lunes, 25 de junio de 2007

Textos sobre una práctica (I): Cámara en mano

El año pasado rodé una película (que empezaré a montar en un par de semanas, espero, en cuanto acabe los exámenes), y allí observé una cosa: que la cámara en mano no reproduce en nada la forma de ver humana mientras se camina. Sentí que incluso un travelling se acercaría más, a pesar de la maquinalidad que usualmente se le atribuye. Pero tendría que ser un movimiento de travelling no muy firme, más bien algo desajustado. Con no poca frecuencia he sentido, caminando, un deslizamiento torpe de mi alrededor, que ese tipo de travelling, creo, reproduciría bien. La cámara en mano es en cambio demasiado brusca, los pasos o el pulso producen unas sacudidas que nosotros no advertimos en nada al andar. Al menos, yo no.
La cámara en mano trae en cambio otra cosa, que no puede traer el travelling, y que no tiene nada que ver con la mirada subjetiva, sino más bien con la subjetividad, sí, pero del cuerpo. El movimiento de una cámara en mano (más aún si se trata de una pequeña cámara doméstica, como es mi caso) traduce en imágenes el pulso de la mano y las sacudidas del cuerpo, y ese es su cometido, no reproducir una mirada. Así, la cámara en mano comporta la opacidad de una vida, la opacidad de un cuerpo.
Se observa bien en los films de Jonas Mekas. En una entrevista publicada en el nº 2 de la ya desaparecida Cabeza borradora, afirma haber usado el trípode en 1950, y haberlo tirado a la basura después. Es lógico, si se miran otras declaraciones suyas en esa misma entrevista: “estoy totalmente desinteresado en la expresión personal” (recordemos que este hombre realiza diarios filmados), “la comunicación es mierda. El arte y el cine nada tienen que ver con la comunicación”. El concepto fundamental en las películas de Mekas es el pulso (compárese con los imperturbables y etéreos travellings de Tarkovski). Es lo que ganas si tiras el trípode y filmas con una Bolex, que es como las mini-DV de ahora, en lo que a ligereza respecta. Tienes a una cámara que sigue al cuerpo, que no le impone nada (todo lo contrario, por ejemplo, de Johan van der Keuken, del que Serge Daney recuerda que, en una ocasión, le contó: “Tener que llevar la cámara me obliga a estar en forma. Tengo que mantener un buen ritmo físico. La cámara es pesada, al menos para mí. Pesa 11 kilos y medio, con una batería de 4 y medio. En total, 16 kilos. Es un peso con el que hay que contar, y que hace que los movimientos del aparato no puedan tener lugar gratuitamente. Cada movimiento cuenta, pesa.” De todos modos, se da el pulso, y cómo, en van der Keuken: recuerdo, por ejemplo, la extraordinaria- y estremecedora, si uno cuenta con las declaraciones anteriores y la enfermedad que padecía- secuencia de Las largas vacaciones, donde el cineasta, cámara al hombro, sube hasta lo alto de una montaña: las oscilaciones de la cámara, el jadeo, el ruido de los pasos...). Si realizas un movimiento brusco, la cámara lo realizará también, y se hará sensible, dará una imagen brusca, sacudidas... La cámara acompañará el movimiento del que la lleva, pero acusará cada traspiés, cada respiración, cada jadeo, cada temblor, todo eso que nuestros ojos a su vez no acusan nunca. Por tanto, la cámara ve lo que nuestros ojos, pero como lo vería el cuerpo. Los diarios de Mekas, así- y creo que también la película que yo rodé el verano pasado- son los diarios de unos ojos y un cuerpo. Más aún: de unos ojos, de un cuerpo... y de una cámara. Porque, junto al trípode, Mekas tiró el fotómetro, y es la cámara solita la que tiene que arreglárselas con la luz, las distancias focales, etc. Así: vemos los objetos que ven mis ojos, pero de una manera que une el modo de ser del cuerpo y el de la cámara.
