sábado, 28 de abril de 2007

Inland Empire, de nuevo

Volvamos a Inland Empire (ya sé que no hablo de mucho más, pero, eh, dadme tiempo). Al final, más o menos. Laura Dern, tras matar al “fantasma”, entra en la casa de los conejos. La “chica perdida”, hace ya bastante, hacia la mitad de la película, le ha preguntado “¿quieres ver la luz?”. La ve aquí. Observa la habitación vacía, y se vuelve lentamente hacia el frente, hacia aquello que no vemos nunca, lo que está enfrente de los conejos, lo que en teatro se conoce como “cuarta pared”. Lo que ve es una luz. Se distingue un patio de butacas, el del cine donde antes ha podido ver varias escenas de la película (de la misma película que nosotros hemos visto, hay que decir). Es un momento de clausura, porque es entonces que ella ve a través de la televisión y mira a la chica perdida, y aparece en su habitación y la besa, desapareciendo en ese beso, como si la chica la absorbiese, a ella y todo lo que ha pasado, y todos sus descubrimientos. Sin duda, la misión de su personaje ha sido cumplida: la chica sale de la habitación, del hotel, y por un entramado de puertas y pasillos (que hacen sensible la máxima lynchiana (y no lynchiana) “todo está conectado”) llega a la que podemos suponer su casa, encontrándose con los que, también suponemos, son su marido o novio y su hijo.

Volvemos a Laura Dern. Está sola en la habitación y mira la luz. Lynch hace en este momento un plano similar a uno de Iván Zulueta en A malgam a, solo que filmando un foco (Zulueta lo hacía con el Sol): con la cámara fija, hace un lento zoom hacia el centro de la luz, de modo que esta ocupa toda la pantalla y toma formas y texturas extrañas, fruto de la incapacidad del objetivo para hacerse cargo de tal saturación lumínica. Sin duda, se trata aquí del tema que parece obsesionar las narraciones últimas y más propias de Lynch: el conocimiento, el descubrimiento, por parte de sus personajes, del hecho de ser personajes. Fred Madison, por ejemplo, es un ser inaugurado en un plano: en el que sigue a los créditos, la pantalla, negra, se ilumina con la chupada al cigarrillo de Madison, con el mismo ritmo de su inspiración. Asistimos al primer acto de vida de un personaje. Es similar a Breath, la brevísima pieza teatral de Samuel Beckett, donde el escenario, primero, está a oscuras, luego se oye una respiración, mientras esta crece la luz sube tenuemente, vemos un hombre en el centro que toma aire y un paisaje devastado detrás; la respiración se hace expiración, la luz baja, todo vuelve a lo oscuro. Adiós. Ya no hay más hombre, más espacio, más sonido. Lo que allí vivió, allí vivió. No hay más allá. Unidad espacio-personaje, los dos respiran al unísono, uno se ilumina con la respiración del otro.

Lynch, sin embargo, no vuelve a la oscuridad. La luz baja de nuevo con la expiración de Madison, pero luego vuelve, más tenue. Lynch se pregunta: ¿cómo seguir? Ese personaje está solo, con su cigarrillo en los dedos. Acaso oye sonidos del mundo externo, porque el off es inabolible; sí, pero ese mundo externo, que es el nuestro, pues el off de toda obra es el espacio donde esa obra se crea y se contempla, puede resultar temible pues inevitablemente le trae la noticia de que es una ficción, cosa que él no podría creer. Así, puede oír sirenas, de policía, noticias de muerte a cargo de voces desconocidas…

Fred Madison no tiene su historia hecha. Se hace con cada nuevo elemento. Con el saxo, con la entrada de Renee. El ritmo del diálogo, lento y lleno de tensas pausas, no está hecho tanto de un pasado que se manifiesta allí (los problemas del matrimonio) como de una cadencia rítmica ya establecida, y de un ser que en cambio todavía no lo está, que acaba de nacer. El se encuentra con esa vida tanto como nosotros, pero la vive, y se la cree.

El papel del “hombre extraño” y su cámara de vídeo puede verse de dos maneras, más bien complementarias: por un lado, le trae la objetividad, la negación de su tendencia a recordar las cosas a su manera y, por ejemplo, no recordar que ha matado a su mujer; por otra, le trae cierta objetividad, sí, pero consistente en decirle: mira, esto es tu vida: una imagen en una pantalla, no otra cosa, tu respiración es la de un ser puramente fílmico, suerte de avatar de otra persona (Lynch, posiblemente). Y, desde este punto de vista, puede ser que Madison, realmente, no haya matado a su mujer, y todo haya sido una jugarreta argumental, una trampa que se le tiende. Y entonces Madison, que ya empieza a ver lo que es, aunque le cuesta, empieza también a ver lo que puede, y hace lo que hasta entonces era imposible: cambia, de cabeza, de trabajo, de vida, de espacio, tiempo, personajes… (tal como parece hacer el Marcello Mastroiani de una gran película bastante emparentada con esta, Tres vidas y una sola muerte).

