, en el gonzo, el movimiento no viene del cuerpo filmado sino impuesto por otro lugar.

En este punto se hacen obligatorias unas breves consideraciones sobre el gonzo, que precisen un poco algo de lo dicho antes. ¿Cuál es la novedad, y la ambición, del gonzo, lo que hace de su proyecto uno de los más difíciles, y casi irrealizables, de la historia del cine? Pues esto: podríamos decir que el gonzo nace de un cuestionamiento de lo que venía siendo la historia del porno, sobre todo el norteamericano, en los años 80: sexo con esqueletos de historias, que ni contaba historias ni mostraba bien el sexo. Cine entregado, en realidad, a las performances de sus protagonistas: la calidad de una película porno era directamente proporcional a la de sus actrices. Si Ginger Lynn o Traci Lords son las actrices, la peli es buena, porque ellas lo son. Pues bien, ¿por qué no hacer esto de verdad, sin coartadas? Al porno se viene a ver sexo. ¿Para qué queremos estas historias, que por lo general ni son historias ni son nada? Si la novedad y lo específico del porno es ofrecer sexo explícito, ofrezcamos solo sexo explícito, y por fin sin coartadas, sin excusas: ofrezcamos sexo por el simple hecho de que queremos ver sexo, porque eso es lo que nos gusta, lo único que buscamos aquí. El gonzo es fruto de una industria y unos profesionales que se replantean su función y su historia, y deciden reescribirlo todo. Y, puede verse bien, y además ya lo he dicho antes, un proyecto extremadamente complicado: filmar sexo, y solo sexo. Otro día hablaré más del gonzo, del por qué de este giro y de sus consecuencias, pero aquí se trataba del pulso y la cámara en mano. Una vez eliminada la narración, el director quiere ver y solo ver, y el actor/actriz follar, y solo follar (y con frecuencia uno y otro son el mismo). Por tanto, se trata de ver follar. El problema: el interés es por el sexo, y no por el cine, lo que implica que el gusto por el sexo elimina las consideraciones cinematográficas, y el trabajo de articulación cinematográfica (que, habida cuenta la dificultad del material, debiera ser enormemente exhaustivo) es malo o inexistente. Como lo que me gusta no es el cine, es decir, la articulación cinematográfica de x elementos (el doble sentido ha sido involuntario, lo juro), sino el cuerpo de esta mujer, y por tanto lo que quiero es mirarlo, desde todos los ángulos y en todas las posturas, lo que haré será moverme alrededor de ella, filmarla desde todas partes, de lejos, de cerca, arriba, abajo, etc. Y esto, sin atenerme a organización cinematográfica alguna, sin articulación cinematográfica del cuerpo. De verdad: mirar, y solo mirar.

Pero la falta de un tipo de articulación no es la de todo tipo de articulación. Lo que tenemos es la obvia presencia de un cámara que filma, y que en no pocas ocasiones ordena desde su posición, manda desnudarse, colocarse de x manera, o toca a las actrices, o incluso participa sexualmente en las escenas (lo que ha terminado derivando en los POV). El pulso no solo delata al cámara, sino que manifiesta un poder. En un gonzo como por ejemplo los que he citado (hay otros en los que no es así: en los que he podido ver de Stagliano, Leslie o Jordan no sucede, o, al menos, no tanto) la cámara se mueve incansable y se hace complicado detener demasiado los ojos en alguna interesante composición, porque los ángulos se suceden con gran velocidad. Pero no se suceden por corte en la mesa de montaje, sino por movimiento incesante del cámara. Si en determinado momento en la historia del género las actrices comienzan a mirar a cámara, aunque la película cuente una ficción, obteniendo una interesante ruptura de la distancia con el espectador (y digo “interesante” porque no es realmente una ruptura, sino algo bastante más complicado y retorcido), la cámara refunda la distancia, la separación, dice: tú no estás aquí con ella, estoy yo. No es que la mirada entre la mía y la actriz se delate, es que se manifiesta afirmándose, esto es, afirmando su poder, el de decidir qué ver, cómo ver, cuánto (esa violencia cinematográfica fundamental tan bien utilizada por Haneke enFunny games y Código desconocido, antes de traicionarlo todo en una basura como Caché). Lo brusco del movimiento afirma la presencia del cámara; lo arbitrario de ese mismo movimiento, su poder. La falta de articulación cinematográfica pone así al desnudo otro tipo de articulación: la masculina. O: cierta articulación masculina. Convierte los gonzos en documentales antropológicos sobre las prácticas sexuales en boga en determinada época dentro del grupo de los actores porno, cuando les ponen una cámara y les posibilitan unas ventas comerciales. Observad si no la uniformidad en las prácticas, y, sobre todo, en los tipos masculinos: el supuesto parecido físico entre las actrices porno es un mito de ignorantes, basta ver un solo porno gonzo para observar su falsedad; sin embargo, los actores se dirían clonados, moldeados por un mismo cirujano plástico, lo que muestra hasta qué punto el poder es masculino en este cine, por la imagen unívoca de poder que se quiere dar, y de constituir un único frente (no hay hombres, solo el hombre). En suma, el pulso, la cámara en mano, manifiesta deliberadamente en muchos gonzos el poder del cámara sobre la actriz y sobre el espectador. El poder sobre lo que se hace, y sobre cómo darlo a ver. Es una forma particular de firmar la obra, de pintarse dentro del cuadro, sin la necesidad de filmarse en un espejo: delatar tu presencia en cada milímetro del cuerpo de la actriz, trazando recorridos arbitrarios e inconexos a través de su cuerpo, regidos por la sola razón de tu deseo y tu autoridad. Cuerpos construidos por el poder mismo.