Vida, pulso, opacidad. El pulso es la vida: vida de un cuerpo, sus movimientos, sus dudas, su palpitar. Opacidad: la transparencia es siempre la de una conciencia, que limpia todo lo que se interpone entre ella y lo que quiere comunicar. Por ello, la transparencia de los clásicos (la conciencia, el alma, el yo, tienen mucho que ver con la narración, con las leyes de la dramaturgia, que siempre se han querido tan eternas y verdaderas como las de la física). Por ello, como dice Mekas en un momento de Walden, esto son solo imágenes, es decir, acontecimientos, seres vivos, su función no es decir, sino vivir, en los fotogramas, pero vivir. Es opaco porque no nos dice nada de la interioridad del que filma (y es por ello que Mekas usa la voz en off, y yo la usaré en mi película, aunque de otra forma, creo), de lo que él siente o piensa sobre esos seres (amigos, bosques, coches...) que filma, es decir: de lo que nosotros deberíamos pensar sobre esos seres que él filma. La cámara en mano, de esta manera, cambia el Sujeto por el Cuerpo, o lo interfiere, si lo prefieren así. Si se habla tanto de la mirada del cineasta, aquí hay que hablar también de su pulso y dejar de pensar en el cineasta como unos ojos- esto es, una conciencia- suspendidos en el mundo, y una voz que dice, y comunica.
Resumo: la cámara en mano supone pulso, y el pulso implica opacidad, pues remite al comportamiento de algo que no está regido por una conciencia, a saber, el cuerpo y sus automatismos varios, y la cámara y sus reacciones incontroladas ante lo que se filma. Es, así, un bloqueo en un proceso comunicativo-expresivo siempre dado por hecho. Es índice de la incomunicabilidad última de toda experiencia, y de la naturaleza, por tanto, experiencial del cine. Como pedía Rohmer, en “El cine, arte del espacio”, ya no se trata de descifrar, sino de ver (a esta fórmula hay que ponerle algunos peros, pero vale por ahora).
Será así en la película que espero empezar a montar dentro de unas semanas. Con el añadido de que, en principio, la voz en off no irá dirigida al espectador, sino a personas desconocidas en la forma de cartas. A ver qué tal sale. Será así en los diarios filmados que he empezado a montar la semana pasada, que por no tener no tienen ni sonido y se ven mal (los filmo con el vídeo de una cámara fotográfica digital, así que imaginen). Serán meras imágenes, eso sí, seleccionadas y montadas, de modo que será en ese espacio donde todo se juegue. Serán imágenes sin explicación, sin teoría, sin siquiera óptima visibilidad. Que la realidad se redima ella solita.

miércoles, 6 de junio de 2007

Georges Méliès y el espacio cinematográfico


La Filmoteca Española ha proyectado recientemente tres programas repletos de películas de Georges Méliès. Ha sido para mí una oportunidad de, primero, ver muchas películas de este autor que me eran desconocidas y, segundo, de verlas, esas y las conocidas, en pantalla grande. La impresión ha sido enorme e importante. Aparte de la imaginación inagotable y la inventiva ilimitada, la comicidad, el desparpajo, la brutalidad en ocasiones (¡el médico desmembrando a su paciente y hundiéndole una boca de riego en el pecho abierto a cuchilladas para hacerle una sangría!), hay una cosa que me gustaría comentar aquí (todo lo que restaría por decir, o, mejor dicho, lo que me gustaría decir, debo posponerlo hasta, por lo menos- y dejando a un lado, evidentemente, la documentación de la que carezco- la edición en DVD de las aproximadamente 200 películas que la familia del cineasta ha ido recogiendo desde poco después de la II Guerra Mundial: no estaría bien ponerse a hablar más de la cuenta habiendo visto apenas un 5% de la obra completa).