Las consecuencias del descubrimiento, sin embargo, son terribles, o trágicas. La metamorfosis de la coda final es algo terrorífico, un ser que no puede evitar las sirenas que le persiguen y el cuerpo que no le responde, quedando finalmente convertido en un grito, que se pierde en una carretera en perpetuo movimiento. Lynch pertenece- o pertenecía- a una tradición que muestra el conocimiento del otro mundo, o de que hay otros mundos, como uno que tiene funestas consecuencias para seres no preparados. Pienso, por ejemplo, en el Arthur Machen de Los tres impostores, (aunque también esté el algo más luminoso y optimista de Un fragmento de vida), o el John Carpenter de In the mouth of madness. Madison no acoge bien el descubrimiento, le persigue una lógica argumental que, sin embargo, tiene poder para cambiar (¿o no?). Así sucede en Mulholland Drive: cuando, evidenciada la ficcionalidad de los personajes para ellos mismos (naturalmente, en la escena del Club Silencio), la lógica del relato queda inmediatamente transformada, lo hace para reorganizarse en torno a una imagen pasada y terrible (el cadáver podrido en la cama) y posibles finales, a cada cual más terrible para su protagonista, de las líneas abiertas para ella en la primera mitad del film. Digamos que hay cierto avance, que el proceso de cambio es inmediato, y la subversión mucho mayor que en Carretera perdida, pero a la vez sigue viva la necesidad trágica de que el descubrimiento tenga consecuencias desastrosas, en este caso la de ver truncadas líneas abiertas de una forma terrible.

Todo esto cambia en Inland Empire, quizás el Lynch más luminoso y feliz hasta ahora.

La casa de los conejos… ¿lo que vemos es una filmación o un escenario? ¿A qué pertenece la luz que ve Laura Dern, a un foco o a un proyector? Yo, que miro una película, puedo decir que esa luz es de un proyector, porque sé que Laura Dern está en una pantalla, pero si lo miro desde el punto de vista de ella, o de los conejos, entonces consideraría que esa luz no pertenece a un aparato que me pone ahí, que me proyecta, que me hace, sino que es una luz que me ilumina, porque yo estoy ahí, soy real, ser vivo, físico, que ocupa un espacio real que es ese, y así, por tanto, la luz, simplemente, me ilumina, a mí, que ya existía antes que esa luz. Pero esa duda, posiblemente, no la tenga el personaje de Laura Dern, que reconoce la sala y sabe que no es un teatro sino un cine, y que se proyectaba una película en la que sale ella, y que el camino que ha recorrido es el que la lleva a darse cuenta de que siempre ha estado allí, y que es uno con esa pantalla y esa película.

La noticia no es terrible. Un primer plano sostenido, muy largo, en ligera sobreimpresión con la imagen de una bailarina, etc. Y los créditos.

En Lynch, sabido es, siempre hay espacios misteriosos con seres fantásticos. Aquí, podríamos decir que se trata de la casa de las ficciones. La chica con la pierna postiza, la oriental con peluca rubia, las prostitutas… ¡y Laura Elena Harring! Y nada de espacio terrible: se baila, se canta, se liga, hay un tipo que sierra un leño… Y Laura Dern está feliz. No es esa felicidad un tanto terrorífica de Laura Palmer al final de Twin Peaks. Fire walk with me, con esa sonrisa petrificada y el ángel volando, todo tan inmóvil, sino una mirada plena, emocionada y feliz, en un mundo que se mueve y baila.

Claro que, llegados aquí, alguien puede preguntarme: ¿y qué pinta Nastassia Kinski en esa casa? Y yo diré: no tengo ni idea. Pero mi experiencia con Lynch es que, con él, las piezas nunca terminan de casar. Y eso, creo, quizá es porque me esfuerzo en sistematizar algo que no tiene un sistema como referencia. Sinceramente creo que las ideas de Lynch, incluso las argumentales, tienen un fuerte contenido formal. Basta ver la escena en que Fred Madison contempla el vídeo en que se ve con el cadáver de su mujer: la idea, simplemente la idea, es escalofriante, y muy brillante, ocurrente, arriesgada. Pero violenta ciertas normas, y de esa violación surgen mil posibilidades nuevas que Lynch recorre alegremente. Sí creo que hay sistemas subyacentes en Lynch, pero también que fácilmente serán como los mapas que algunas personas dibujan con los distintos espacios que visitan en sus sueños: geografías, recorridos con sentidos variables e interpretaciones múltiples. Lo importante no es el sentido, sino el recorrido, o mejor dicho, el sentido móvil, sujeto a variaciones, que un recorrido real puede producir. Y la forma. Así que Lynch solo es pesimista y trágico en la interpretación que yo hago de algunos de sus elementos, sobre todo argumentales. Pero en su práctica, la creación de esos argumentos, historias, formas, creo que pocas veces se ha visto tal alegría productora de argumento, sonidos, imágenes (cito a Michel Chion, David Lynch, pág. 255 y ss.: “la sinfonía cinematográfica, la electrosinfonía de Lynch no renuncia a hacer que suenen juntos (sym-phonein) el máximo de registros y de dimensiones (…). Intenta cubrir toda la gama, mientras que otros cineastas se contentan con dos o tres octavas. Que la recorra siempre infaliblemente ya es otra cosa: lo importante es que en la historia del cine, Lynch forma parte de los que aumentan y enriquecen su gama de expresión. (…) Con Lynch y algunos otros, el cine avanza y se renueva, no solamente por los bordes y los extremos, sino a la vez por los bordes y por el interior, sorprendiendo y desmintiendo la profecía de los actuales cinecrófilos”). Lo que sí creo es que en Inland Empire Lynch se ha encontrado más profundamente, más cara a cara, con esta alegría.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Poco te puedo decir yo, ya que no entiendo de cine, pero como tú mismo dijiste, tu sintaxis es perfecta y te explicas muy bien: narrar una imagen es muy difícil.