    Se trata del espacio. Hace años, un servidor colocaba en el mismo campo a Méliès y a los Lumière, y eso por considerarlos lo que llamaba cineastas de registro, esto es, cineastas para los que el cine es mero registro de algo que se coloca frente a la cámara, sin que ésta tome parte alguna en esa realidad (no digo ya que se mueva, sino por lo menos que se acerque, que se aleje, que corte, etc.), sin que lo modifique de manera alguna. Ya sé que la cámara, como mínimo, recorta, secciona, pero eso no es muy importante para lo que digo, puesto que, una vez seleccionado un espacio, a este no se le altera en absoluto, simplemente se le filma, de forma inmóvil e impertérrita, con la cámara como un testigo mudo. La cámara realizaría un primer movimiento irrenunciable, la selección del espacio; una vez hecho esto, tan solo filmaría, nada más. Los Lumière deciden un espacio, una acción, colocan su cámara; a partir de ahí, el único trabajo que hace ésta es filmar, esto es, aquí, registrar el espacio y los acontecimientos que en él tienen lugar. A Méliès, veo ahora que equivocadamente, lo incluí en el mismo grupo, pero había realmente razones para ello: él realiza una puesta en escena determinada (teatral) que la cámara registra después frontalmente, inmóvil, sin realizar acción alguna, sin moverse, sin acercarse a nadie para observar mejor un gesto, sin desplazarse para recoger mejor a esa persona que queda algo fuera del marco, o acompañar más expresivamente un cierto movimiento de algún actor, el bamboleo de algún pintoresco monstruo maligno. La cámara no hace nada, solo filma lo que se quiere que se vea. Registra: un espacio y lo que en él tiene lugar.
    Pero no es lo mismo. Y no lo es no porque Méliès cree ficciones y los Lumière registren acontecimientos que tienen lugar independientemente de que esté ahí la cámara. Hay que ir un poco más lejos de la ficción para ver la diferencia (además, los Lumière sí rodaron ficciones, como El regador regado, por muy mínima que sea), ir al espacio que se crea en ese acto de registro, y de puesta en escena pensando en ese registro.
    Para un cineasta de registro, el cine es un continuo como lo es la vida. Podríamos decir que la vida transcurre en un interminable plano-secuencia, y que el cine registra ese movimiento continuo con su movimiento a su vez continuo. El cine registra móvil una realidad también móvil (es por ello que los cineastas de registro, noción que, la verdad, aún tengo que aclararme a mí mismo, porque a lo mejor resulta que no existen, serían los cineastas del plano secuencia, como Tarkovski, Rivette o Warhol, por poner tres ejemplos), con la diferencia de que puede cortar ese registro, mientras que, en cambio, no se puede detener la vida. Pero el corte tendría dos razones: una, la necesidad dramática; otra, la limitación técnica (menor ahora en el caso del vídeo, que puede permitirse tomas continuas del tamaño de largometrajes enteros; de hecho, es al llegar el vídeo que alguien como Jonas Mekas se hace cineasta de registro- por lo menos, en la única de sus películas de vídeo que he podido ver, Scenes from Allen´s last three days on earth as a spirit). En cualquier caso, por no perdernos, el cine es una herramienta privilegiada para captar la realidad, por fin, de forma fiel, esto es: móvil, atendiendo a su movilidad perpetua, imposible de abolir. El cine sería el primer arte cuyos objetos tendrían una similitud esencial con la vida: ser un continuo espacio-temporal.
    Parecería que Méliès entra aquí. Su cámara filma de seguido escenas sin cambio alguno de enfoque, ángulo, fotografía, etc. Cuando empieza a hacer “grandes” narraciones, sigue igual, pero con cortes para los cambios de escena, igual que en el teatro. Sucede algo, y la cámara se limita a registrarlo, sin interferir de manera alguna.
    Pero esto es falso. Al haber pensado así, he obviado algo fundamental en Méliès: el trucaje. No he pensado lo que suponen los efectos especiales, ciertos efectos: la ruptura del registro y el espacio cinematográfico como continuos, su primer desvelamiento como discontinuidades de una ductilidad asombrosa.
    Georges Méliès es, además de cineasta, un descubridor: es el primero en descubrir el espacio cinematográfico. Por “espacio cinematográfico”, claro está, hemos de entender el espacio propio del arte cinematográfico, y que por tanto está presente en cualquier obra cinematográfica. Por tanto, también lo está en la obra de los Lumière; pero es Méliès quien lo descubre. Decir esto supone preguntarse: ¿qué es descubrir, en cine? Está claro que Méliès no escribió textos sobre el espacio cinematográfico, al estilo en que por ejemplo Eisenstein lo hizo sobre el montaje intelectual. No: descubrir algo en cine quiere decir usar, utilizar algo de esa manera en que solo puede ser utilizado en ese campo específico. Así, lo que digo es que Méliès fue el primero en usar el espacio cinematográfico en tanto tal, y por ello lo descubrió. Aquí puedo continuar ya la caracterización de ese espacio: radicalmente discontinuo. Méliès se da cuenta de que el espacio cinematográfico no es un continuo como el que experimentamos a diario, sino una discontinuidad (otra cosa es si lo que experimentamos a diario es un continuo, asunto en el que no pienso meterme aquí; valga decir que posiblemente ser un cineasta de registro supone creer en la vida como continuo, al contrario que alguien como Vertov o Eisenstein, que son cineastas de montaje porque, sobre todo en el primer caso, consideran que la vida misma ya realiza un proceso similar, es decir, se mueve mediante el encuentro discontinuo de elementos heterogéneos (por eso Godard y Gorin decían que el descubrimiento del montaje solo podía darse en un país que hubiese conocido la revolución); por otro lado, cuando digo aquí que la vida es un continuo quiero decir más bien, como creo se verá enseguida, que en mi vida no puedo, por ejemplo, parar nada para introducir o quitar algo y luego seguir). Es el primero, por tanto, en pensar lo que la especificidad técnica del soporte cinematográfico supone en la representación: en darse cuenta de que, si bien lo que vemos en la pantalla aparenta ser una continuidad pareja a la vital, el material que se coloca en el proyector o en la cámara es en cambio un rollo continuo que sin embargo está dividido en fotogramas, cuadros individuales separados los unos de los otros por una pequeña franja negra que no es impresionada por la realidad a que se abre la cámara, que permanece en cambio cobijada de la luz, escondida entre dos imágenes y sin embargo conectando la una y la otra dando así la ilusión de una radiante unidad. A la hora de la proyección, nosotros vemos la continuidad, las imágenes que se suceden, nunca ese negro entre fotograma y fotograma.
    Méliès, mago, se da cuenta de lo que esto supone. Y no es poca cosa que sea mago. El fueracampo en el teatro, arte que en principio emula Méliès, está fuera del escenario, o en las zonas de este que quedan fuera de la vista (el interior de un armario, por ejemplo). La magia es el arte que, teniendo estos mismos espacios del teatro, incluye también el fueracampo dentro de campo. El truco de cartas, por ejemplo, oculta algo a la mirada, pero no menos frecuentemente precisa para su consecución de algún elemento que distraiga la visión del espectador para que, aún realizándose dentro del espacio perceptible, éste no sea advertido. En principio, el espacio cinematográfico parece como el del teatro, en el sentido de que, aparte de ser un espacio continuo como él, conoce el mismo tipo de espacio fueracampo. Méliès, mago o, como sería más correcto decir, ilusionista, advierte lo ilusorio de la continuidad proyectada y acude a ver cuál es el truco. Descubre, así, el off fundamental del cine: el espacio entre los fotogramas. Cada segundo del espacio que se ve en la pantalla está hecho de 16 imágenes separadas las unas de las otras. El espacio que se ve en la pantalla está perpetuamente parpadeando, y nada impide que algo se cambie entre parpadeo y parpadeo, esto es, entre fotograma y fotograma. No es ya que pueda montar una secuencia después de otra, de modo que puedo ver un interior y después un exterior, es que puedo hacer aparecer un árbol en medio de una habitación si me apetece, y sin la parafernalia que precisaría para conseguir eso en un teatro. Basta parar el rodaje, no mover ningún elemento para que luego no se note el corte, colocar el árbol y volver a rodar después. En la pantalla, parecerá que un árbol se materializó en medio del cuarto. Magia, en efecto: el cine es la continuación de la magia por otros medios: en la magia, yo, que pertenezco a un universo continuo, en el que cada instante sucede naturalmente a otro sin que haya nada entre ellos (sin que haya, de hecho, instantes más que en mis recuerdos que seleccionan y cortan), intento usar las reglas de este espacio para realizar algo que en principio es imposible: que el seis de corazones se convierta en el as de picas, que una persona se divida en dos, etc. En el cine, creo directamente mi propio espacio donde, dando siempre la apariencia de una continuidad solidaria de la que experimentamos en nuestra vida natural, todo puede sin embargo ser modificado a cada instante, 16 veces por segundo, de hecho.
    Más aún: el cine permite incluso la fusión de varios espacios resultando en uno solo: sobreimpresiones, recortes de fotogramas… Un hombre puede separar su cabeza de su propio cuerpo, ensartarla en una espada y caminar con esta en la mano sin ningún problema, con total naturalidad. Aparecen fantasmas, se vuela por las estrellas, etc. Todo es sorprendente, pero a la vez natural, porque el espacio parece tan continuo como el del teatro, como el de la vida.
    Méliès escribió, pero no le hacía falta: él es teórico de su propia práctica en sus películas. Es algo que puede apreciarse en las obras en las que hace de mago, como La sirena, donde empieza pescando peces en un sombrero y convirtiendo poco a poco la habitación donde se encuentra en un gran escenario submarino. Méliès lo hace de forma que no oculta los principios del trucaje. Por ejemplo, coloca en una pecera un pequeño decorado por arriba y por debajo que simularía un fondo marino. Después, mueve la pecera hasta ocupar toda la pantalla y he ahí que la ilusión de estar viendo un auténtico fondo marino se realiza. Méliès muta el espacio manteniendo la toma, sin ocultar el truco. Evidentemente, oculta otros, pero escenas como estas le muestran, teórico de sí mismo, afirmándose demiurgo absoluto de un mundo que solo de su voluntad (y las limitaciones materiales) depende. Méliès es en sus películas el científico que decide ir a la Luna, el mago que saca personas de las cartas, el diablo que aparece y desaparece en cuestión de segundos, que convierte celdas en grandes comedores. Es, en definitiva, demiurgo en sus ficciones como lo es en su creación. La primera gran afirmación de la politique des auteurs en cine... ¡y en las propias películas, sin necesidad de escribir! Al hacer de mago, Méliès no solo continúa su labor de ilusionista en otro medio, sino que muestra el principio de la puesta en escena de sus films (ya explicada más arriba). Algunas películas, como Le roi du maquillage, son casi muestras pedagógicas de su hacer, pues dibuja un rostro en una pizarra y, después, se queda quieto mientras su rostro se caracteriza, mediante sobreimpresión, como el dibujado. Como Velázquez se pinta a sí mismo, así hace Méliès, haciendo lo que sabe hacer. El papel de diablo o Mefistófeles le permite poner de manifiesto el grado de su poder, mucho más grande que el de mero mago, cómo su labor va más allá de la del que hace trucos en un espacio, pues tiene también el poder para crear su propio espacio. Demiurgo maligno, pues su finalidad es el encanto, la ilusión, la magia, la diversión, el baile frenético de formas (véase la tremebunda Cake-walk infernal). No es un demiurgo bondadoso que quiere mostrarnos la verdad, la belleza neutral, el bien, sino un mago loco que a sus 50 años da unas piruetas endiabladas y pone en marcha unas películas de imaginación desbocada y, lo que es más importante, muchas veces gratuita.